Reconozco que me gustan las iglesias. No por motivos religiosos, sino artísticos. De hecho, en estas páginas de Ideal en Clase ya les he hablado de algunas. Las hay que son especiales por su moderna arquitectura, como la de Canales; otras por su ornamentación, sirviendo en este caso el ejemplo del retablo de San Justo y Pastor, que les expliqué por Semana Santa. De la albaicinera iglesia de San Luis me intrigaba su destrucción. Y de muchas me han llamado la atención sus campanarios.
Soy menos admirador de las catedrales, aunque la de Granada me parece una joya renacentista poco valorada. Pero son numerosas las que han sido tan llenadas de coros, capillas, órganos, imágenes,… que han perdido plenamente su estilo original, ya no reconocible entre tanto postizo añadido a lo largo de los siglos. En gran medida han dejado de ser auténticas.
Es lo que ocurre en una de nuestras catedrales de mayor abolengo: la de Santiago de Compostela, dedicada a la veneración a este apóstol —llamado también Jacobo— de quien se dice ¡nada más y nada menos! que evangelizó España. Pues bien: su románica y austera catedral, de las mejores del occidente medieval, fue “enriquecida”, allá por los abigarrados momentos del Barroco, con la fachada del Obradoiro, que oculta el espléndido Pórtico de la Gloria, y con un brillante retablo cargado de doradas figuras esculpidas que casi obliga, a todo aquel que quiera apreciar la fábrica original románica, a no mirar hacia él, sino a cualquier otro lugar del templo, para evitar una profunda turbación.
Por eso no voy a hablarles de esta catedral, tan conocida, además. Sino que voy a hacerlo de otra iglesia compostelana que, siendo de la misma época y estilo, no ha corrido la misma suerte. Me refiero a la de Santa María del Sar, no muy lejos de la catedral jacobea.
Santa María es una construcción mucho más pequeña que formaba parte de un activo priorato. Actualmente se conservan la iglesia y uno de los laterales del claustro, el que discurre pegado al templo. En la iglesia todo fue hecho de piedra —como era objetivo de los mejores arquitectos románicos—, evitando esos techos de madera que con tanta frecuencia ardían en los incendios. Pero el uso de la piedra para las cubiertas obligaba a que fueran también abovedadas, dado que ningún bloque de cantería habría alcanzado la longitud necesaria para llegar de soporte a soporte —muros y pilares— y salvar, así, el enorme “engorro de la gravedad”.
El caso es que las bóvedas, que en este templo son de medio cañón sobre arcos fajones, tienen todas el problema, no solo que tienden a caer verticalmente —como cualquier cosa—, sino que para ello empujan hacia afuera —o, lo que es lo mismo, hacia los lados— a sus soportes; de ahí que habitualmente los muros, en el sistema de construcción románico, fueran muy gruesos, con pocas y pequeñas ventanas y, encima, estuvieran reforzados por el exterior con equidistantes contrafuertes que multiplicaban el grosor para resistir el envite de esas pesadas cubiertas. El efecto es como el de un folio con el que intentamos hacer un túnel sobre una mesa. Para sostenerlo no nos bastará la mesa, sino que necesitaremos unas sujeciones a ambos lados o el folio se abrirá para caer. Así he explicado este asunto a mis alumnos multitud de veces.
En Santa María del Sar todo fue bien desde el inicio de su construcción, allá por el siglo XII, hasta fines del XVII y, sobre todo, comienzos del XVIII. Pero en estos momentos empezaron a detectarse las deformaciones: las bóvedas estaban empujando a muros y pilares inclinándolos peligrosamente, unos hacia la derecha —los de esta nave lateral— y otros hacia la izquierda —los de la nave lateral contraria—. Posiblemente, el terreno poco adecuado tuviera también su parte de culpa, pero el caso es que, de seguir, las cubiertas, antes o después, caerían.
La iglesia resultaba ya un poco desequilibrada e incluso mareante, con sus elementos verticales cada vez más alejados de la verticalidad. Por eso, durante el siglo XVIII, se llevó a cabo una contundente intervención que la salvó: a ambos lados, en el exterior, se levantaron unos macizos contrafuertes y arbotantes de piedra que frenaron el avance “inclinatorio” provocado por las despóticas bóvedas.
Hoy así es como la vemos: las bóvedas están visiblemente deformadas. Y los muros y pilares no están derechos, sino torcidos. Pero están contenidos. La sensación al entrar es sorprendente, aunque la cámara del móvil, mucho más torpe que el ojo humano, no haya sido capaz de captarla. No hace falta ir a Pisa para conocer la inclinación: en Compostela, una vieja iglesia, también nos la enseña.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)