Foto 1 Aula o clase característica de los años 60 (s.xx)
Era temprano, no obstante ya había oído, desde mi cama, donde aún permanecía, como en la casa se preparaban mi padre y hermano con sus aperos de labranza. Fue un tímido relincho de uno de los mulos, el que me despertó de mi ligero sueño. Pronto, todo se tranquilizó, la casa quedó en silencio, ellos habían marchado y volví a caer en un sueño más profundo.
Llegó mi madre tan contenta. Recuerdo su juventud de entonces con cierta y agradable satisfacción. Tras empujar la entornada puerta de mi cuarto, casi me gritó: -¡vamos hijo levanta! …que hoy comienza en tu vida una nueva etapa, hoy iremos y «te apuntaré» a la “escuela chica” de Dª María Raya, ella te enseñará y allí aprenderás a leer, a escribir y muchas cosas más. Sentada en mi cama, me tomó en su regazo y acariciando mi cara, siguió diciéndome:
-Vas a conocer a más amiguitos, vas a jugar mucho y lo pasarás, bien-. A mí todo aquello no acababa de cuadrarme, no sentía miedo pero si curiosidad, extrañeza de eso que iba a pasar. Con toda meticulosidad, como siempre, me vistió y terminados de desayunar salimos hacia la escuela. Mi madre en un repentino recuerdo, dijo:
-¡La sillita, la sillita! para la escuela.
-Hijo coge la azul-. Aquello me extrañó, ¿A donde iríamos con mi silla? En el camino a la escuela, cerca de la plaza, frente a la iglesia, en la casa que entonces era de Germán y Amalia…. que muchos años después ocuparía la Carmen de «Tedoro» con su tienda de «todo». Así eran las tiendas del pueblo.
Ya en el camino encontramos a alguna otra mamá que con su hijo, también, a la escuela marchaba. Nos vimos, nos miramos y como íbamos algo escamados. No nos dijimos nada, cada cual seguimos junto a nuestra madre, que entre ellas charlaban y, nosotros a la par cogidos de las faldas de sus vestidos a su ritmo caminábamos, con nuestras cabezas algo bajas y cara de circunstancias. No sabíamos de qué se trataba todo aquello, aunque ya mi madre en días anteriores había tratado de explicarme.
Era un día de último de septiembre del cuarenta y nueve, del siglo pasado, con temperatura muy agradable, en mañana muy espléndida ya invadida por el sol. Los últimos agricultores, campesinos y gañanes, salían hacia el campo, los animales, cabras y cerdos, ya hacia sus pastos habían salido y algunas mujeres laboriosas con escoba, badil y cubo de agua, limpiaban sus respectivas puertas. Estampa ésta de asidua costumbre arraigada y que mantenía las calles del pueblo con cierta limpieza al no existir servicio público del ayuntamiento, para esta faena.
A todas, mi madre y la otra vecina, saludaban dando con alegría los buenos días, yo a aquellas horas, nunca había paseado por las calles del pueblo, por eso esa mañana todo era especial, el ambiente callejero, las conversaciones y saludos de sus vecinos y aquel grupo de madres y niños que se hallaban ya esperando en la puerta de la escuela donde llegamos. Todo era nuevo para mi y me servían de distracción, me hacían poner especial cuidado en todo lo que acontecía. Era un grupo considerable, las mamás todas muy animadas charlaban, se saludaban y hacían caricias y requiebros a los niños, que de forma extraña eran más callados que de costumbre, se miraban, se guardaban las distancias y con sus gestos y ademanes se preguntaban qué ocurriría. Alguno lloraba, otro gritaba tanto que molestaba al grupo que compresivo lo excusaba. Era el día de la apertura de colegios, el ayuntamiento lo había hecho saber días pasados, y sin más trámite ni papel, ni solicitud o matrícula con sus correspondientes pólizas, habían de hacer, solo presentarse en la puerta de la escuela y si el aspirante a alumno tenía la edad, más o menos, que tampoco era requisito muy exigido, «lo apuntaban», sí, la maestra Dª. María Raya, nativa del pueblo, en un libro lo apuntaba.
