Las amistades de un hombre
son una de las mejores medidas de su valía.
(Charles Darwin, El origen de las especies)
“Un reencuentro es un regalo.” He querido comenzar esta reseña porque fue precisamente el reencuentro con una de las personas más importantes en mi vida –a quien no veía físicamente hacía bastante tiempo– lo que propició mi primer acercamiento al ensayo histórico escrito por don Miguel C. Botella López, catedrático de Antropología Física de la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada y profesor emérito de la misma.
Sin lugar a dudas, el mejor regalo que recibí el pasado veinte de mayo, cuando estuve impartiendo una lección magistral de clausura en el APFA de la UGR que tiene en Guadix, bajo el título “La Dra. Doña Ángela Santamaría Giménez: pionera en la Medicina y su benemérito ejercicio”, invitado por el profesor Dr. Don Miguel Guirao Piñeyro, titular de la asignatura “Viaje al cuerpo humano”; fue el reencuentro con la persona a quien me refería al principio: la Dra. Doña Sol Mochón Benguigui. Ella junto a su hermana Esther tuvieron la inconmensurable generosidad de acompañarme dicha tarde en la ciudad accitana.
Pues bien, resulta que la Dra. Mochón, un par de meses antes, había asistido a la presentación del ensayo histórico escrito por el catedrático Miguel Botella, ilustre por tantos conceptos y orgullo para la universidad granadina, en el palacio de la Madraza de Granada: Historia de la antropología física española, publicado este año (2024) por la editorial madrileña Guadalmazán. Y ella, conocedora de que Miguel Botella había sido mi profesor de Antropología Física, cuando estudié la licenciatura en Historia en la Universidad de Granada y con aquellos planes de estudios –en la actualidad ya extintos– que permitían al estudiantado configurar, según sus preferencias e intereses propios de cada cual y de forma libre e independiente, un diez por ciento del total de créditos que componían dicha licenciatura, pidió al profesor Botella que me dedicase un ejemplar de su último libro. ¡Muchísimas gracias! mi querida amiga del alma.
Consecuencia de todo este periplo, y gracias a mi querida amiga, cuya generosidad no conoce límites, he tenido la oportunidad de leer y disfrutar –repito, disfrutar–, de dicho ensayo. Por supuesto, yo no voy a realizar una crítica científica a su contenido ni a las tesis que en el mismo se argumentan con el debido rigor que cincuenta años de carrera académica y producción científica acreditan, y otros tantos de trabajos antropológicos por multitud de yacimientos en Europa, América Latina, Egipto, Próximo Oriente Asiático y África, certifican. De todos es sabido y consabido que el profesor Botella es una de las mentes más lúcidas y privilegiadas, que moran en la Universidad de Granada, cuya proyección internacional queda certificada mediante su vasta producción literaria científica y, por descontado, su autoridad queda fuera de toda duda. Por consiguiente, con el debido respeto que me produce la sapiencia y erudición de tan venerable maestro como es Miguel Botella, sí me veo con cierta autoridad moral –conferida a mi persona a través del cariñoso y grato recuerdo que guardo de él‒ para realizar algunas reflexiones en torno a su texto, que me gustaría compartir con ustedes, amables lectores, bajo el punto de vista del Pensamiento y la Filosofía puesto que en dichos registros epistemológicos y campos del conocimiento un servidor se suele desenvolver un poco mejor.
A modo de prolegómeno, ya nos avisa el profesor Botella que “este trabajo es así pues un aglomerado, donde se mezcla la arqueología con la anatomía, la antropología física, la antropología social, la aplicación hacia otros terrenos, la historia, y tal vez con más cosas” (Botella, 2024: 23). Coincido plenamente con este autor puesto que, al igual que él, siempre he pensado que “los compartimentos cerrados [yo siempre los he llamado estancos] empobrecen el conocimiento y marcan unas fronteras arbitrarias, que sólo existen en los programas académicos o en espíritus excluyentes…” (Botella, 2024: 23) Por lo tanto, suscribo íntegramente estas palabras escritas por el sabio profesor porque yo lo considero exactamente igual, máxime, cuando a mí me ha ocurrido lo mismo a la hora de elaborar algún trabajo científico de mi especialidad, historia moderna, y he tenido que manejar la Filosofía, Teología, Geografía, Literatura, Arte…, como es lógico y normal, si he querido ofrecer un estudio lo más completo posible. Algo parecido a esto nos advierte el profesor Botella cuando nos dice que “se produce una convergencia de muchas disciplinas hacia la antropología física. La paleontología, la medicina en sus especialidades, la antropología cultural, la sociología, la arqueología o la historia toman de la antropología física perspectivas, técnicas y conceptos, y a su vez nutren a ésta con objetivos y significados” (Botella, 2024: 33).
