Se dice, y creo que es cierto, que muchas veces lo que tenemos más próximo nos merece menos valor solo por el hecho de ser cercano, y, en cambio, quedamos fácilmente obnubilados por lo más lejano y novedoso. Ese podría ser el caso, al menos para mí, de un gran escritor granadino nacido en mi comarca en su sentido más extenso, en la comarca de Guadix. Se trata de José Fernández Castro, un autor de excelentes novelas como: Balada del amor prohibido, De un verano a otro o La tierra lo esperaba, de las que hasta hace relativamente poco desconocía su existencia. A modo de homenaje, por mi injustificable ignorancia, le dedico este artículo.
La primera vez que oí hablar de él fue en casa de Benilde y Griselda Vallecillos. Dos octogenarias y cultas mujeres oriundas de mi pueblo, Cogollos, que, por vicisitudes de la vida, también residían en Motril. En ese momento me encontraba investigando sobre las circunstancias vitales de parte de su familia y fue entonces cuando me obsequiaron con un libro que podríamos considerar autobiográfico del escritor lapeceño: Ramas de mi árbol. Memorias de Granada desde el Carmen del Alba. Un volumen que guardaban celosamente y en el que, entre otros recuerdos y vivencias del pueblo natal de su autor, se le dedicaban numerosas reseñas al padre de ambas, al maestro Diego Vallecillos Guilarte.
José Fernández Castro había nacido, en 1912, en La Peza. Un pueblo, situado en las estribaciones de la cara norte de Sierra Nevada, en el que, dado su carácter eminentemente serrano, sus pobladores han vivido desde antiguo ejerciendo los oficios de carboneros, de pastores y de agricultores. No hace falta recordar en este punto el carácter indómito mostrado por sus vecinos frente a las tropas napoleónicas; ese que tan magistralmente recogiera, el también genial escritor accitano, Pedro Antonio de Alarcón, en su obra: El carbonero alcalde. Pues, bien, en dicho lugar nuestro ilustre protagonista pasará su infancia ayudando a su familia en los trabajos del campo. Hasta que, a la edad de los quince años, se traslade a la capital para poder cursar los estudios de bachillerato.
Será, seguramente, en aquellos años cuando coincida con el antepasado de mis dos entusiastas confidentes motrileñas. De cuyo padre, nuestro insigne novelista dejará recogido que, durante los años de la Restauración, en las primeras décadas del siglo XX, cuando estaba ejerciendo su oficio de maestro: “ante las enconadas luchas de los clanes políticos, un delegado gubernativo le ofreció el cargo (de alcalde) y él activo y culto, creyó que podría hacer algo bueno. Emprendió obras y amplió el número de escuelas, pero los «turnantes» locales, suspicaces, se hicieron una piña y le forzaron a pedir el traslado”. Simpatías y seguimiento personal que igualmente ofrecerá de las escenas y de las graves consecuencias vividas durante la Guerra Civil o durante la posguerra, con todas sus miserias y sus miedos. Que, en el caso particular del maestro Vallecillos, llegará a afirmar, que “fue símbolo de cuantos recibieron palos en los dos bandos”. Datos que, posteriormente, pude ver confirmados en su integridad en mi libro de Entre la sierra y el llano.
Más ligado a las experiencias concretas del difícil y azaroso afán por buscarse la vida en aquellos años de hambre y sometimiento, nuestro novelista sabrá adentrarse con perspicacia en los vericuetos y en las picarescas artimañas del estraperlo y sin dejar de testimoniar las afrentas y humillaciones sufridas por los vencidos. Un conjunto de historias, vividas por las gentes sencillas, como las que se podían desarrollar en cualquiera de los pueblos granadinos vecinos; tan pequeñas, tan duras, tan reales y tan descomunales como todas las que llevaban la vida en el empeño.
Ya en la capital granadina, pronto empezará a trabajar de taquígrafo en el periódico el Noticiero Granadino. Diario en el que, desde el año 1932, incluso llegará a ser contratado como uno de sus redactores. Desde esas fechas ya nunca dejará de colaborar, de modo más o menos ocasional, con la prensa escrita de su ciudad adoptiva. Aunque, un año después obtendrá, mediante oposición, una plaza de funcionario en el Gobierno Civil de Granada. Un lugar y un empleo en los que permanecerá hasta su definitiva jubilación. Murió en el año 2000.
Desde muy tempranamente estuvo comprometido con las ideas de izquierdas y llegó a taquigrafiar algunos de los discursos más famosos de Fernando de los Ríos. Ya en la larga posguerra y dentro del ambiente coercitivo existente en todo el país, supo ocultar, –imaginamos que no sin dificultades–, su identificación ideológica socialista. Todo ello, a pesar de que él mismo trabajaba en el Gobierno Civil y de que corría un riesgo cierto de verse envuelto en los procelosos expedientes disciplinarios; sin olvidarnos del sibilino acoso laboral impuesto en los últimos tiempos del tardofranquismo. Ya en democracia, por fin, podrá participar libremente de su voluntaria adscripción política; mantenida incluso en la clandestinidad.
José Fernández Castro siempre supo ser todo un ejemplo de cultura integradora, acrecentada, además, por sus claras dotes narrativas. Se cuenta que, incluso el propio alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván, le solicitó que fuese su biógrafo. Sí que llegará a abordar las biografías de dos de las más importantes personalidades granadinas del periodo de la II República: las dedicadas al doctor Alejandro Otero (Alejandro Otero, el médico y el político, del año 1981) y al ingeniero Juan José Santa Cruz y Garcés. Ambas muy tempranamente agotadas y reeditadas en los años finales del siglo XX; la primera, por la Universidad de Granada y, la segunda, por Sierra Nevada 95 y El legado andalusí.
En la segunda de ellas, titulada, Juan José Santa Cruz y las cumbres de Sierra Nevada (1990), realiza una singular semblanza del personaje que también conoció de adolescente, en su La Peza natal y, con el que, después, ya en la capital granadina, establecerá una estrecha relación de amistad y al que, desde su puesto en el Gobierno Civil y sin poder hacer nada por él, verá en los últimos instantes de su vida. Un ingeniero, de origen aristocrático, que diseñó y dirigió multitud de obras en toda la provincia de Granada. La más destacada de las cuales, sin duda, será la carretera de acceso hasta Sierra Nevada, la más alta de Europa.
Asimismo sabrá recoger y destacar la fuerte y genuina personalidad de un Juan José Santacruz que llegó ser elegido diputado a Cortes en las primeras elecciones republicanas de 1931. En la madrugada del 19 de julio de 1936, en las primeras horas del levantamiento militar, resultará detenido y trasladado a la Prisión Provincial. El día 1 de agosto, en consejo de guerra «sumarísimo», será condenado a la pena de muerte y, en la madrugada del día siguiente, fusilado en las tapias del cementerio de Granada.
En el año 2012, el año en el que habría cumplido los cien años, algunas de las principales instituciones granadinas, como la Diputación Provincial de Granada y la Academia de Buenas Letras de Granada le rindieron un merecido homenaje –solicitado desde mucho tiempo antes por el grupo municipal de Izquierda Unida en el Ayuntamiento de Granada–. Un no excesivamente publicitado centenario en el que se quiso reconocer y dejar patente su carácter de hombre íntegro y cabal, que, en todo momento, supo conservar su independencia y su coherencia ideológica; a pesar de los malos y difíciles tiempos que le tocó vivir. Un reconocimiento personal y literario que ha sido el principal impulso motivador en la redacción de estas líneas.
Ver también: Leandro García Casanova: «Fernández Castro, en el olvido»
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,
‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro
‘Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica)
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