Eso era todo el trámite burocrático de la época,… y ¡vaya! . . .¡funcionaba!. Llegada que fue la señora maestra y tras saludar a todas les manifestó que fueran pasando con un cierto orden, arriba a la sala superior de la casa donde se instalaba el aula. Comenzó un cierto caos, más niños comenzaron a llorar, (yo no lloraba pero en contagio de aquellos a punto estuve de arrancar en mi los sollozos propios de tal estado, seguidos de las lágrimas que la cara mojarían). Yo me mantenía expectante espectador y en silencio.
Llegado mi turno, mi madre y maestra se volvieron a saludar así como a mi me hizo una gracieta para acortar distancias, tomó mis datos y nombre, para lo que apenas hubo de preguntar, era vecina y a casi todos conocía. Tras la toma del rol o lista en el libro, nos comenzaron a organizar, las sillitas que todos y cada uno portábamos, las comenzaron, con unas cuerdas a atar, formando filas y columnas al objeto de que mantuvieran el orden y el sitio de cada alumno
Comenzó la retirada de las madres y aquello en la orquesta de llorones se convirtió, ya que hasta algunas de ellas lloraban junto a su hijo en mutuos sentimientos de amor. Mi madre y yo nos queríamos también pero nos mantuvimos enteros, no derramamos ninguna lágrima ni sollozo, si recuerdo que en apretado abrazo me fundió y por la escaleras que bajaba comencé a perder de mi alcance y vista, a mi madre.
Fue el instante más duro pero enseguida con niños y niñas comencé a jugar y hablar y pronto me integré. Aquella mañana en que me hicieron colegial, ni por asomo podría pensar, dados mis pocos años. Pero en una hipotética situación, jamás me imaginaría lo que me quedaba toda mi vida que estudiar. Pronto pasó mi primera clase que se fue en organizar. La maestra intentaba hacer que aquello pareciera una escuela, una clase, pero entre los aún lloricas, los más revoltosos e inquietos y algunos, pocos, que se comportan aquello parecía todo menos un colegio. Cuando la maestra; entonces no le decíamos señorita, le nombrábamos por «maestra». Qué nombre más bonito y noble, que altruista que es su dedicación.
Nos anunció el final de la clase nos fuimos preparando a salir, con algunos que corriendo hacia la puerta se fueron llenos de nervios y anhelo por a su madre abrazar. La escalera de bajada desde la clase al portal, ya estaba llena de madres y algún padre esperando ansiosos ver a su hijo y abrazar como si de un largo viaje de luenga estancia viniera. Yo, al oír a la maestra anunciarnos que íbamos a salir, por un momento sufrí de una infundada incertidumbre, no sabía si a mi me vendrían a buscar, de eso no habíamos hablado y por breves momentos dudé, yo sabía ya ir solo a mi casa, pero nunca aún lo había hecho… todo eso pensaba cuando en medio del lógico alboroto de la salida y del reencuentro, oí la voz de mi madre que me gritaba desde la escalera. La alegría me invadió, el peso de la molesta incertidumbre se disipó y raudo y ligero con los brazos abiertos hacia mi madre salí. Una bocanada de palabras se aturrullaban en mi lengua, en un atropello de gestos a la vez que saltaba a su cuello. Quería contarle todo lo vivido, lo que para mí había significado. Tanto fue lo que acababa de vivir y experimentar que me transformó.
