Yo siempre estaba expectante, siempre observando lo que allí se hacía, que para mí era una actividad nueva y que se salía de la rutina. La curiosidad nos venció, la curiosidad de ver sacar los panales era muy grande. Sí, digo nos vencía, porque ese día en que se iban a castrar las colmenas yo había invitado a mi amigo Pepe que me dijo lo mucho que le gustaría. Pepe Pareja Gálvez, el hijo mayor de la ‘Manganges’ -nombre o alias derivado de María de los Ángeles, su verdadero nombre-
Mi expectación ante la faena que allí se desarrollaba era grande pero mucho menor que la de mi amigo Pepe. Los dos muy bien situados en lugar seguro algo apartados, veíamos como el castrador ponía una de tea en un aparato, que ardiendo cual cigarro por un tubo delantero al presionarle echaba una nube de humo que dirige hacia la colmena, alguien nos dijo que eso las tranquilizaba, verdad seria porque su vuelo se ralentizaba y el nublo de abejas que al castrador rodeaba no eran agresivo, no le atacaban.
Ante nuestra inmensa curiosidad sacó un imponente panal, muy grande, de hermoso color dorado y con cataratas de miel de él chorreando que depositó sobre un recipiente a tal menester preparado, Tomó mi madre el recipiente y cortó dos rubios y empapados trozos de aquel pastel que las abejas habían fabricado y, nos los acercó. Cuando en sus manos tuvo, mi amigo Pepe, aquel dulce, jugoso y apetitoso trozo de panal con sus celdas en perfectas hileras de extraordinaria cera fabricadas y rebosantes de rica miel. Le lanzó tan deseado bocado que al exprimir con sus labios chorretones del dulce alimento se repartieron en abundancia por su cara y la pechera lavada de su camisa…nos dio por reír y él con una bola de cera en la boca impregnada de mil, chupaba y tragaba, masticaba y gozaba de tan rico manjar.
El señor de las colmenas “robaba” los panales de buena cera y mejor miel ya habría castrado varias de ellas teniendo cuidado de dejar en la colmena suficiente alimento para la comunidad.
En canastas grandes de mimbre introducen los panales. A falta de prensa centrífuga, esto deben hacer, colocar bajo los canastos de los panales unos grandes lebrillos donde escurría transparentes y acaramelados los chorros de miel. En la chimenea prendida una gran lumbre se calienta agua que le vale al castrador para forzar un segundo repaso a los panales escurridos en los grandes lebrillos, para que en segunda vuelta y con los panales picados para facilitar su desligue de los restos de miel. Se lograba más de ella, ésta de menor calidad y que transformada en melaza se aprovechaba para hacer riquísimos dulces con grandes trozos de batata, calabaza y peras y algún otro fruto que se les ocurriera. Se lograba un riquísimo dulce de frutas confitadas que le llamaban arrope y el de mejor sabor meloja. Metidos en tarros y logrando el vacío, estos duraban todo el año en la despensa.
De arrope y meloja también disfrutamos Pepe de la Manganges y yo. Bastante comimos mientras mirábamos como se desenvuelve el trabajador de tan dulce mercancía.
Estrujando los panales, haciendo las melojas y tras todo esto se dispuso a preparar la cera pura y de alto nivel que había sacado de cada panal. Con mucha agua caliente y mucha briega, lograba lavar esta y al final con ella hacía unas grandes bolas de un kilo aproximado de peso.
Y miren señores, no hemos hablado de lo que se había de pagar al castrador por su trabajo, que era pesado y delicado en el empeño de que todo saliera bien. Pues no cobraba nada de dinero en efectivo ya que se daba por pagado con llevarse las bolas de cera que antes había lavado y ahora creo que se cobraba muy, pero que muy bien. Un día de trabajo costaba castrar las nueve colmenas que aquel año había en mi corral.
Terminado el trabajo, terminada la castración que cada año se hacía por similar fecha y con las mismas usanzas que siempre se usaban, ya era tradición. La faena de extraer, hurtar y quitar la miel a las abejas.
Dos grandes orzas y alguna más pequeña nos habían proporcionado este año las abejas. Nuestras abejas, aquellas que cada día del año eran nuestras compañeras y que mi madre cuidaba con esmero. Amén de treinta o cuarenta tarros de rica meloja y de arropes. Como mis colmenas, comida para todo un año.
Además de todo lo relatado. De esas orzas de miel y de esos tarros de arropes, las abejas nos dan cada año, seguridad de permanencia en nuestro hábitat.
Su laborioso trabajo hace que la naturaleza perdure y que junto a ella el hombre aquí viva con el ir y venir de este insignificante insecto al que tanto debemos.
Por eso cuando veas uno de ellos en apuros, haz como mi madre, cógelo en tus manos, aúpalo a tu dedo índice y ayuda a su vuelo.
¡Ver más artículos de
Inspector jubilado de la Policía Local de Granada y
Autor del libro ‘El amanecer con humo