I. El 24 de mayo de 2015 el Papa Francisco hizo pública su Carta Encíclica “Laudato Si. Sobre el cuidado de la casa común” (Ediciones Palabra, Madrid, 2015). Dada su complejidad y profundidad, únicamente vamos a referirnos a unos pocos aspectos de los en ella tratados. La encíclica supuso toda una revisión de la doctrina tradicional de la teología católica sobre las relaciones entre el hombre, el mundo natural y los animales, y una apuesta ilusionante para configurar una “Ecología integral” que, a los aspectos científico, económicos y culturales, “incorpore claramente las dimensiones humanas y sociales”, con el fin de superar la “crisis ecológica” actual y sus secuelas de deterioro ambiental, ético y cultural.
Situación que, además de interpelarnos profundamente, nos demanda y exige un nuevo estilo de vida, todo un cambio de rumbo de la humanidad que permita “el desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y modos de vida” para que, a través de un largo “proceso de regeneración” y mediante una “educación y espiritualidad ecológicas”, propicie una leal y renovada solidaridad intergeneracional e intrageneracional y haga posible la urgente necesidad moral de alcanzar una “alianza entre la humanidad y el ambiente”.
El Papa Francisco eligió ese nombre (“Laudatio Si” o “Alabado seas”) en homenaje a San Francisco de Asís (1182-1226), por considerarlo “el ejemplo por excelencia de la preocupación por los seres vulnerables y de una ecología integral vivida con alegría y autenticidad”. En efecto, San Francisco de Asís es el modelo más famoso de biofilia de todo el santoral cristiano: en sus Florecillas (I fioretti) se dirige a los pájaros, llamándolos hermanos; al igual que al sol como “Hermano Sol”, o a la luna, como Hermana Luna”. Hasta tal punto ama la naturaleza, y sus criaturas, que llegará a ser entronizado por algunos como apóstol del ecologismo avant la lettre. Juan Pablo II así lo consideró, declarándolo amigo de las bestias y “patrón” de los ecologistas, con “todas las honras y privilegios litúrgicos” (29 de noviembre de 1979). Sólo el humilde frailecillo de Asís parecía salvarse de esa indiferencia u hostilidad hacia la vida animal tan característica de la tradición ético-religiosa judeo-cristiana, o de esa visión utilitarista de la relación humana con la naturaleza creada, tan irresponsablemente apropiadora de sus recursos, y tan arrogantemente antropocéntrica por el sometimiento absoluto e incuestionable de las bestias a sus mandatos y dominio.
Pero San Francisco también arrostró una cierta leyenda negra, ya que la denuncia de “impostura” fue frecuentemente utilizada por algunos escépticos en lo que se refiere a su auténtica bondad, apoyándose en anécdotas al parecer poco ejemplarizantes de su biografía, seguramente apócrifas. No obstante, es cierto que su influencia fue escasa o poco relevante, como algunos expertos, como John Passmore, sostienen en lo que se refiere a la posterior conceptualización teológico-escolástica relativa al tratamiento debido a animales y demás seres vivos y en cuanto al deber humano de preservación y protección de los mismos. Los filósofos franciscanos —desde Ockham a Duns Scoto— pronto olvidaron su doctrina proteccionista y amorosa con las criaturas y aceptaron la concepción aristotélica tradicional de las relaciones entre el hombre y su entorno viviente.
Algunos pensadores, místicos y teólogos católicos trataron suavizar o modificar, en sentido ecologista, la posición tradicional de la Iglesia al respecto. Podemos remontarnos a la visión Cristocéntrica del Cosmos de Teilhard de Chardin (al “Punto Omega” o “Cristo Cósmico” de “El porvenir humano” y “El medio divino”), que tuvo sus dificultades con la doctrina ortodoxa por su, según algunos teólogos, posible deriva materialista y panteísta. Tal vez haya sido, posteriormente, Leonardo Boff (Grito de la tierra, grito de los pobres, Trotta, Madrid, 1996), ex franciscano, líder de la teología de la Liberación y después convertido en una especie de profeta de la “Eco-espiritualidad”, quien represente —tras evolucionar y transitar desde una cuasi animista veneración de “Gaia” y de la biosfera hasta una especie de “teosfera” trascendental— uno de los últimos y minoritarios intentos del pensamiento cristiano de reencontrar o recuperar una especie de sacralización de la naturaleza de la mano de la ecología. En la figura veterotestamentaria de Noé (“Noah”), el constructor del Arca, descubrirá asimismo un egregio precursor y activista militante de Greenpeace.
Las dudas acerca de que la alabanza franciscana a Dios por la maravilla y armonía de la Creación y sus criaturas —característica evidente de su “Cántico al Sol”—, pudiera entenderse como próxima a un cierto “culto panteístico a la Naturaleza”, carecen de todo fundamento. Esas mismas alabanzas fueron también expresadas en un lenguaje poético por los más grandes pensadores y poetas cristianos desde san Juan de la Cruz hasta Santo Tomás de Aquino. La belleza y armonía del Universo siempre han servido para el gozo y la alabanza de la Creación por parte de los creyentes, con lo cual esas dudas quedan totalmente disipadas.
