Ya los niños y las niñas
no juegan en las placetas.
Naranjos y limoneros
recelan de las choperas.
Las palomas, aturdidas,
tiritan por las veletas.
Los cipreses, abatidos,
pasan las noches en vela
vigilando la ciudad
o rondando por la vega.
Ya no huele el azahar
ni huele la hierbabuena
ni sonríen los jazmines
ni sonríe la madreselva.
Ni cantan los ruiseñores
ni sombrean las higueras
ni las hojas de las parras
brillan con la luna llena.
Y los arroyos cercanos
callan como si temieran
que una lechuza gigante
le succionara las venas.
Fantasmas, sólo fantasmas
envueltos en capas negras
saltando por los tejados
como las almas en pena.
Fantasmas, sólo fantasmas
saliendo de las albercas,
aullando por los maizales
y guareciéndose en cuevas.
La muerte, desmelenada,
se echó el fusil sobre el hombro
y en el desvarío más turbio,
sombras con alma de plomo
abatían a otras sombras
en bacanales de odio.
Por las callejas dormidas
bramaban miles de toros.
El agua de las acequias
retrocedía hasta los pozos.
Los gritos relampagueaban
por las ramas de los chopos.
Los olivos se embozaban
en las capas de sus troncos.
Las higueras y las mimbres
no salían de su asombro.
Los montes enloquecieron
erizándose sus lomos.
Los cielos se inseminaban
de nubarrones redondos.
Con los pétalos de adelfas
los muertos cubrían sus rostros
no pudiendo suavizar
el espanto de unos ojos
atrapados en las cuencas,
fecundándose de polvo
sin ver que las mariposas
batían sus alas de oro
Las guerras, siempre las guerras
a lo largo de los siglos
y, en el ara de su altar,
odio y muerte en sacrificio.
No solo pierden las guerras
los que en ellas han perdido.
Las guerras las pierden todos,
vencedores y vencidos.
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Profesor jubilado y escritor, autor de
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y ‘La historia de España en verso’