De vuelta a mi casa, tras haber despedido a mis nuevos y numerosos amigos, no dejaba de preguntar por mi padre y por mi hermano Jorge, era tal las ganas que de contarles aquello tenía que se me hacía largo el tiempo de espera; hasta la noche habría de aguantar mi relato, ya que ambos en el campo estaban y aquel día se habían llevado su talega de la merienda, jornada completa tendrían. Aquella tarde no había escuela. Era el día del comienzo y por aquello de cogerlo poco a poco hasta el próximo de mañana no lo habría, pasé la tarde entretenido viendo a mi madre cuidar a mi pequeñina hermana Natividad, y asomándome a la puerta a ver cuando llegarían mi padre y hermano, no solo por contar mi aventura estudiantil, también esperaba la talega de su merienda, la que me gustaba especialmente abrir y mirar que me traerían o que bueno quedaría en la fiambrera que, comer. No sé qué tenía aquella fiambre que de vuelta traían de la comida laboral, no sé que sabores tendría que tanto en mí despertaban, apetito y curiosidad extrema, abrir la talega, mirar que había, coger un trozo y comerlo con verdadero y agradable apetito. Alguna vez venía una sorpresa distinta, como pudiera ser uno de los primeros frutos de época que diera el campo, una breva, una ciruela, un ramo cargado de rojas majoletas o unos huevecillos preciosos del nido abandonado de cualquier pájaro de colores maravillosos y de fragilidad y belleza extrema que hacían que mis manos temblaran de emoción cuando en ellas, mi hermano, con cariño y cuidado, los depositaba.
Recuerdo que me comentaba, en tal sentido, que se debía a que la madre pájaro lo había abandonado por haberlo “aborrecido” por culpa de las continuas visitas de algún “niño malo”. Alguna vez traía un buen manojo de espárragos, verdaderos trigueros, que buscaba y recolectaba en el descanso de la merienda mientras la yunta comía sus piensos. Todo eso me abstraía, me sumía en un mundo mágico por mi idealizado, narrado y contado por mi querido y respetado hermano, al que por ser catorce años mayor que yo y saber muy bien adornarlo, hacía que escucharlo fuera algo extraordinario que oía encantado.
La asistencia a la escuela se fue normalizando, mi actividad social se fue fortaleciendo, mis amigos crecían en grupo y mis contactos con ellos eran más prolongados, me estaba acostumbrando a ser menos madrero, ya mis amigos ocupaban en mi un puesto prioritario, éramos dueños de las calles y plazas del pueblo, las cuales inundamos nada más salir del colegio, en donde recuerdo muy bien como iba avanzando.
Veo en mi mente una gran pizarra negra en la pared colgada junto a la mesa de la maestra, en ella veo escritos una hilera de números del uno al diez, me recreo viendo en mi pensamiento como, yo solo en silencio los contaba y, llegó un momento en que descubrí que todos ya los leía y numeraba con perfección. Algo muy parecido me pasó con un reloj despertador de cierto tamaño que la señora maestra tenía sobre su mesa, un día descubrí, comprendí, sus sistemas de agujas sobre aquella esfera con números que ya conocía y sin darme cuenta vi que sabía interpretarlos.
Foto 10 LIBRETOS, CUADERNOS Y CUADRANTES ESCOLARES
Sabía que hora era…¡qué alegría!…más que cuando la maestra me llamaba a leer en la cartilla «RAYAS», primer libro de mi biblioteca. Sí, nos llamaba a leer uno a uno junto a ella que iba señalando con su dedo índice la letra que quería que leyeras. Pues a mi, no sé por qué aquello me cohibía, me retraía y había de pasar un rato entrecortado mientras ella con su mano y dedo, donde recuerdo un anillo con una piedra azul. me señalaba la letra que había de leer: «A» «E» «I»… la eme con la i, mi … la eme con la a, ma …mi – ma-má.
