Jesús Fernández Osorio: «¡Saca la bota, María!»

Hasta donde alcanza mi consciencia la Navidad estaba ligada al frío y a las noches oscuras. También lo estaba, y por idénticos motivos, al calor de los encuentros familiares buscando el cobijo de una buena hoguera. Un placentero acto de visitarnos, de mostrarnos afecto y de cenar juntos en el que, además, era obligado que tuviera su espacio en una especie de recuento nostálgico, acordarse de esos ausentes que en el intervalo del paso del año ya no se encontraban a nuestro lado y que, por tanto, ya pasaron a engrosar la lista de los que estaban en el de la memoria.

De mis primeros años recuerdo que tenía unas ganas inmensas de que llegara la Nochebuena. Bueno, más bien de ir a la misa del Gallo. He de aclarar que no es que en mi tierna infancia sintiera una especial atracción por el misticismo religioso. Más bien al contrario. Y es que, mi familia vivía en un cortijo próximo a Cogollos, en el cortijo de mi abuelo Alfonso. Esa noche, una vez concluida la cena con mis padres, mi hermano José María, algunos años mayor que yo, cogía su moto (una peugeot que le compraron gracias a su encomiable esfuerzo durante el estío anterior y que yo después heredé en buen estado todavía) y se iba al pueblo con sus amigos. A su vuelta, ya de madrugada, yo ya me encontraba medio desvelado y no paraba de hacerle preguntas: ¿Dónde has estado? ¿Qué habéis estado haciendo? ¿Cómo se celebran las Pascuas en el pueblo?, etc. Él, cansado de tanto interrogatorio y con más ganas de dormirse que de seguir la retahíla de mis diatribas, me decía en voz baja que había estado en la misa del Gallo. Después me explicaba en qué consistía: que el cura soltaba un gallo bien hermoso en la iglesia. A continuación daba comienzo a una frenética persecución del ave por el interior del templo; que acababa con la posesión del gallo por parte de quien lo cogiese. Menuda decepción y desconcierto cuando, años más tarde, descubrí que el renombrado evento litúrgico de la medianoche festiva de mi pueblo no era en modo alguno como yo me lo imaginaba.

Y es que en ese pequeño lugar del mundo que es Cogollos, en el que mantengo –y seguiré manteniendo– mis raíces, la vida giraba alrededor de sus propias tradiciones y rituales. Unas viejas costumbres que, en su esencia, se repetían y se mantenían inalterables y, por tanto, bastante alejadas de la uniformidad y la globalización que quita identidades de la actualidad. La Nochebuena, con la celebración del Nacimiento de Jesús, era el acontecimiento principal que desencadenaba la Navidad. Así, llegaba con sus disfraces de pastorcillos, con sus zambombas, con alguna que otra guitarra, con las panderetas y con las socorridas botellas de anís vacías –y también llenas–. Con todo ello, ya había suficiente para alterar el ritmo del vecindario al compás de los villancicos y un motivo más que suficiente para ir, calle por calle, pidiendo el aguinaldo. Y, por supuesto cantando el conocido: Esta noche es Nochebuena; y mañana, Navidad. Saca la bota, María, que me voy a emborrachar… Ahora sí que el jolgorio y la alegría estaban aseguradas hasta bien tarde. Seguramente que, como expresión de la amistad y de la esencia de la vida humana, tal como muestra la fotografía que encabeza estas líneas, cortesía de mi primo, Juan Antonio Muñoz Osorio.

Otra de las tareas que cíclicamente se acometía en las vísperas de la Navidad era la preparación de los dulces tan característicos de la misma. Unas bandejas de dulces que, junto a su correspondiente copa de anís o de coñac para sacudirse el frío, siempre debían estar disponibles y que se ofrecían a todo aquel que se acercase por la casa en esas fechas, a la hora que fuese. De su preparación se encargaban principalmente las mujeres. Ellas elaboraban, en sus propias casas o bien en el horno del pueblo, los riquísimos roscos de vino o de manteca, esos deliciosos manjares con los que tanto nos deleitaban a los niños y que solían degustar ansiosos los huéspedes en sus visitas.