Las declaraciones y denuncias de los últimos Pontífices al respecto ponen de manifiesto —mas allá de cuestiones estéticas— su sincera preocupación por arbitrar las medidas necesarias para asegurar la “sostenibilidad medioambiental”, en expresión de Benedicto XVI, y por alertarnos de los peligros que nos acechan en relación con el deterioro de la calidad de la vida, la pérdida de la biodiversidad, el “calentamiento planetario” o el amenazante “cambio climático” derivado de la emisión de gases provocadores del efecto invernadero, en el caso del Papa Francisco.
II. Otro aspecto destacable de la Encíclica es la posición inequívoca de la Carta del Papa contra todo tipo de crueldad infligida a los animales. Nadie duda de que la posición nuclear del pensamiento cristiano sobre los animales, encuentre su fuente y justificación doctrinal en el libro del Génesis, en donde se dice que Dios ha concedido al hombre el dominio sobre todos los animales. En La responsabilidad del hombre frente a la naturaleza (Alianza, Madrid, 1978), su autor, John Passmore, pasa por alto cualquier referencia al primer libro de la Biblia sobre esa cuestión. Sí alude al Levítico y a Números, libros tercero y cuarto del Pentateuco, en los que las leyes referentes al tratamiento y al sacrificio de los animales no hacían más que sancionar la injusticia y la crueldad de los hombres contra ellos. En lo que se refiere al Nuevo Testamento se centra solamente en los textos más hostiles a los animales, aquellos por los cuales la tradición judeocristiana podría ser calificada de “biófoba” o anti-ecológica. En su opinión la expresión paulina en la que se pregunta ¿Es que dios se ocupa de los bueyes?, tan despreciativa y displicente acerca de los animales, dominó durante muchos siglos el pensamiento cristiano.
Para J. Passmore, la noción estoica de San Pablo —un mundo enderezado al servicio del hombre— excluye el que las criaturas irracionales mantengan vínculos éticos con la Causa primera de la Creación. Igualmente señala que San Agustín contribuyó a esa misma idea con su inmensa autoridad. Para el filósofo cristiano norteafricano (Tagaste) y Padre de la Iglesia, el disfrute de lo “natural”, o “creado”, era considerado como “abominable” y pasear por un jardín con delectación algo “pecaminoso”. Incluso cita, al efecto, un texto del obispo de Hipona en el que nos presenta a Cristo denunciando “el respeto supersticioso a la vida del animal y de la planta cuando no percibiendo derechos comunes al hombre, la bestia o el árbol arroja a los demonios sobre la piara y marchita con una maldición el frutal que no da fruto” (op. cit. p. 130). Durante siglos el cristianismo autorizó una absoluta libertad en la transacción entre el hombre y los otros seres vivos. Santo Tomás de Aquino interpretó el versículo, antes citado del primer relato de la creación (Gén. 1, 26) en el sentido de que simplemente no importa cómo trate el hombre a los animales La única razón por la que no debemos infligir a los animales daños, sufrimientos o tratos crueles es la de que pueda representar una incitación a la crueldad para los seres humanos o inducirlos a insensibilidad frente al sufrimiento humano.
La actitud del Papa Francisco en su encíclica es diametralmente opuesta a la sostenida secularmente, sobre esta cuestión, por la teología hegemónica en la Iglesia desde sus orígenes hasta bien entrado el siglo XX: Francisco proclama “el gozo del Evangelio” ante las criaturas y la creación y denuncia —con total empatía por los animales— la situación de esos “seres débiles e indefensos que con frecuencia están a merced de intereses económicos o de una explotación indiscriminada”, para luego evocar, entre otros, el pasaje del evangelista Lucas en el que Jesús dice de las aves del cielo que “dios no olvida a ninguna de ellas”. Y preguntarse a continuación: “Entonces, ¿Cómo podemos maltratarlas o hacerles daño?”. Recuerda además —párrafo nº96. VII— “la mirada de Jesús” hacia mundo natural, el mundo de las criaturas, evocando diversos textos evangélicos: “Jesús asume la fe bíblica en el Dios creador y destaca un dato fundamental: Dios es Padre (Mt 11, 25). En los diálogos con sus discípulos, Jesús los invitaba a reconocer la relación paterna que Dios tiene con las criaturas, y les recordaba con una conmovedora ternura cómo cada una de ellas es importante a sus ojos: “¿No se venden cinco pajarillos por dos monedas? Pues bien, ninguno de ellos está olvidado ante Dios” (Lc 12, 6). “Mirad las aves del cielo, que no siembran ni cosechan, y no tienen graneros. Pero el Padre celestial las alimenta” (Mt 6, 26).
