El pasado miércoles, que era el Día de la Fiesta Nacional, no se nos ocurrió nada mejor para conmemorar la efeméride del “Descubrimiento” que irnos a visitar uno de los espacios de nuestras tierras que mejor nos remonta a aquella lejana época: el imponente castillo de La Calahorra, terminado de construir solo unos veinte años después de la gesta colombina.
Corrían los tiempos en los que Castilla, después de la conquista del Reino de Granada, trataba de “castellanizar” y cristianizar todos estos lugares de dilatada tradición islámica. Nada más finalizada, los Reyes Católicos crean aquí la Audiencia (o Chancillería), siguiendo el modelo de la ya existente en Valladolid. Y el siglo XVI fue en el que más iglesias se levantaron en las numerosas poblaciones que aún conforman nuestra provincia. Una de ellas es la Capilla Real, mandada construir expresamente por la reina Isabel, poco antes de su fallecimiento en 1504, para que sirviera de devoto lugar de enterramiento para ella y su esposo. Al fin y al cabo, habían logrado la gran hazaña de conquistar Granada al Islam, así como iniciar enseguida una evangelización que terminó siendo forzosa cuando se vio que pocos musulmanes estaban dispuestos a convertirse voluntariamente a la fe de los conquistadores.
En ese marco histórico, la citada capilla, que empieza a levantarse al poco de disponerlo Isabel, se atendrá arquitectónicamente al estilo habitual de aquellos momentos, el gótico, al que los monarcas se sienten apegados. Por eso vemos en ella arcos ojivales, bóvedas de crucería, pináculos y otros elementos característicos del que ya era un arte centenario.
Sin embargo, no había finalizado en Granada la construcción de esa obra regia de fábrica gótica cuando un noble de la poderosa familia Mendoza, don Rodrigo Díaz de Vivar, decide erigir, en las tierras de su marquesado del Zenete, una impresionante fortaleza, que es la que hoy conocemos como castillo de La Calahorra. Fue, exactamente, en 1509 y, casi como una prueba de la fuerza del marqués, todo estaba terminado en solo tres años.
Este castillo es hoy día, mejor que cualquier otra obra, el símbolo de unos tiempos de transición, como fueron los del reinado de los Reyes Católicos: de transición de la Edad Media a la Edad Moderna. Porque si Isabel y Fernando habían acabado la “Reconquista”, a la vez que iniciaban el “Nuevo Mundo”, el marqués del Zenete construyó el último castillo de los reinos peninsulares; y lo hizo introduciendo en él un estilo nuevo, el Renacimiento, traído de Italia y que será el más emblemático de la Era Moderna. En otras palabras: en La Calahorra se funden lo medieval y lo renacentista en un mismo espacio, el del castillo de don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, señor del Zenete.
Por eso asombra tristemente comprobar su situación actual. En el exterior, en sus muros y torres de piedra, nada demasiado evidente nos indica cómo vamos a encontrarlo por dentro. Aunque sí es cierto que sorprende el estado, casi de otra época, del camino de acceso al recinto. Pero lo peor está en su interior. Lo primero que te dicen, nada más empezar la visita “guiada” —por llamarla de alguna manera—, es que está prohibido hacer fotos, por lo que no tengo pruebas de lo que voy a describirles, excepto las que pude realizar antes de ser informado de este veto.
Ya en el soberbio patio renacentista, de columnas corintias, arcos de medio punto, bóvedas de arista, relieves de motivos clásicos y mármoles de Carrara se empiezan a apreciar los signos del desgaste. Pero es, sin duda, en las estancias cubiertas y en el piso superior donde la ruina se nos muestra desde los suelos hasta los artesonados, de modo que no pude evitar sentir una sensación de enfado y desolación. Hacía tiempo que no contemplaba en nuestro país un monumento en situación de tanto abandono. En muchas salas el pavimento ha desaparecido, quedando solo un suelo de tierra. Y en otras —o en las mismas— el artesonado está tan deshecho que es posible contemplar a través de sus grandes huecos lo que hay sobre él. En algún momento, incluso, pensé si estaríamos o no seguros en aquellas habitaciones, dados los alarmantes indicios de su pésimo mantenimiento.
El castillo, a día de hoy, sigue siendo propiedad privada, pero está “protegido oficialmente” como Bien de Interés Cultural. Por ello, desde el punto de vista legal, ignoro a quién corresponde su restauración, si al propietario o al Estado. Pero lo que sí tengo claro es que dicha restauración es de máxima urgencia, por lo que, formando parte del patrimonio histórico-artístico del conjunto de los españoles, el Estado, a través del ministerio oportuno o de la consejería de la Junta de Andalucía que proceda, debería intervenir sin demora para llevar a cabo su obligada conservación, sea él directamente o bien forzando al propietario a ello.
Nos avergüenza a todos, sin excepción, su deplorable estado. Y, más aún, que ni Gobierno ni Junta emprendan acciones inminentes —las que sean necesarias— para su apremiante rehabilitación y su protección real.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)