Arquitectura tradicional de Cogollos/Rafael Jiménez Tapia

En este acelerado paso de los años también procede recordar que por estas mismas fechas, en los días previos o posteriores, con la llegada del frío, se hacía la matanza del cerdo. Una tradición ancestral que constituía la base de la subsistencia campesina para todo el año. El sacrificio de un animal (o de varios) que se habían criado y mimado en la propia casa desde bien pequeños y que, ahora, en el triste final que suponía su sacrificio, sus desesperados y agónicos alaridos daban muchísima pena. Al menos a mí. Sin embargo, esos días de intensos preparativos (que se iniciaban con el cocido de la cebolla y que concluían con la elaboración de los embutidos) constituían todo un motivo de reunión familiar –junto con algunos vecinos y amigos– y, por tanto también de regocijo y de alegría. Pues, se hacía palpable la necesidad de colaboración mutua.

En mi pueblo, además, siempre asocié el momento de la matanza a la posterior llegada de Yoyillo. Un personaje pintoresco del lugar que sobrevivía haciendo pequeños encargos y recados. En este caso lo hacía para solicitar una muestra (la “mestra”, decía él); una parte de las vísceras del cerdo para ser analizada por el veterinario. Los vecinos, confiados en la envidiable salud que atesoraba el animal, aunque fuesen varios los marranos sacrificados, sólo le entregaban la correspondiente a uno de ellos. Aunque él, pese a sus cortas entendederas y ya convenientemente aleccionado, siempre trataba de colarse hasta las estancias de la casa en donde se hallaban colgados los animales en sus correspondientes camales y, en más de una ocasión, tal como se citaba a modo proverbial, se le escuchó exclamar: “¡Pues, nunca he visto yo un marrano con dos sauras! (asaduras)”.

La recogida de la aceituna era (y es) otra de las labores propias del duro trabajo campesino que se acometía por estos antaño gélidos momentos. Estoy seguro de que muchos de los que hoy leerán estas líneas alguna vez escucharon el sorteo de la lotería de Navidad entre los viejos olivos de las Viñas. Allí, subidos entre sus copas, soportaron el viento helado proveniente de la sierra o, con las manos ateridas por la escarcha, recogieron las aceitunas clavadas al suelo, mientras, en silencio, tejieron sus elucubraciones sobre qué harían si alguna vez la tantas veces esquiva diosa de la Fortuna se les apareciera de golpe. Tal vez ese mismo 22 de diciembre…

Todos estos eventos reseñados de los días de Pascua, en mi opinión, tenían en común la ancestral búsqueda del amparo de nuestros semejantes. De esas familias y de esos grupos que nos facilitan compañía y seguridad. En ellos encontraban nuestros antepasados el apoyo, la colaboración y la ayuda y es que, ya se sabe, la escasez siempre es más solidaria que la abundancia. Por ello, haciéndome eco del rescoldo de sabiduría de nuestra cultura más popular, debo reconocer que con razón se dice que “la vida se vive hacia adelante, pero se entiende mejor hacia atrás”. Y es que, entre los intrincados resquicios de la memoria se hallan muchas veces las respuestas que veníamos buscando a nuestras preguntas.

Una de ellas, después de todo lo recorrido, puede ser que nuestra existencia se pueda reducir a algo tan simple –y a la vez tan complejo– como a “ser una buena persona y a dejar una estela de bondad a nuestro paso”. Sobre todo en estas fechas igualmente contradictorias: por una parte tiernas y entrañables y por otra tan marcadas por el egoísmo y la superficialidad; en las que con frecuencia se olvida que en nuestro mundo siguen existiendo el frío de la soledad, el desamparo, la pena, la pobreza y el dolor. Muchas veces, más cerca de nosotros de lo que nos creemos. ¡Feliz Navidad!

 

Leer otros artículos de

Jesús Fernández Osorio

Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).

Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.

Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,

Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro

Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica)

Jesús Fernández Osorio

Ver todos los artículos de

IDEAL En Clase

© CMA Comunicación. Responsable Legal: Corporación de Medios de Andalucía S.A.. C.I.F.: A78865458. Dirección: C/ Huelva 2, Polígono de ASEGRA 18210 Peligros (Granada). Contacto: idealdigital@ideal.es . Tlf: +34 958 809 809. Datos Registrales: Registro Mercantil de Granada, folio 117, tomo 304 general, libro 204, sección 3ª sociedades, inscripción 4