Si hay algo que nos puede sumergir hasta los cimientos mismos de la memoria eso puede ser una buena fotografía. Una simple página del álbum de fotos familiar puede tener el poder de avivar miles de emociones. Llegado el caso, de inmediato, desde las profundidades de nuestra conciencia, aflorarán los más adormecidos de los recuerdos. A su vez, y en contraposición con las infinitas posibilidades tecnológicas que hoy nos brindan nuestros dispositivos móviles, es posible que acabemos lamentando la ausencia de tantos y tantos momentos felices y de tantos y tantos rostros queridos (y ya ausentes) de quienes nos acompañaron en el camino.
Esta semana, y especialmente dirigido a todos los que de algún modo estén vinculados al pueblo de Cogollos, les traigo toda una joya. Un tesoro en blanco y negro y, como tal, único, mágico e irrepetible. Se trata de una imagen de la que dispongo no hace mucho y que hoy me apetece compartir con todos los lectores y amigos de IDEAL EN CLASE. Como es normal, en la misma aparece capturado un solo y breve instante de vida. Pero, una instantánea que, de algún modo, quedó convertida en testigo mudo de la fugacidad del tiempo. Es, además, una magnífica composición visual que, estoy seguro, les atrapará y les transportará hasta ese ya lejano espacio; incluso para los que, por edad, no lo pudieron vivir.
Como saben todos los que conocen el entorno, el autor, A. Romero, buscó el mejor encuadre posible para captar cuanto tenía ante sus ojos en toda su grandeza. Un lugar que solo podía proporcionarle el campanario de la majestuosa torre de la iglesia. Desde allí pudo observar, casi a vista de pájaro, la rica panorámica que se interponía entre él y las montañas. Entonces, y solo entonces, disparó el objetivo de su cámara; quedando encapsulado para siempre, y evitando con ello la flaqueza de la memoria, un tiempo y un espacio que un día se fueron para nunca más volver.
Lo primero que destaca es la armoniosa composición que forman los irregulares tejados y las paredes encaladas de las casas; todo un juego inigualable de formas y volúmenes que cautiva la vista y que regala placidez al ánimo de quien lo contempla. Enseguida nos llama la atención, por su margen izquierdo, la estela plateada que deja ver el presuroso correr del agua por la calle Carrera, salpicada de sus pequeños pasadizos a modo de puentes. A continuación, la veremos bifurcarse por su acequia hacia ambos lados antes de acudir presurosa a saciar la sed de las cebadas y los trigos de los campos, y, seguramente, antes de abandonar su recorrido por el pueblo, acariciará las grandes piedras de pizarra sobre las que las mujeres lavan sus pesadas cargas de ropa.
Entre las construcciones vemos destacar, justo en el centro mismo de la imagen y ya situado en el extremo opuesto a nuestro punto de mira, un gran edificio destinado a albergar las seis viviendas para los maestros. A su lado, asimismo, encontraremos otra edificación más pequeña: las nuevas escuelas. Toda una novedad para la aldea y un incipiente síntoma del progreso educativo local que aún no habría entrado en funcionamiento del todo, –lo hará ese mismo año, a finales de 1963–. Igualmente, como podemos apreciar, no está construida la segunda de las edificaciones escolares (la que dispondrá de dos plantas). Tampoco está todavía colocada la valla del recinto escolar ni sus árboles; plantas que algunos, algo más tarde, regaríamos y cuidaríamos con especial mimo.
Esas incipientes escuelas no se podrían explicar sin los niños y las niñas, y su corretear bullicioso y alegre por las calles y plazas. Esos que vemos, en un primer término, inmersos en sus juegos y compartiendo asiento en el poyo –y puede que algunos placenteros rayos de sol– con los más ancianos; que permanecen en su característica y serena quietud junto a la Cruz de los Caídos y el kiosco de Manolo –del que no mucho tiempo después se efectuará su demolición–. Una evocadora y sorprendente etapa, esta de la infancia, en la que, una vez pasados los años, solo deja rescoldos emotivos de su paso: el valor de la amistad, la llegada del prematuro amor, los días eternos cuajados de esperanza, la llamada del desconocido y ancho mundo presto para ser descubierto… Y, siempre en la calle, en el barrio; dándole vida y color. Unas calles en las que los numerosos carros de bueyes varados frente a las puertas ya nos avisan de la vocación agrícola del lugar; solo un destartalado y antiguo camión nos delata cierto avance hacia la modernidad.
Por lo demás, se intuye el refrescante verdor de la vegetación primaveral rodeando la población. Mientras, en claro contraste, aparece el encalado blanco y puro del nuevo depósito de agua. A su lado, el barrio del Calvario permanece casi semioculto entre las brumas y el olvido. Más aún en la lejanía, si nos fijamos, aparecen las altas hileras de los álamos junto a los pinos y las encinas de la sierra y, siempre, tomando como eje mágico la vaguada de la Cañahonda…
Ciertamente, es una fotografía que nos muestra un espacio y un tiempo ya pasados; casi seis décadas la contemplan. Y, como tal, sumida ya entre las irremediables pérdidas de un ingrato ayer. Pero, para evitar caer en la tentación de una versión endulzada por la nostalgia, hemos de advertir que también nos habla de las duras condiciones del campo, de un pueblo que no estaba tan lejos de los desgarros de la guerra e inmerso, como siempre, en las perennes privaciones e injusticias que acechan a los más necesitados: sin alumbrado público, sin saneamientos básicos, sin agua potable en las casas, sin atención sanitaria… En suma, una crónica viva y real de un Cogollos ya prácticamente desaparecido. Ese que nos engrandece recordar, que emociona el alma cuando retrotraemos algunas escenas vividas en él –o contadas por quienes un día nos precedieron– y que, todo junto, queramos o no, sigue siendo una parte ineludible de nuestras raíces.
Se suele decir, y a mi juicio es verdad, que la mitad de la belleza del paisaje la pone el que mira. Seguramente será porque, de alguna manera, habrá sabido recoger en las imágenes el alimento diario para sus sueños. Para nosotros se trata, sin duda, de nuestra historia. De un pasado único y compartido que, al decir del filósofo Emilio Lledó, nos habla, nos enriquece y nos une a todo lo que de verdad un día fuimos. Ojalá que disfruten, como yo, de esta magnifica perspectiva que hoy nos vuelve a situar en un muy querido lugar entre el llano y la sierra.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,
‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro
‘Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica)