Gregorio Martín García: «¡Qué me dices del otoño!, 2/2»

Hube de seguir caminando con mi bici en paralelo, y me costaba, las ruedas se hundían en la tierra de la vereda. A la par que empujaba observaba bandadas de pájaros que revoloteando anunciaban que se preparaban para emigrar, algunos otros comenzaban a llegar. Los zorzales, pajaritas de las nieves y algunos más de la amplia fauna que tiene los campos de mi pueblo. Observé con curiosidad, que un águila perdicera rondaba cerca de las bandadas. Majestuoso vuelo, silencioso y traicionero.

¡Temblé!, sobre mi sombrero de paja que, con una cinta sujetaba a mi barba cual barbuquejo militar, sentí que golpeaban unos goterones. Pronto aumentaron, aunque aún muy claros y veloces caían, la tierra los absorbe.

Un bello arco iris apareció al poniente. Un arco inmenso. Abarcaba desde Los Realengos hasta El Canalón. Con todos sus colores perfectos y bien definidos. Ello fue causa para que otra parada hiciera para descansar y disfrutar de tan bello paisaje observando aquel arco tan colorido con el que el Todopoderoso contrajo una Alianza con Noé, al salir del arca.

A mis zapatillas se le iba pegando algo de tierra mojada. Llovía más, las ruedas de mi bicicleta también se acumulaban, temía perder mi carga y tener que dejarla en el camino. Un deslumbrante relámpago se estrelló en el Yesar de Mancilla y pronto llegó a mi oído un fuerte trueno que resonó con eco ensordecedor en el valle formado por las lomas y cerros que rodean las bajas tierras frente a Benalúa.

Tras el trueno se desató un aguacero, ahora sí que llegó el problema, todo lo que antes veía era ocultado por lo copioso del chaparrón que ahora caía. A pesar de estar ya empapado no me sentía molesto, disfrutaba de una bonita excursión que de todo tenía hasta de la aventura de la carga de la bicicleta.

Un olor a tierra mojada invadió mi sentido olfativo, llenando de esa tan natural fragancia todo mi pecho, todo mi ser.

Lo respiré muchas veces. Con mi cara elevada hacia las nubes la lluvia salpicaba mi faz a la vez que llenaba de oxígeno y de olor a tierra mis pulmones.

Estaba empapado, mi carga se negaba a rodar, pero yo insistía y a algo más de doscientos metros de mi casa, cambió algo el firme del carril.

Yo, ya no tenía prisa, igual me daba mojarme, que bañarme por el exceso del líquido elemento que me caía. Me relajé y acompasé mis pasos y mi caminar y me entregué a admirar aquel bello y salvaje paisaje que ante mi tenía.

La fuerza de la tormenta, el furor de los rayos, el estruendo del trueno con el viento racheado que la atmósfera movía agitando todos los árboles, barría y limpiaba todo el espacio de aquel bello escenario.

El agua que del cielo desprendían las nubes, mi cuerpo ya empapaba y con suavidad resbalaba por mi espalda y vientre siguiendo por mis piernas que en el suelo la dejaban.

Todo yo era una sopa, pero me sentía engrandecido entre aquel vendaval caminando, sobre alfombra que los árboles tupen con sus hojas otoñales. Que caían al camino.

Una fuerte racha de viento me hizo inclinar hacia adelante para aguantar su empuje, la bici y su carga hube de abrazar para evitar el vuelco. Huellas de ruedas estampadas e impresas quedaban en las hojas que cubrían el camino.

Jadeaba cansado cuando algo sentí ante mí que me hizo levantar la cabeza. Allí a cincuenta metros en el camino, tres difuminadas figuras de personas resguardadas por una pelliza y un gran impermeable se dirigen hacia mí, vociferan mi nombre y el de papá también. Mi mujer y dos hijos salieron al camino interesándose por mí. Nos juntamos en un abrazo rodeando bicicleta y porte y ellos preocupados me reprochaban la tardanza con la mañana tormentosa. Mi familia no creía lo tranquilo y contento que bajo la lluvia yo venía. Todos agarrados a la dichosa bicicleta, a la dichosa banasta y al también dichoso saco del porta equipos. A prisa y muy juntitos nos dirigimos a la casa donde ya esperaba una gran lumbre encendida en la chimenea. Como final hubimos de vadear un barranco que con gran avenida de agua atravesaba embravecida el camino, nada más entrar en el pueblo.

 

Todos a una metimos la mercancía otoñal en la casa. Desprendido de mis ropas me fui a la ducha. Con mi pijama más cómodo junto a la chimenea me senté y en aquel ambiente hogareño que ahora valoro más, con mi mujer y mis hijos cerca, me sequé totalmente y descansé de mi día otoñal y de la recolección de frutas y bayas que traje para la casa.

A modo de cuento, les relaté la mañana tan vivida que había disfrutado cerca del Cortijo del Río y en el Cerro del Cántaro.

Aquel día fue para mí un hito, lo pasé muy bien y disfruté de la naturaleza. Fue una vivencia que no llega a aventura, pero en verdad llené mi ser, mi cuerpo y alma de lo más bellos y primarios placeres que tenemos en la vida los humanos.

Un día de otoño en el agro, esa tercera estación que nos abastece de tanto encanto y frutos criados a su libre albedrío, en los campos.

Una larga y confortable siesta eché, con mi cabeza apoyada en una esquina de la chimenea, al despertar más tarde, pronto me fui a la puerta. Descorrí la cortina y comprobé que allí estaba la calma, esa que viene siempre detrás de la tormenta.

 

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Gregorio Martín  García

Inspector jubilado de la Policía Local de Granada y

autor del libro ‘El amanecer con humo’

Gregorio Martín García

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