III. Si leemos con atención los dos relatos de la creación del Génesis, seguramente nos percataremos de la auténtica significación del mandato de Yahvéh Dios al hombre, o a la humanidad, en relación con la “dominación” sobre los animales y con la petición de “poner nombre” a los mismos. En el primer relato de la creación el texto clave es el siguiente: “Dijo Dios: Hagamos el hombre [‘âdam, nombre colectivo: humanidad] a imagen nuestra según nuestra semejanza, y dominen en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra” (Gn,1, 26). En el segundo relato, una vez Yahvéh Dios “formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo” y los llevara ante el hombre “para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera”, se concluye: “El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo […]” (Gn, 2, 19-20, cit. por “Biblia de Jerusalén”, Desclée de Brouwer, Bilbao 1967)
Generaciones de investigadores bíblicos, influenciados por la mediación filosófica greco-helenística, han pasado por alto o minimizado el hecho asombroso de que la creación no está “completada por Dios en la Biblia” hasta que el hombre es formado y comienza a trabajar como socio de Dios en la ordenación del caos (Gn 1, 3). Esto significa, en efecto, que la creación no está nunca realmente “completa”. Los relatos del Génesis describen algo (la “creación” misma) que el hombre y Dios están siempre realizando. El mundo es en sí mismo una apuesta o tarea de creación procesual que el hombre asume como socio, colaborador o co-creador con Dios. “La creación toda gime y sufre de parto hasta ahora”, según el apóstol de los gentiles (Rm 8, 19-39).
En efecto, San Pablo ya nos había hablado de que la voluntad del Padre, del Dios creador, era la de “recapitular (“anakephalaiosis”) a toda la creación, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra bajo una sola cabeza, Cristo” (Ef 1, 9-10). San Pablo emplea así la palabra griega citada con el sentido de “encabezamiento” o “recapitulación”, para indicarnos que cuando llegue la plenitud de los tiempos (“Pleroma”) Dios reunirá toda la creación en Cristo como cabeza de la misma (George A. Maloney, El Cristo Cósmico. De San Pablo a Teilhard, Sal Terrae, Santander, 1969). Un Padre de la Iglesia, San Ireneo, un científico paleontólogo y místico francés, Teilhard de Chardin, y un filósofo español, Miguel de Unamuno, no estarían muy alejados de esa originaria esperanza salvífica y escatológica paulina. Por obra de la Encarnación, no solo el hombre sino todas las criaturas, “incluidos los animales”, han ganado la suerte de esa acabada ordenación ontológica encabezada y recogida en la persona de Cristo, “en” y “por” la que serán salvados.
Para algunos teólogos, una parte del error de la filosofía cristiana a la hora de su lectura y hermenéutica de los textos del Génesis, tal vez haya surgido de una insistencia un tanto mecánica en la noción de creatio ex nihilo. Sin negar que Dios haya producido el mundo de la nada, algunos teólogos prestigiosos como Gerhard Von Rad (1901-1971), teólogo luterano alemán de Heidelberg, especialista en la teología del Antiguo Testamento, (El Libro del Génesis, Sígueme, Salamanca, 1977), han llegado a sostener que la preocupación esencial del relato bíblico de los orígenes no se mueve tanto entre los polos de la nada y la creación como entre los polos del caos y el cosmos. Ello nos reafirma en la idea de que la descripción que el Génesis hace de la creación no se ocupa tanto de los orígenes del universo creado, sino que se refiere a la creación de un “mundo”, un “cosmos de significado”, que “es arrancado de un caos de desorden”. Dios ordena el caos poniéndole nombres (“Dios llamó a la luz día, y a las tinieblas llamó noche”, Gn 1, 3); el hombre participa junto con Dios nombrando a las criaturas vivas (Gn 2,20).
La propuesta de una nueva lectura o re-conceptualización no antropocéntrica sino ecológica del texto del Génesis, en la que el hombre, Adán, no sea o se presente como dueño, señor y dominador absoluto de la naturaleza y de los animales —a los que dio nombre—, sino como administrador y cuidador de todos ellos. Dios encomendó a la humanidad el “cuidado” de su creación: “A veces”, señala Francisco en su encíclica, “se han interpretado incorrectamente las Escrituras”, e insiste en que “debemos rechazar enérgicamente la idea de que nuestra creación a imagen y semejanza de Dios y la concesión al hombre del dominio sobre la Tierra, justifique una dominación absoluta de otras criaturas”, sino una “administración responsable”. Esta reinterpretación, superadora de la hegemónica y prevaleciente hasta casi finales del siglo XX, supondrá una verdadera revolución en la relación del hombre con su medio natural, además de la única posibilidad de salvación de ambos. Algo así parece desprenderse de la posición asumida por el Papa Francisco en esta su segunda “Carta Encíclica”. Sería muy conveniente escuchar con atención lo escrito por el Papa en la misma:
“La falta de preocupación por medir el daño a la naturaleza y el impacto ambiental de las decisiones es solo el reflejo muy visible de un desinterés por reconocer el mensaje que la naturaleza lleva inscrito en sus mismas estructuras. Cuando no se reconoce en la realidad misma el valor de un pobre, de un embrión humano, de una persona con discapacidad —por poner sólo algunos ejemplos—, difícilmente escucharán los gritos de la misma naturaleza. Todo está conectado. Si el ser humano se declara autónomo de la realidad y se constituye en dominador absoluto, la misma base de su existencia se desmorona, porque, en vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza” (Capítulo Cuarto, “Ecología de la vida cotidiana”, 117, p. 94)
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Catedrático de Filosofía