Los eventos festivos son siempre una oportunidad para el disfrute personal y para romper las inercias que tantas veces envuelven nuestras vidas. El escritor y periodista Manuel Vicent, en un magnífico artículo (convertido ya en clásico y de lectura casi obligatoria) nos advierte que el tiempo no existe: “El tiempo sólo son las cosas que [nos] pasan. Por eso, “pasa tan deprisa cuando a uno ya no le pasa nada”. Además, no sólo se limita a exponer su fugacidad –especialmente cuanto más mayores–, sino que, añade, “no existe otro remedio conocido para que el tiempo discurra muy despacio sin resbalar sobre la memoria que vivir a cualquier edad pasiones nuevas, experiencias excitantes y cambios imprevistos en la rutina diaria”.
Al menos en la tercera de sus recomendaciones entraría de lleno la experiencia vivida el pasado sábado 18 de mayo. Ese día, Puerto Jubiley celebró su tradicional fiesta en honor a la Virgen de Fátima. Un solo día, sí, pero tan concentrando y rico de actividades, de emociones y de sentimientos en este pequeño rincón de la Alpujarra, que se convierte por unas horas en un punto especial de encuentro en el que destacan su carácter multicultural, participativo e integrador.
Se trata de una pequeña cortijada, con muy pocos habitantes que residen de modo permanente durante todo el año (ahora mismo sólo son siete, –en los meses de verano puede superar fácilmente la veintena–), pero, con un foco de irradiación muy amplio y poderoso. Un radio de acción que llega hasta el mismísimo corazón de Europa. En esta ocasión, una pareja acudía expresamente desde la ciudad de Burdeos. Aquí han convivido en este mágico fin de semana con vecinos de Bélgica, como Nele y su familia, con amigos procedentes de Alemania, con Kati, una inglesa que fue de las pioneras en llegar, que se asentó en el mismo y que inició la resistencia titánica contra el olvido y contra la despoblación. No me olvidaré de Paco, ni de Alfonso, que después de vivir por media España, regresó hace ya unos años al cortijo de su familia, a sus raíces. Tampoco lo haré de José Manuel que, en idéntico sentido, tras el fallecimiento de sus padres adquirió uno de los antiguos molinos harineros, lo rehabilitó y en el que, una vez jubilado, pasa grandes temporadas.
Es un lugar de especial belleza natural en el que, gracias a su particular confluencia de términos municipales: Órgiva, al que pertenece el núcleo principal, tras la integración de Alcázar (de Venus), junto a Torvizcón, el más próximo y Mecina Fondales (La Tahá) –en la orilla derecha del río– en el que también se integra alguna vivienda. Una concurrencia que le da un carácter particular en el que destacan la tranquilidad, el sosiego y el espíritu de unión permanente. Todo un revelador símbolo comunitario que, al menos una vez al año, congrega a cientos de personas, que ese día se reúnen y que juntos mantienen viva la llama y la persistencia de la memoria. Gracias, sobre todo, a los mayordomos encargados de la organización que, ante la voraz uniformidad del presente, no permiten que falten: ni su misa, ni su procesión, ni la comida popular, ni la banda de música, ni sus juegos infantiles, ni su torneo de rentoy, ni, menos aún, la alegre verbena amenizada por la orquesta hasta altas horas de la noche.
El origen del Puerto Jubiley, seguramente que está en la antigua venta del camino (más bien vereda) que constituía una parada casi obligatoria entre Órgiva y Torvizcón. Ahí emplazada en la desembocadura misma de la rambla de Alcázar en el margen izquierdo del río Guadalfeo –aún se puede apreciar, inscrito en el dintel de una de las casas, el rótulo de Parador de Ntra. Sra. del Rosario. Año 1907–, y perteneciendo al entonces municipio de Alcázar. Así la encontraremos citada, dentro de los caminos de la Alpujarra, en algunas referencias. Como la del diario El Defensor de Granada de febrero de 1884, en que nos da cuenta de una gran tempestad y el consiguiente desbordamiento del río de Cádiar, que hacía “imposible el tránsito por el estrecho y peligroso camino del Puerto Jubiley” en dirección a Torvizcón, que estaba situado a “más de una legua”. Unas circunstancias que obligarán a albergarse, “los que cupieron en la venta y en unas casas próximas” y los demás no tuvieron más remedio que desafiar el viento y la lluvia y proseguir su camino…
El escritor accitano, Pedro Antonio de Alarcón, en su recorrido histórico-literario por la Alpujarra, también debió pasar por aquí, en el año 1872, aunque no lo llega a especificar. Cuando, viniendo desde Órgiva, nos detalla la subida al Puerto Jubiley; más como accidente geográfico que como ente poblacional. A continuación pasa a relatar la dificultosa bajada hasta llegar a un “apacible vallecillo, en que todo era inocente y delicioso, y donde experimentamos una emoción tan melancólica como dulce”. Y, seguidamente, a reconocer que “en aquel paraje no se veía vivienda humana, ni había señales de cultivos, y sí, en cambio, una alameda espontánea compuesta de alisos, olmos y abedules” todavía pequeños. Todo ello, “en un escondido recodo del importante río de Cádiar,” desde el que continuarán hasta la conocida venta de Torvizcón; en la que aún resisten de modo implacable algunas de sus paredes.
El siguiente aspecto en el que, gracias a Agustina y José, pude detenerme mientras me recreaba descubriendo sus rincones y vistas, fue el edificio de su antigua escuela, hoy reconvertida en ermita. Una escuela que, al menos desde la época de la II República y gracias a su permanente impulso por la educación, se mantendría abierta. Pues, en el año 1932 es citada como escuela mixta; en un Puerto Jubiley que contaba entonces con 32 habitantes. Mucho después, en el año 1950, se nos habla de su reciente conversión en capilla-escuela, gracias al párroco Ulpiano López Pérez. Finalmente, como muy bien conocían y me explicaron mis anfitriones, a la finalización del curso 1972-1973, la unidad escolar (en la que, por supuesto, se encontraba la vivienda destinada al maestro o maestra) quedó definitivamente suprimida. Lo recordaban muy bien por los efectos de la gran tormenta de octubre de 1973 y por el peligro que supuso la crecida de las aguas del río para sus vidas, animales y enseres.
No me olvidaré de mencionar el halo de esperanza que pudo suponer, en las primeras décadas del siglo XX, el proyecto de construcción del ferrocarril. Un tren llamado “estratégico”, cuyo trazado habría de discurrir entre Torre del Mar (Málaga) y Zurgena (Almería) que, atravesando toda la comarca, habría de pasar por este “puerto del júbilo y la alegría”. Tampoco dejaré de transcribir la felicidad que me sugirieron algunas conversaciones: los desayunos en la puerta de los cortijos bajo el alegre trinar de ruiseñores, pinzones y jilgueros, la sombra, el frescor y los baños de estío en las aguas del río, las veladas de verano compartiendo los vecinos comida y bebida, sintiendo la nostalgia de los ausentes, recordando la autosuficiencia de los tiempos duros y, a la vez, queridos; de todo lo que se fue para no volver…
Pero, ya sabemos que la vida, que las cosas que nos pasan, siguen irremediablemente su curso y sólo nos queda emplazarnos a volver, otra vez, el próximo año. Puerto Jubiley nos estará esperando y por nada debiéramos romper ese mágico hechizo y su frenética resistencia frente al olvido. Todos tenemos la certeza de que volveremos a un lugar seguro.
Leer otros artículos de
Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,
‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro
‘Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica)