12. Los mercaderes (II)
Y llegó la noche y, con ella, la desesperación de los mercaderes, porque entre las bromas y chistes del fullero, junto con el efecto que iba haciendo el vino en ellos, les fue ganando la plata, el oro y hasta los zurrones donde guardaban el dinero. Y así se quedaron sin blanca, maldiciendo al diablo, a la venta y a quien hasta allí los había conducido. Y sin más, se volvieron hacia Toledo, deteniéndose a dormir en una de las ventas que habíamos dejado atrás.
Yo, ante aquel despropósito, me quedé reventando de rabia, queriendo desvelar el engaño, pero mirando por mi propia seguridad y por la de mi compañero no me atreví a decir nada. Y así nos quedamos todos: los señores fulleros, por su parte, tan contentos y miserables, que no dejaron siquiera una propina a nadie; el ventero, con el deseo de hurtarles la ganancia; y yo con el deseo de intervenir y devolvérsela a sus legítimos dueños.
El ventero, que no era lerdo, les dio a entender a los fulleros que recibió mucho gusto en ver a los mercaderes despojados, pues tan mal habían recibido su venta que se habían ido a dormir a otra. Y así, haciéndoles muchas reverencias les ofreció un aposento que tenía aderezado para gente importante y que contaba, además, con un arca de seguridad de tres llaves, las cuales se las entregó para que guardaran allí su dinero y su ropa. Estaba hecha esta arca de una madera de tablas gruesas y muy maciza, y se hallaba pegada a la pared, lindando con la caballeriza. Yo no me podía hacer una idea de cómo pensaba el ventero quitarles su dinero guardado con tanta llave y sin poderlo mover de donde estaba.
En cenando los fulleros copiosamente, habiendo dado cuenta de un buen plato de perdices y vino de Ciudad Real, se cerraron en su aposento y se atrancaron dentro, de manera que no podía entrar siquiera ni una bruja por el agujero de la cerradura.
Llegada la hora de acostarse, el ventero, dirigiéndose a nosotros nos dijo: “Los que no tienen cabalgaduras, que se salgan de la venta que, ya que no hay arrieros, queremos dormir tranquilos”.
Salimos a la calle el mocito y yo y, dando la vuelta por la parte trasera, hallamos abierta la puerta del corral por donde nos metimos en el pajar. Yo, sin embargo, no paraba de darle vueltas a la cabeza sobre cómo pensarían robarles los posaderos. Y resultó que, sobre la una o las dos de la madrugada, sentí cómo el ventero, alumbrando ella con un cabo de vela y comenzando él a retirar con mucho sigilo un gran montón de estiércol que había en la caballeriza, intentaba de este modo acceder a la habitación de los fulleros.
A poco de escarbar se descubrió la tabla del arca, que servía de pared al aposento. Miré con gran cuidado y vi que la tabla estaba asida, por la parte de arriba, con tres o cuatro bisagras, y por la parte de abajo con dos tornillos, cada uno en una esquina. En quitando los tornillos, mandó el hombre a su mujer que se llevase lejos allí la vela para que no entrase la luz en la habitación. Ella se la llevó, cosa que yo aproveché para acercarme a él, justo en el momento en que tenía la tabla alzada y los zurrones del dinero en las manos. Viéndolo así, entre dientes, le dije: “Dadme esos zurrones y volved a colocar los tornillos en su sitio”. Él me los dio pensando que yo era su mujer y me salí con todo el dinero, junto a con mi compañero, echando a correr ambos todo lo que podíamos. Pero no nos fuimos camino real adelante, sino que nos volvimos hacia atrás, yendo por una vereda que discurría por la parte de arriba y con el mayor sigilo posible.
Ya que estábamos casi frente a la otra venta, adonde los mercaderes se habían vuelto a dormir, muertos de cansancio por la carrera y el miedo que habíamos pasado, nos sentamos a descansar un rato.
Yo le dije al compañero: “Vamos a devolver el dinero a sus dueños porque, sin saberlo, traemos aquí nuestra propia ruina. No podremos llegar a ninguna parte donde no nos pidan cuenta de él, que, como es tan goloso, no faltará quien, o nos lo robe, o dé aviso a la justicia y nos castiguen”.
Nos llegamos así a la venta y, aunque era muy de madrugada, dimos golpes a la puerta, al tiempo que decíamos que veníamos con un despacho de mucha importancia para unos señores mercaderes de Toledo que se alojaban dentro. Ellos que lo oyeron, enseguida mandaron al ventero que abriese. Encendió él la luz y entrando nosotros en su aposento, sin decir palabra, echamos sobre la mesa lo que llevábamos. Ellos se quedaron atónitos, preguntando:
-¿Qué es esto?
-Su dinero –respondí yo-, que ha vuelto a manos de quien suyo era.
Y les contamos el caso, aconsejándoles que, antes que se levantasen los de la otra venta, nos pusiéramos en camino y atravesáramos el puerto por otra parte.
En aquel momento venían unos muleros de vuelta hacia Sevilla y los mercaderes, agradecidísimos, nos compraron dos mulas, una para mí y otra para mi compañero. Y así fue como encumbramos la montaña y una vez, bien lejos de allí, nos paramos por fin a descansar, durmiendo durante todo un día. Por la tarde nos enteramos de que, en la otra venta, a pesar de la insistencia con que el ventero preguntara a su mujer sobre lo que podía haber pasado –y como ésta no le dijese que nos había dejado a nosotros abierta la puerta del corral por temor a su enfado-, pensando que hubiera sido un engaño de los fulleros, fue a dar aviso a la guardia de la Hermandad denunciándolos por estafadores. Vinieron los de la Hermandad y como hallaron a los tramposos sin dineros ni zurrones, le tomaron al ventero por loco, obligándole a pagar las costas del proceso.
Los mercaderes, por su parte, locos de contentos, y contando el dinero que contenían las bolsas, hallaron en ellos más del que habían perdido, con lo que uno de ellos dijo: “No seré yo quien lleve encima dineros que no me pertenecen, así que ¡vamos a gastarlo por el camino en perdices y conejos que tampoco es cosa que debamos restituir”. Y así se hizo con el beneplácito de todos.
Yo, por mi parte, estando a solas conmigo mismo pensé en lo poco que se disfruta del dinero haciendo trampas, y cuántos tramposos hay que, con ayuda de compinches y actuando como lobos, andan por mesones, posadas y casas de juego, rondando a inocentes corderitos.
ISIDRO GARCÍA CIGÜENZA
Blog personal ARRE BURRITA
artífice e impulsor de la Pedagogía Andariega