En un segundo todo tembló, todo se alborotó de tal manera que el escenario aquel pareciera el centro de un gran tornado que portando piedras, maderos y todo lo que su fuerza engulló para lanzarlo contra paredes, puertas y ventanas y siguiendo el hueco de la calle hasta un centenar de metros llegó.
Se inspecciona inmediatamente todo, se pregunta una y mil veces si todo el mundo estaba bien.
Y… ¡lo estaban!, y se dio como éxito la maniobra realizada para quitar aquel pedrusco, de lo que en adelante sería, de la calle, su calzada.
Largo tiempo de conversación, pareceres y opiniones, tuvieron los mirones que se habían quedado sin motivo para continuar con su discusión, aquello ya era agua pasada.
La tarde se acercaba y la hora de dar “de mano” de los peones llegó. Se acondicionó y arregló el escenario del hecho y ya atardecido con el cielo comenzado a estrellar, su bóveda celeste oscurecía, a la par que el sol despedía aquel ajetreado día, escondiendo sus rayos por poniente tras las lomas y serranías de los Realengos.
Los bares se animaron, con la visita, tras la jornada de trabajo, tanto en el agro como en las obras de las calles, y allí tomándose un vino blanco pasto, intercambiaban opiniones, descansaban de sus rudos trabajos y esperaban la hora para regresar a sus hogares a degustar la cena que sus mujeres hicieran mientras, solo “los señores” en la taberna, de animada tertulia y ocio, con sus amigos disfrutaban.
Y llegó la noche y despertó un nuevo día que esplendoroso lucía sus matutinas galas, con brillante luz de alba que limpia y virgen se reflejaba en tejados y tinados, rebotados en las diminutas gotas de rocío que todo lo humedece hasta que los cálidos rayos lograban disiparlos.
También los lugareños despertados al nuevo día disponían sus arreos tras su fuerte desayuno para los campos de la villa trabajar, así como otros a sus calles marchaban y a reanudar la faena se disponían.
Todo avanzaba según lo previsto, tanto la calle Real como la calle Madrid se encontraban con todo su firme de terrizos levantado y sobre el fondo, piedras de regular tamaño de canteras traídas se iban repartiendo, formando un compacto firme que habían de recolocar y allanar.
Unos peones con pequeños mazos “armados”, con unas rarísimas gafas de alambre, lo que debiera ser cristal, para impedir que las partículas proyectadas de la faena que ejecutaban pudieran dañar sus ojos. Iban triturando las de mayor tamaño para que se readaptaran en la capa pétrea y quedarán en igual nivel.
Los días se alargaban, entraba el mejor tiempo y cercana la primavera, la luz diurna parecía más clara, más diáfana y era más duradera.
Ello hacía que las calles fueran más concurridas por los vecinos, que ya abandonaron “rincones”, dejaban chimeneas donde el largo invierno junto a la “pava” intentaban quitar el frío y paliar las heladas.
Ahora, los campos ya contaban con su incipiente verdor de las semillas nacidas, que poco antes fueron esparcidas a “manta” por el agricultor.
El minifundio y la gran variedad de semillas sembradas, de trigos, cebadas, berza y habas, yeros y garbanzos…y más, hacían de las fincas una hermosa panorámica que recreaba en escenario de nueva y naciente vitalidad.
Bandadas de aves de clases distintas, llenaban con trinos y ecos todos los parajes, cruzando con onduladas formas y caprichosos vuelos, los campos que en inmenso tablero mostraban cuadros de distintos colores y formas, cayendo sobre ellos en compacto vuelo para alimentar y fortalecer sus maltrechos cuerpos agotados por los largos vuelos de sus migraciones.
Si paseabas por los caminos que serpentean entre cebadas y trigos y los mil motivos primaverales, el relax, anonadamiento y El disfrute era algo para no olvidar. Quedando admirado si en el etéreo espacio y lejano horizonte, se dejaba oír el tarareo, con agradable eco, de algún gañán o campesino que alegre, entonara su sentida copla cual banda sonora de aquel filme visionado.
Los viales de nuestra villa ya se encontraban con grava de piedras en ellas extendidas y ya terminaban los peones, que con su pequeño mazo trituraban las de mayor tamaño. Pisaban con su pie toda aquella roca que no cumplía con su grosor y con fuerza, descargan sobre ella el seco porrazo hasta lograr adecuado tamaño. Sobre las piedras extendidas aquel mastodonte de máquina que le decían en el pueblo “La Asentaora”. Paseaba constantemente asentando e igualando el firme que previamente era regado con un gran tonel lleno de agua y tirado por una yunta, era constante el riego y era constante el lentísimo caminar de la “asentaora” que si tranquilo era su desplazamiento, difícil y complicado era girar para cambiar de trayectoria, con una especie de timón de hierro a modo de barco.
Sin duda, su lento caminar, su motor embravecido y dando pistonazos muy definidos, quizá por contar con un solo pistón o a la sumo dos, la cadencia de su sonido…fum…fum…fum, espaciado, bronco y muy sonoro, hacia que el humo esparcido por su amplio tubo de escape formara inmensos roscos con tales gases. Era la distracción y principal atención de los chavales. El ruido monótono de golpes y el ¡crac! de las rocas al quebrar era lo único que rompía la tranquilidad de aquella media mañana, en que la acción del trabajo y quizá, un mal traspié, hizo que uno de los pica piedras se golpeará la pierna derecha e hiriera profundo corte quedando a la vista el músculo de este.
Saltó la alarma, todo se volvió nervios, corridas y voces, que lo único que conseguían era asustar al vecindario y organizar tal jaleo que el más tranquilo del grupo era el herido jornalero.
