Lo mejor que tiene la vejez es llegar a ella. Puede que el título de este artículo lleve al lector al asombro o a la sorpresa, pero el objetivo de su autor, que ya maneja también una edad, es tratar de poner de manifiesto su coherencia y sinceridad. Tal como digo, la vejez puede ser una buena y bendita edad.
Pertenezco al colectivo denominado viejos, abuelos, mayores, tercera o cuarta edad por lo tarde que nos morimos, dada la conciencia que tenemos de cuidarnos y los avances de la medicina. Ariadna Aparicio, en la sección “Cartas al director” de este periódico (4-11-2022), decía que “Es hora de poner en valor la utilización en positivo del lenguaje para reivindicar un envejecimiento digno y tratar a las personas mayores con el respeto que merecen”. Lleva toda la razón. Observamos como los medios de comunicación cada vez nos prestan más atención; diría que estamos de moda en el buen uso de la acepción. Unas veces para darnos malas noticias como así ocurrió durante la pandemia cuando en las residencias los mayores caían como moscas; otras para alegrarnos la vida al enterarnos de que los políticos sacaron de la contienda electoral las pensiones para evitarnos sobresaltos, miedos y malentendidos; o cuando leemos que gracias a la ciencia, cada vez tardamos más en irnos al otro barrio. Si además a estas edades disfrutamos de buena salud, el milagro es completo. Y es que los milagros, nunca mejor dicho, existen, gracias a Dios.
El cantautor cubano Pablo Milanés plasma en su canción “El tiempo pasa” que “el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos”. Me encanta la utilización del gerundio dado que la vejez no es algo que llega de pronto sino que es un proceso. Esta realidad se refleja en nuestro rostro donde van apareciendo más arrugas, más canas y menos pelo, a la vez que comprobamos que las goteras se nos hacen presentes con más asiduidad y la memoria a corto plazo nos falla más de lo que desearíamos. Bajo este deterioro, nos vemos y nos ven más feos y las neuronas nos resbalan. Pero no importa si ese tiempo lo disfrutamos, y no hay razones para no hacerlo siempre que la salud nos lo permita. Es decir, si no nos apoltronarnos en el sillón, si no quedamos solo para echar comida a las palomas o si no nos dedicamos en exclusividad a jugar a las cartas, al dominó o a la petanca. O igualmente a criticar a los políticos porque nos han congelado la pensión, a idear cómo arreglamos España o a malhablar de la juventud que está perdida, sin recabar en que en todas las épocas siempre ha estado perdida.
Es en la actitud ante la vida donde distingo dos grupos de personas mayores. Por un lado están las que piensan que ya lo han vivido todo y se quedan esperando que Dios las llame a su lado, pues creen que aquí ya no pintan nada, o lo que es peor, que están estorbando. Me da pena ver a esa viejecita paseando por la ciudad postrada en su carrito. Posiblemente sacrificó gran parte de su vida para dar estudios a sus hijos con los que se hicieron profesores, médicos o abogados, y ahora que los necesita, no la pueden atender porque las tareas que conlleva su profesión no les permiten cuidarla: “vivir para ver” que dice el refrán. Y por otro lado, los mayores que entienden que su día a día es importante y se dedican a implementar proyectos que quedaron aparcados por falta de tiempo: publicar ese libro de poesía que llevaba años esperando ver la luz, visitar exposiciones, echar una mano a los hijos con los nietos, colaborar con la asociación de vecinos, participar en manifestaciones, ver cine y teatro, asistir a conferencias o a realizar ese viaje tantos años postergado.
En este modo de afrontar la edad madura se enmarcan ejemplos significativos como Brian Lowe, que finalizó un máster en la universidad de Cambridge a los 100 años; Joe Biden, presidente de los EE. UU., 79; el keniano Kimani Maruge, la persona más vieja en iniciar estudios de Primaria con 80; Sergio Mattarella, presidente de la República italiana, 81; Paul McCartney, 81; Alex Katz, que a los 90 pinta lienzos que requieren gran fortaleza física o Marcel Rémy, que tiene 99 y sigue escalando. También David Hockney con 80 abriles continua pintando, y Tiziano y Monet lo hicieron a tientas con los dedos cuando eran tan viejos que ya no les quedaba vista. En España, dos abuelos son paradigma de lo que estamos exponiendo: Valentín Fuster y Amancio Ortega. Nuestro eminente cardiólogo, 80 años, cuenta en su obra “El círculo de la motivación” que todos los días se levanta a las cuatro de la mañana para estar en su trabajo del “Instituto Cardiovascular” del Hospital Mount Sinaí de Nueva York, y que se desplaza semanalmente a Madrid al “Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares” del que es director. “Veo las cosas con la misma pasión que a los 20 años”, nos dice. Amancio Ortega, 86 años, fundó el grupo empresarial textil “Inditex” y “Pontegadea”, un emporio inmobiliario. Todos estas personas son conocidas mundialmente; pero existen otras muchas anónimas en los pueblos, que a una edad muy avanzada siguen haciendo tareas agrícolas que “les dan la vida”, porque, dicen, es a lo que siempre se han dedicado.
La neurociencia ha demostrado que la actividad se relaciona con la dopamina, una sustancia que fabrican las neuronas del tronco del encéfalo y que aumenta la motivación de las personas por moverse hacia aquello que les produce placer y satisfacción. Dado que todos vamos a envejecer irremediablemente, esta es la mejor manera de demostrar que seguimos vivos dando gracias a Dios por este milagro llamado vida, y que tiene todo su sentido hasta un segundo antes de hacer las maletas para la mudanza definitiva hacia ese lugar que tenemos reservado, no sabemos dónde, libre de cargas y gravámenes.
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Maestro,
doctor en pedagogía
y profesor titular de universidad