Gregorio Martín García: «Cuando yo vi el mar, 1/2»

La campana resonaba en la oscuridad de la noche cerrada, con un sonido de toques alegres mas parecido a un repique que, a una andanada de golpes dados, cadentes y pausados, como los demás días de trabajo, en aquel internado.

Cinco y media en punto eran, … ¡pero si no había llegado aún ni el alba!, aún faltaba para ella, cuando aquel sonido de campana puso en pie a casi trescientos que en brazos de Morfeo nos hallábamos. La prisa se impuso y aunque allí no se podía correr por imperativo de norma, pronto hicimos un grupo junto a los baños, todos ligeros y prestos, pero en silencio, por otra norma de la lista de ellas que allí nos regían y gobernaban. Junto a los baños, pertrechados de jabón, champú y toalla.

Hicimos camas, vestimos ropas adecuadas a la actividad del día y enseguida en la fila en la puerta del dormitorio, para bajar a desayunar. Tras comidos y alimentados, todos con sus macutos, bolsas o cualquier otra cosa donde cupiera el poco equipaje que nos acompaña.

¡¡Anda ya!! se me olvido el bañador… ¿Qué hago ahora? si saliendo estaba ya la larga fila de jóvenes hacia la puerta de aquel noble edificio… ¡seguía el silencio…! acostumbrados a él estábamos y se soportaba bien… Me dirigí al superior, así llamábamos a los encargados y responsables de aquel gran grupo de adolescentes internos, y casi con un ruego le pedí que me dejara salir de la fila para recoger lo que se me había olvidado. También el superior estaba contento esa mañana, o al menos lo aparentaba y era distinto a aquellas otras mañanas en que tarea larga de estudio y clases nos esperaban. Dándome un pequeño toque en mi cabeza con un libro que tenía en su mano, me dio ánimos y dijo: “Venga “Benalúa” sube rápido y vuelve a la fila que te dejamos aquí… Como cohete subí agarrándome a la ornamental baranda de aquella gran escalera que al dormitorio de San Luis llevaba.

Varios autobuses de los de aquellos tiempos pasados, aparcados en la plaza con sus puertas abiertas, esperaban. En perfecto orden subiendo y ocupando asientos los jóvenes con moderado silencio respetando a los vecinos que aún dormían.

Autocar de la época

Me tocó un buen asiento, a través del cristal vi en el firmamento un cielo estrellado con la luna que ya se iba de aquel embovedado, que ya azulado claro esperaba al rey estelar a poco, asomar por las cercanías serranas del Mulhacén y el Veleta.

Puestos en marcha los autobuses y todo sin novedad, se dio la orden de partida al mismo tiempo que el superior de grupo dijo: “Benedicamus domino” (Bendigamos al Señor), se abría la veda del silencio, el autobús en el que yo iba, supongo que los demás también, se llenó de alboroto, risas, bromas y juegos. Se “mascaba” la alegría, aquel día nos deparaba diversión, juego y baño. Sí, sí ¡baño! en el mar. Íbamos a La Herradura, en un mes radiante de mayo con día espectacular, yo con más de diez años, ¡vería por primera vez el mar!, aquello me tenía absorto, intentaba imaginar como el mar sería y por muy grande que en mi mente lo veía, éste tenía dos orillas como el río de mi pueblo que era lo que bien yo conocía, para mí era inimaginable pensar en un río que, aunque muy inmenso y grande no tuviera en frente otra orilla. Otra en el otro lado y ambas con sus juncos, sus mimbres, sauces y pájaros. Y en sus menos profundas aguas aquellos verdes berros que se balanceaban junto a las camas de rana con las piedras enredadas. ¿Tendría corriente el agua del mar como la del río? ¿Qué fresca, cristalina y ligera caminaba lamiendo las arenas y limpiando su cauce? ¿tendría chilancas donde bañarse?

A la par que cantaba en unión de los demás, al igual que jugaba y bromeaba con mi compañero de asiento, al mismo tiempo lleno de intriga esperanzada pensaba en aquel gran charco de agua que por no haberle, aun visto, no me lo imaginaba.

Resaca

Tragaba carretera aquel vehículo que nos transportaba, avanzaba a través de campos que por accidentados y agrestes obligaban a que la vía fuera de sinuoso trazado. Era este el motivo por lo que su velocidad era moderada, además de no haber prisa, lo que se prestaba al disfrute del panorama.

Montones de melones y sandías con alguna otra hortaliza se exponen en la plaza y calle de un pueblo, Dúrcal decían que se llamaba y que era atravesado por la carretera Nacional, aprovechado por sus gentes para poner en sus puertas aquellas pilas de melones que mi curiosidad despertó. A pesar de la hora temprana aquel lugar, como siempre, se encontraba muy animado.