Cogieron al herido por axilas y piernas y con rápida carrera lo llevaron al bar de Juan Pedro, quizá por ser el lugar más cercano que con sus puertas abiertas invitó a dicho traslado.
Se le taponó la herida con distintos trapos, alguien fue rápido a solicitar a D. Paco, el médico del pueblo, y pronto estuvo curando al malogrado picapedrero.
Yo, como muchos críos y mayores, estaba en primera fila del gran corro formado en el bar de “Juan Pedro” cuando el médico D. Paco, sin anestesia ni cualquier otro remedio, tras lavar con abundante agua oxigenada la herida, tomo una gruesa aguja corva, la ensartó de aquel fuerte hilo negro y juntando con una mano “los gruesos labios” de la herida, con la otra apoyó la aguja en el borde y de un fuerte pero sabio empujón atravesó la carne maltrecha de aquel pobre hombre que aguantando el dolor la estocada de la aguja hizo que de sus entrañas saliera el más doloroso y terrorífico grito que yo, espectador cercano, jamás había oído.
Ello hizo que retrocediera y al próximo aguijonazo me tapaba los oídos para evitarlo. Me impresionó. Hubo silencio, solo su retorcido cuerpo convulsionó cuando el galeno apretó aquella maldita aguja, que más lo parecía por su forma curva.
-¡¡Está muerto!! Otro chaval gritó… -¡¡no, no!!, solo estaba desmayado.
El conocimiento perdido de aquel infernal dolor que atraviesa su alma y cuerpo.
Era una persona muy conocida en el lugar, el herido de esta mañana en la remodelación y acondicionamiento de los viales.
Pronto se comentó y sabía todo el vecindario, lo ocurrido y que el accidentado era Francisco Pareja, alias el Tito o “Cangrejero”, al que aquella jornada siempre quedaría grabada en su mente y no olvidaría por su mala suerte, por aquella fuerte herida en su pierna.
Los servicios de urgencia y atención médica eran tan escasos que no existían. Todo lo que había era un rápido traslado a Iznalloz o mejor, a la capital… ¿rápido?… y ¿con qué haríamos traslado urgente si en el pueblo y alrededores apenas había medios de transporte rápido, ni coches?, por entonces sólo un coche que era de D. Paco el médico y que iba solo, de avería en avería.
Un Ford T de color negro, conocido en España como Ford “pedales”, creo recordar que era, le encerraban en la cochera que a la sazón tenía la “Chacha”, (Remedios de nombre, esposa que fue de Rafael “El Cristo”).
Dicha mujer ya mayor, que vivía en la Plaza, haciendo su casa esquina con calle Real y en donde más tarde habría por mucho tiempo un bar. Primero fue el del “Numa” y le siguió el de “Piche”
Yo siempre la conocí igual de mayor, igualmente vestida, querida por todos, de semblante amable y educada. Aquella señora me infundía respeto y cordialidad.
Fue ella la que se acercó al herido, que antes de entrar en el bar de Juan Pedro, sentado estaba sufriendo en un escalón, le puso una silla y dijo a los compañeros lo pasaran dentro. El mismo que avisará al médico, que le propusiera que en su coche lo acercaran a la capital.
Ello no fue posible, el coche, cumpliendo su estado habitual, se encontraba averiado y en casa de Juan Manuel. El mecánico autóctono que, entre el coche de D, Paco, alguna bicicleta y motor eléctrico de las minas cercanas, estaba aprendiendo mecánica de la que nada, hasta entonces, sabía ya que de hierro y madera era el trabajo que desarrollaba en su taller.
Iba paralelo su conocimiento de mecánica al cambio que se iba dando por la revolución industrial que llegaba tardía a Benalúa pero como en todo lugar, invadía la sociedad y el conocimiento de advenedizos mecánicos que así mismo se hacían en los pequeños pueblos.
Así nació nuestro mecánico benaluense, haciéndose así mismo en la descrita manera y la verdad que pese a su inicial desconocimiento supo adaptarse a los tiempos y dejando maderas, fragua y hierros a ella se dedicó. “El Chiviritor” le decíamos, y era precisamente por su afición a la mecánica y a la corriente.
Ello hacía que al interruptor que en marcha ponía la cepilladora y serradora, que su padre tenía en el taller, y siendo aún de corta edad, se dirigía a este, y en su lógica “media lengua” por su edad, le decía: “papa déjame que enchufe yo el “chiviritor”. Y de ahí el apodo que le bautizó toda la vida y muy conocido por él siempre fue. Alias muy digno y que, en concordancia con su afición, con lo que toda su vida ejerció y trabajó, como un autodidacta que fue de todo lo que aprendió y fue mucho, también los hubo que de él tomaron las fuentes de su futuro. Foto: 11 Todo este cúmulo de circunstancias y hechos acaecidos en el tiempo hicieron que el coche de Don Paco estuviera averiado, como siempre, cuando nuestro buen paisano “El Tito” se accidentó aquella mañana en el “tajo”.
Ahora descansaría por BAJA laboral, él y los cangrejos, para los que tenía una acertada maña para pescarlos, haciéndose con los mejores de cada chilanco del río Moro, lo que le ocasionó un mote muy profesional acorde con lo que mejor sabía hacer: “El Cangrejero”, derivado de su habilidad.
Terminada la cura y con su pierna con una retahíla, de puntos quirúrgicos, que pareciera costura del inventado y creado personaje Frankenstein.
[Final]
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Inspector jubilado de la Policía Local de Granada y
autor del libro ‘El amanecer con humo’