Yo nunca había visto la nube de humo que cada mañana, cuál fenómeno meteorológico, cubría nuestro pueblo, (…¡y a mucha honra…! a ello debemos nuestro apodo “Ahumados”). Y en aquel pueblo en donde me tocó vivir con mi familia y en cumplimiento de la norma de vida, cada mañana me levantaban temprano para asistir al colegio, que aquí llamaban escuela. La asistencia a ella me obligaba a madrugar Pasados unos días y en clase de tarde, una de ellas y sin nosotros los niños esperarlo, entró por la puerta de la sala donde las clases se impartían, el cura del pueblo, vestido con su sotana, alzacuellos y su bonete. De otra forma vestido no se concebía ni se pensaba. El cura con su sotana iba siempre, jamás a ninguno vimos, en aquellos tiempos, vestido con ropa civil. Habrá muchos que vimos jugando al fútbol a algún cura con su sotana. Un ejemplo y prueba de ello y que quedará en muchas memorias de nuestros vecinos, era, ver jugar al fútbol al cura nacido en Benalúa, Juan Pedrito el del Juez, y en partidos oficiales. D. José Delgado era “amigo mío», ya que frecuentaba su casa en compañía de una de mis tías cuya amistad con la madre del cura le unía. Esta circunstancia hizo que D. José me conociera algo mejor que a otros de los niños. Entró el párroco y la maestra muy diligente nos mandó levantar en señal de respeto a quien nos visitaba. El cura nos invitó a sentar, lo hicimos y en absoluto silencio nos mantuvimos expectantes. Tras charlar un poco con la maestra se dirigió a nosotros, nos saludó, saludamos a coro y comenzó a decirnos que un día a la semana, en horario de tarde y los miércoles. Los jueves de tarde no había clases, se descansaba juntamente con los domingos, siendo el sábado jornada laboral a todos los efectos, vendría a darnos catequesis, sobre todo a los que se estuvieran preparando para su primera comunión. Entonces la Comunión se hacía cuando los niños, se suponía, tenían «uso de razón» y los que de eso entendían concluyeron que sobre los siete años era. Por ello, las comuniones efectuadas en un año, sería todo aquel infante que cumpliera los siete dentro de sus doce meses, e incluso alguno que los cumpliera al comienzo del siguiente año. Como fue mi caso que la hice con seis, siendo el mil novecientos cincuenta y uno, en su mes de mayo, faltando unos meses para los siete.
Cuando D. José, el cura, nos explicó eso, nuestras manos y dedos se pusieron a contar, todos queríamos hacerla… ¡ya! Se despidió de la maestra cuando había terminado con nosotros, dándose la vuelta y con su mano derecha levantada nos echó la bendición, acto seguido nos dijo adiós y, con un estruendo y a coro nos despedimos, algún niño se levantó rápido de su silla y fue a besar su mano.
Entonces había esa costumbre, el saludo a un sacerdote consistía en darle la mano, como a otra cualquier persona, pero a continuación y sin soltarla, se hacía una inclinación y se besaba el dorso de ésta; símbolo y gesto de respeto y consideración, como sacerdote que se dedica con su designación específica a realizar actos de culto, siendo intermediario entre una comunidad religiosa y la Divinidad. Dicho acto era muy arraigado y muy normal en la sociedad de antaño. A partir de la celebración del Concilio Ecuménico, Vaticano II, fue terminando con dicha costumbre. Llegado el próximo miércoles y una vez acabada la primera catequesis que D. José y Dª María, la maestra, nos impartió, mi madre con otras arriba de las escaleras esperaba, pero ese día fue más madrugadora, había sido llamada para algún asunto tratar con el párroco y la maestra. Yo con mis amigos jugaba dentro de la sala que servía de aula y mi madre con D. José el cura y con Dª María charlaban. De vuelta a casa mi madre, contenta me comentó que ese año ese curso, haría la Primera Comunión, sería un espléndido mayo del año 1951, seis años y tres meses de edad tendría. Le ha dicho Dª Maria a D. José que sabes bien el catecismo y por ello han acordado que hagas tu primera comunión. La verdad, a mi aquello, entonces me decía poco, quedé un poco pensativo porque algo había oído de la Primera Comunión, pero pronto olvidé el asunto y me volví al mundo de fantasía e ilusión de cualquier niño. Ya veía en la calle amigos jugando y deseando ir a tomar la merienda en casa y salir a mis juegos.