Un punto famoso eran los Caracolillos de Vélez a los que nos acercábamos. En verdad que eran acaracolados, el autobús hubo de aminorar con mucho su marcha, para poder tomar bien las curvas de aquel retorcido camino que siempre comentado era por todo caminante que lo pasaba porque además de sus formas y por ellas, era culpable de muchos mareos que sufrían algunos viajeros.

Nosotros, todos jóvenes, con fuerza y alegría, pasamos aquel punto y… Como si nada. Todos sin novedad… ya alguno había vomitado, pero ya lo había hecho antes de aquel punto haber pasado. Qué coronado a paso lento nos acercábamos a la Gorgoracha y a su famoso túnel desde el que, me habían comentado compañeros que, ya se vería el mar. Yo temía, no sé por qué, o ¿quizá era nervioso lo que me notaba? Si verdad era lo que me habían dicho, llegaba el momento que por primera vez yo vería el mar.

Un viejo túnel de unos cuarenta metros de largo, horadado en pura roca sería el que a su salida me lo mostrará.

El Encargado de grupo se levantó de su asiento y al terminar la penumbra de aquel agujero, dirigiéndose a todos, en voz alta dijo: A ver, ¡atención!, para los que no habéis visto aún el mar.…mirad ¡allí enfrente está.
1ª vista al mar desde zona de Gorgoracha

En aquel momento sentí una agradable sensación… ¡no era yo solo el que por primera vez vería el mar!, Había otros, me consoló… pero además sufrí de decepción… ¡yo no veía el mar…! que al parecer todos veían, yo solo observaba cielo frente a mí, que, si bien estaba muy bajo, para mi cielo era, aunque todos dijeran que aquello era el mar.

Cambió el ambiente, éste se animó, yo algo ensimismado solo miraba a aquel pedazo de cielo que me habían indicado, y en verdad que aquello, y según avanzamos, se iba transformando y vi que no, que aquello no era cielo, aquello era otra cosa que muy azul y enorme se alejaba hasta el final de lo que se veía y mucho más allá. Se intuía.

Túnel de la Gorgoracha

¡Todo me quedó aclarado!, y fue en el mismo instante en que en la línea aquella lejana, vi por primera vez un barco. Me atrajo que estuviera parado. Cuando volví otra vez al barco comprobé que se desplazaba, ¿Era tan lento un barco?, me pregunté.

Me parecía que el día era más claro, que el sol más que siempre lucía y noté muy reconfortado como las hierbas, plantas y árboles que junto a la cuneta crecían y los más lejanos, ya florecían. De hecho, los arcenes de la vía mostraban y lucían infinidad de florecillas, que meciéndose al viento parecían, saludar nuestra llegada.

Vista de la Vega de Salobreña, desde el Castillo: JAVIER MARTIN

Una visión espléndida del mar Mediterráneo, desde Salobreña a la Herradura nos regaló el postrer trayecto que yo hice emocionado de ver ante mi tal inmensidad de maravillosa estampa que iba reforzando mis conocimientos y anhelante de vivir aquel momento con que tanto había soñado.

Dos o tres chimeneas humeantes, de muy alta estructura, llamaron mi atención, quedando satisfecho cuando alguien comentó que fábricas de cañas de azúcar eran y comprendí de inmediato a que se debía aquel dulce y meloso olor que por momentos llenó el habitáculo de bus.

Llegando a destino estábamos y junto a la arena aparcaron los autobuses que sin novedad a la mar llegaron. Salieron a recibirnos un numeroso grupo de compañeros que hacía unas horas habían llegado y hecho andando el camino, desde Granada. Valientes ellos y el profesor del colegio que en todas y cada una de las excursiones lo mismo hacía, que, tras pedir voluntarios, unas horas antes salían para llegar andando a donde se dirigía.

Posteriormente acompañé a aquel grupo de valientes que a pie hacían las excursiones programadas, en varias ocasiones. La primera fue, toda una noche andando, hasta el pico del Veleta, cansado, muy cansado se llegaba, pero se disfrutaba de nuevas experiencias y de vivencias inesperadas vividas, que no se olvidan. Fui también caminante al Trevenque, pico de nuestra Sierra Nevada de difícil ascenso. Pisé carretera hasta Motril, Al Peñón de la Mata, al Cubillas y alguna más que no recuerdo amén de dos que hice al hotel del Duque a comer castañas que asábamos en grandes latas que escondidas quedaban entre la maleza a la próxima vez que allí fuéramos.

/Continuará…/

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Gregorio Martín  García

Inspector jubilado de la Policía Local de Granada y

Autor del libro ‘El amanecer con humo’

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