Gregorio Martín García: «Las tres chaparras de Los Salobres, (1/3)»

Eran tres, fornidas y fuertes chaparras que allí quedaron cuando desmontaron y rompieron aquel manchón, aquel terreno, para ponerlo en labor. Tres vigías parecían, tres espías ellas eran, todo lo que acontece lo guardaban bajo sus cortezas y las fibras de su madera, en anillos anuales y en círculos concéntricos.

Triángulo entre ellas formaban. Triangulo rectángulo, con sus catetos e hipotenusa y, muy frondosas ramas, de verde oscuro, de color cuasi negro.

Dentro de su figurado triángulo con cateto base de unos 150 metros lineales y hasta la encina situada en el ángulo superior unos 250 metros iguales a aquellos, (250×150:2=18.750 m2= a 1’875 hectáreas) era su área aproximada.

Ubicadas en el lado del cortijo, con lindero bajo las tierras de Severiano Castro, al sur con Valentín Raya y al Noroeste del barranco que las separa de la Cañada del Alamillo.

Chaparra en un campo de amapolas

La distancia entre ellas pareciera calculada. El conjunto que formaban facilitaba su observación e irradiaban con su visión, parecer cuadro pintado, expuesto en aquel agreste campo en el que se recreaban. Tierra en calma era aquella que les rodeaba y sobre la que se ubicaban, por ello resaltan en medio del “lienzo” donde parecían pintadas.

Las tres encinas descritas de gran porte y arbóreas ramas sobre la tierra del salobral su gran sombra proyectaban. Era muy tupida ésta, razón por lo que estaba su ruedo fresco y ello se prestaba a hacer acampadas, siestas, descansos o, así como en las paradas del trabajo a fumarse un cigarro.

Chaparras y puesta de sol

Rebasado que, lo fuera, el puerto de la Cará, el que forma en su cima con los Salobres. Siempre que yo por allí estaba o de paso lo cruzaba; mis ojos con mi vista arrastraban a mi mirada y me paraba a contemplar el trío de las chaparras.

Aquellos tres gruesos árboles que me acompañaban en mi vida y a los que yo siempre vi como referencia inequívoca.

Cuantas veces me cobijaron, cuantas con su sombra me refrescaron y también si llovía era refugio perfecto hasta que ésta escampaba. Si lluvia de temporal era, no tormenta fuerte ni pasajera.

Los árboles atraen los rayos por eso son un mal refugio para los días de tormenta 

Acababa de remontar la última loma de la Cará. cargado y ocupadas mis manos con distintos utensilios que mi padre y hermano llevaban, tras salir de la escuela y, que me habían encargado, antes de partir ellos a las faenas del campo.

Ahora, mi caminar era más fácil, era hacia abajo, por medio de un haza sembrado de buena berza, crucé haciendo atajo, alargando mis pasos hacia la encina de Enmedio, la que forma el ángulo recto del triángulo imaginado. A unos cuatrocientos metros estaba cuando en dicho árbol vi comiendo el pienso, a los mulos, el “Guerrero” y el Voluntario, buenos animales eran, en casa estuvieron muchos años.

Según me aproximaba, mi hermano me captó enseguida y, viendo que me acercaba, a modo de saludo y de alegría, no sé si por ver a su hermano u oler lo que de sus manos pendía. Moviendo sus brazos, me animaba a aligerar. Tenía hambre, toda la mañana estuvo trabajando con la yunta rastreando un joven y buen criado trigo que allí había sembrado.

Dos mulos en un prado de hierba

Además de aligerar mi camino, me distraje mirando todo el paisaje que enfrente tenía. Las sierras de Colomera, que a modo de muralla cortaban la visión más allá de su horizonte. Las Cabañuelas se mostraban con sus arboledas de encinas quejigos y sembrados de trigos y cebadas en los claros de sus numerosos majanos. Presentaban una estampa de mil colores pintada con verdes de varios tonos. Los grupos de matas achaparradas, culminando los majanos y dejando callejones de tierra buena y fresca y de cereales sembrados.

A la izquierda se observaba, la Sierra del Pueblo con sus colores ocres de las grandes rocas y piedras, entre éstas los rodales de alhucema, romeros y tomillos, tachonados de aulagas y de pasto verde tupido su suelo. Toda ella, nuestra sierra, presidida por el Morrón punto más elevado y su conocida cueva de Los Murciélagos, visitada a menudo como punto de referencia de caminatas y excursiones, ya que la misma no era más que un ahuecado espacio bajo unas grandes rocas.

La inmensa encina de Marchales

La Cañada del Alamillo, extensa ella y fértil, la tenía en mí mismo frente, lunares parecían sus numerosas y frondosas encinas que salpicaba sus fértiles tierras junto con algún quejigo, también los espinos majoletos ayudaban a tanta hermosura cuando florecen con múltiples florecillas blancas que se visten de fuerte rojo cuando estas fecundan e inundan con su resaltado color junto a los grandes majanos de piedras formados para facilitar la labor. Su trigo allí sembrado brillaba enormemente, por su rocío en él dejado durante la noche y la incisión de los rayos solares que rebotaban en sus húmedas hojas destellando a todos lados…¡¡zzzaaas!! humm… ¡¡Eee!! del trigo verde saltó e hizo que mi corazón latiera…ahii vaa…ahí va la libre, salir a su encuentro, a vosotros va

Liebre en plena carrera

por derecho la liebre…la liebre. ¡jo! que susto, mientras ella ya saltaba el barranco y hacia la cañada de enfrente y dirección a su manchón puso su ruta. Todo un espectáculo ver a aquel animal como saltaba y corría para salvar su vida con espectacular carrera. Mirándole estuve hasta que se diseminó en mis retinas aquella liebre que me aceleró el corazón.

[Continuará. /…]

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Gregorio Martín  García

Inspector jubilado de la Policía Local de Granada y

Autor del libro ‘El amanecer con humo’

Gregorio Martín García

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