Ahora que acabo de cumplir un año más —y una década más— me ha parecido oportuno hacer un breve repaso de los grandes acontecimientos históricos que me han tocado vivir.
Empezaré por la muerte de Franco, el 20 de noviembre de 1975, cuando yo tenía trece años. Hace unos meses, en una clase, un alumno me preguntó cómo había llevado ese momento, a lo que yo, con sinceridad, le respondí que con gran alegría, lo que provocó la risa de sus compañeros y de él. Pero enseguida le aclaré —y lo hago también ahora— que no por motivos políticos ni ideológicos de ningún tipo, sino simplemente porque la noticia de su fallecimiento, dada por aquel lloroso presidente que era Arias Navarro, vino acompañada de una semana de luto nacional y, por tanto, del cierre a cal y canto de los colegios. Es decir, mi jolgorio adolescente se debió a las repentinas vacaciones que la muerte de aquel señor nos regalaba.
Los días siguientes transcurrieron entretenidos gracias a la televisión, “de riguroso blanco y negro”, en la que vimos un constante desfile de personas ante el importante féretro. Y desde luego se me quedó grabada la imagen del presidente chileno, que era Pinochet, por su aspecto totalmente imponente. Solo después supe que se trataba de otro sanguinario dictador y que había sido de los pocos en venir a rendir homenaje a su difundo “colega”.
La Transición la viví con más conciencia política, aunque sin participación en la lucha que llevaban a cabo desde la universidad o desde partidos como el PCE los que eran algo mayores que yo. Estudiaba en el instituto, donde algunos profesores nos mostraban en clase su firme compromiso con un cambio de régimen, escuchaba una y otra vez aquellas canciones protesta de la época, propias o importadas como las de Víctor Jara o Nacha Guevara, y también en mi familia se opinaba más abiertamente, siempre a favor del fin de esa dictadura de la que nunca antes se había dicho nada.
El caso es que, cuando llegó el golpe de estado de febrero de 1981, lo que más sentí fue miedo. Ya sí era maduro, a mis diecinueve años, para saber lo que aquello podía traer. Miedo durante toda la tarde y toda la noche de ese lunes 23 en el que el país se paró angustiado. Y oí la radio sin descanso a la espera de alguna buena noticia. Fueron numerosas horas con José María García, el periodista que nos mantuvo pegados a su emisora hasta que, afortunadamente, aquella negra pesadilla acabó a mediodía del martes 24. Unos días después, posiblemente el viernes de esa misma semana, asistí, como muchos, a la gran manifestación que recorrió las calles de Granada con emoción, en inequívoca repulsa del golpismo y a favor de la continuidad de la democracia recién estrenada.
En 1982 voté por primera vez en unas elecciones generales, aquellas que dieron la victoria aplastante al PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra. Las viví con júbilo. Y recuerdo estar todos en mi casa pendientes de los resultados y felices, con algún cubata que otro, hasta bien entrada la noche. Porque ese lejano día los españoles votamos a la izquierda. Incluso actuales dirigentes de la derecha han reconocido que lo hicieron, “que fueron felipistas”, como Alberto Núñez Feijóo. Yo no recuerdo a qué partido voté, porque había entonces bastantes posibilidades, pero sí que aquel cambio político en el país, tan claro y democrático, era de mi satisfacción.
Bien es cierto que a lo largo de esa década empezó a instalarse el desencanto. Quizás lo de la OTAN fue lo peor, pero tampoco la transformación social que deseábamos parecía verse por ningún lado. Únicamente la entrada en la CEE, hoy Unión Europea, nos mantenía a algunos con cierta ilusión. Recuerdo las breves apariciones nocturnas de nuestro ministro de Exteriores, Fernando Morán, con un estilismo inusual —gran bufanda al cuello y cigarrillo en la boca—, informando en el último telediario de las agotadoras reuniones de negociación. Cuando no era Morán el que salía, lo hacía el secretario de estado para las Comunidades Europeas, Manuel Marín, pero entre ambos nos tenían en vilo, porque la entrada en aquel selecto “club”, en muchas ocasiones, parecía a punto de encallar.
A finales de esos años ochenta tuvo lugar otro de los acontecimientos trascendentales de la historia reciente: la caída del Muro de Berlín (foto de portada). Fue el 9 de noviembre de 1989 y ya pudimos verla a color en la televisión. Uno o dos años después —no recuerdo la fecha exacta— hice mi primer viaje a un país excomunista: Checoslovaquia, que aún se mantenía unido. Eran los tiempos del fin de la Guerra Fría y eso suponía un alivio para todos. Pero recuerdo, también, haberme preguntado entonces quién iba a contener a partir de ese momento a los Estados Unidos en sus ansias hegemónicas. Y pasada una década, con los espeluznantes ataques del 11 S, conocimos al nuevo enemigo.
Para España esta otra guerra, la del terrorismo islámico, causó sus más dramáticas consecuencias el 11 de marzo de 2004, cuando se produjeron los atentados de Atocha en los que murieron asesinadas 193 personas. Recuerdo haber dejado a mis hijos en el colegio y dirigirme en coche al instituto. Como siempre, iba escuchando la radio y así me enteré enseguida de lo ocurrido. Desde el primer instante me chocó que ETA actuase de esa manera suicida, pero fue lo dicho por el gobierno de entonces, que era el de José María Aznar. Pocos días después en todas las ciudades hubo manifestaciones masivas de condena. Nosotros asistimos con los niños a la de Motril, que era donde vivíamos. Nunca había visto allí una igual. El dolor se respiraba en las calles, así como la unanimidad contra unos hechos repulsivos.
Unos años más tarde llegó la crisis económica. Seguía a una época de gran crecimiento y bienestar. También de fortísimas subidas del precio de las viviendas, de consumo abundante, de gasto y créditos sin control, de excesos de todo tipo en los bancos. Era el desenfreno: como un globo que no paraba de crecer. Nuestro piso había multiplicado por tres su valor en solo cinco años, según me informó un vecino que vendió el suyo. Y “el globo reventó”, llegando enseguida los desahucios. Sentí vergüenza del país y de ser español. ¿Cómo, después de varias décadas de “Estado social y democrático de Derecho”, de ser europeos y de haber gobernado unos y otros —PP y PSOE—, había ocurrido esa debacle indigna e indignante?
Tardé mucho en recuperar cierta confianza. Y cuando empezaba a ser otra vez más optimista vino una nueva crisis, esta vez política, de manos del independentismo catalán. Fue en los fatídicos meses de septiembre y octubre de 2017. El desafío al Estado fue total. Y durante días me pareció que algo extremadamente grave estaba a punto de ocurrir, que España podía romperse, que su imagen internacional pendía de un hilo,… Nuevamente sentí miedo —como en el 81– y vergüenza, al igual que unos años antes. Desde luego, culpé al nacionalismo, una ideología que no he compartido y que siempre me ha parecido peligrosa, pero también al Gobierno, que era el de Mariano Rajoy, por haber dejado que la situación llegara al punto que llegó.
En este momento, cuando han pasado casi cinco años y hemos vivido una pandemia como jamás habíamos visto me siento, sin embargo, algo más confiado, aunque no como en la etapa de mi juventud. España no se ha roto, la epidemia está haciéndose crónica, la Unión Europea ha respondido mejor que en el pasado, mis hijos trabajan felices y la sociedad española ha demostrado sus fortalezas: la solidaridad, la sanidad, la enseñanza, la familia,… Lo que ignoro es cuánto durará mi actual optimismo.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)