Transcurría el otoño. ya el frío se iba intensificando, mis madrugadas e idas al colegio, a la escuela siempre decíamos. Envuelto en mi atada bufanda que mi madre le decía “la chilena” y en verdad era distinta a otras bufandas. Tras haber desayunado mi tazón de leche sopada con verdadero pan horneado en leña, mientras mi padre y hermano, ya desayunados, preparaban en una gran espuerta de pleita, la semilla para la siembra.
Le echaban cobre, previamente aderezado de manera especial, aprendida por consejos y enseñanzas de antepasados, a los granos de trigo que a “manta” o a “voleo” lanzarían a la tierra que, en unos meses, darán exponenciales frutos y recompensará el trabajo de los agricultores. Mientras ellos laboraban y bregaban con los preparativos agrícolas para irse al campo, yo me preparaba para la escuela: Dos caminos distintos, no opuestos y sí fundamentales y necesarios ambos: Cultura y agricultura. Pilares y fuente básica de toda actividad humana y constitutivas de los principios básicos, sociales, económicos y políticos. Muy bien repeinado y perfectamente limpio con mi cartera en la mano, todo contento y alegre, salía hacia la escuela, de la mano de mi madre. Tras haber despedido a mi padre y hermano que terminaban de aparejar los mulos para salir a sembrar aquel trigo preparado y sulfatado que, envasado con especial cuidado, en un costal blanco, que para ello tenían.
-. La grandeza del comienzo de una vida.
-. La importancia de la preparación para vivirla.
-. La participación satisfecha del esfuerzo aportado
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Autor del libro ‘El amanecer con humo’
Comentarios
4 respuestas a «Gregorio Martín García: «Mis primeros pasos en la vida y mis primeras letras en la escuela»»
muchas gracias Gregorio, por estos interesantes artículos, que nos permiten recordar cómo eran esos años en esa época Gloriosa de España.
Es mi apodo, bueno el de toda la familia. Es el gentilicio del Cortijo de Poloria sito en las cercanias de Iznalloz. Eso de «Poloriato Chico» no se bien quien se lo apropia y quien de esa forma se nomina. A lo peor es una apropiación indebida y con ello se salta las normas del «intellectual property». Pues despues de darles¡ las gracias por lo que dice de «interesantes articulos», y solo por eso y con eso basta, ire a ponerle una denuncia por la apropiación, a ver si sacamos algo que bien vendría en esta epoca de carestias.
Muchas gracias amable lector, seais quién seais vos.
Gregorio una vez más con tú relato haces qué fluyan recuerdos qué por lejanos no dejan de estar en nuestra retina, él primer dia de colegio era necesario llevar nuestra sillita pequeña de anea no recuerdo él color él primer contacto con la maestra hoy para nuestros nietos la seño Doña María Raya mujer corpulenta de cabello pelirrojo y cara con abundantes pecas de dicho color pocos recuerdos mas, aquellas pizarras y pizarrines las tablets de los niños de hoy después reemplazadas por las libretas rayas las enciclopedias Álvarez primer segundo y tercer grado con este último ya estabas preparado para él examen de ingreso y él posterior bachiller no dejas por alto el respeto hacia él sacerdote con su correspondiente reverencia y beso en la mano clara esta tu día a dia con tus padres y hermanos y quehaceres familiares de todo esto solo tengo qué una vez más felicitarte por tu gran labor divulgativa.
Paco, eres un fiel crítico. tengo a bien que la critica tuya para mi es positiva, si no lo fuera, cuidado haría de tener contigo.
Si amigo Paco, ese día se graba en las mentes de niños y jamás se borrará.
Bueno Paco, mil gracias por todo y sigamos así, de salud, de ganas de estar y de pasarlo bien…pues a aprobvechar.
Un saludo.