Uno de los capítulos que, debido a mi especialidad en historia moderna, me ha llamado poderosamente la atención es el dedicado al descubrimiento, conquista y evangelización del Nuevo Mundo porque “visto desde la extraordinaria información que nos dejaron sus protagonistas, es una asignatura pendiente para los antropólogos de aquí, y en concreto para los antropólogos físicos” (Botella, 2024: 48). Debemos de tener en cuenta que tanto Colón como los primeros descubridores así como, posteriormente, los conquistadores más importantes como fueron Cortés, Díaz del Castillo o Cieza de León y los frailes evangelizadores fray Pedro de Gante, fray Toribio de Benavente, alias “Motolinía”, o fray Bernardo de Sahagún, puesto que, como muy acertadamente reflexiona el profesor Botella: “No se puede volver hacia atrás en la historia, por muchas consideraciones que se hagan y por muchas alabanzas o lamentos que se escuchen acerca de lo que pudo ser y no fue; siempre hay que tener en cuenta el momento en que suceden los hechos” (Botella, 2024: 49).
Sin lugar a dudas, dicho encuentro de culturas, que obviamente chocaron como no podía ser de otra manera, precolombinas y española, arrojó múltiples consecuencias y, lógicamente, “para los ojos de los europeos despertó un interés formidable por conocer ese mundo nuevo, lleno de imágenes maravillosas que ni siquiera habían sido capaces de concebir los fantasiosos relatos medievales, a pesar que ya lo eran mucho de por sí” (Botella, 2024: 55). No vamos a seguir comentando este asunto americano porque dilataría demasiado esta reseña. Sin embargo, como es un tema sumamente interesante y gracias a las reflexiones que comparte con nosotros el profesor Botella podemos redimensionar conceptualmente el proceso de descubrimiento, conquista y evangelización de América fuera de los anacronismos. Como muy bien nos advierte, “…no es posible aplicar los modelos de hoy para comprender lo que pasó en otro tiempo. Podemos rechazar o criticar ahora no poco de lo que pasó en otros tiempos, pero debemos tener en cuenta que, con seguridad, nuestros actos de hoy serán criticados y tal vez rechazados de igual manera por los que vivirán mañana en otras circunstancias” (Botella, 2024: 51). Y para reforzar esta tesis, me gustaría citar a otro sabio profesor como es Bienvenido Martínez Navarro, muy buen amigo mío, cuando nos habló en su libro, El Sapiens asesino y el ocaso de los Neandertales, sobre el estado de paz y beligerancia del género Homo pues “nosotros pertenecemos a una sociedad que, salvo los más ancianos del lugar, no hemos conocido la violencia a gran escala en nuestro territorio y eso nos hace pensar que este estado de paz es lo normal, lo que ha sucedido de manera habitual” (Martínez, 2020: 138,139).
Durante la centuria romántica, España estuvo sumida en una lucha continua entre liberales y conservadores. En 1839, tras el abrazo de Vergara, una vez finalizada la primera guerra carlista y derrotadas las pretensiones de los absolutistas, se inició el convulso y turbulento reinado de Isabel II donde los verdaderos gobernantes de España fueron los generales militares conocidos popularmente como los “espadones románticos” como muy bien escribió el profesor Fernández Bastarreche (2007). Todo acabó como el “rosario de la aurora”, una monarquía corrupta y corrompida, que únicamente velaba por sus propios intereses que distaban bastante de coincidir con los de España, y todo ello orquestado por los gobiernos militares. Dicha situación dio lugar a la Gloriosa Revolución iniciándose así el Sexenio Democrático (1868-1874). Paralelamente a estos cambios políticos, las transformaciones económicas traídas por la I Revolución Industrial y las consecuencias sociales que ello tuvo con el incremento de una acaudalada burguesía industrial, el aumento de un proletariado que comenzaba a tomar conciencia de clase, sobre todo, durante el último tercio del siglo XIX; y el Romanticismo como movimiento cultural que vino a sustituir al neoclasicismo dieciochesco, ofreció el marco idóneo para el inicio vacilante y un tanto incierto de la antropología física en España.
A mediados del siglo XIX, de la mano de Mariano Cubí y Soler, la frenología penetró en España. Al poco tiempo de aquello y a pesar de ser bastante popular incluso en algunas cortes europeas fue clasificada como la pseudociencia que es y calificada de patraña. Por lo tanto, como muy bien nos explica el profesor Botella, “la frenología y el magnetismo animal no eran más que montajes de charlatanes y timadores disfrazados de reputados científicos” (Botella, 2024: 134).
Pues en todo este contexto y de la mano del profesor don Julián Sanz del Río (1814-1869) “que era creyente, anticatólico y masón, y con su discurso produjo una gran polémica porque expresó en público las nuevas ideas de la filosofía mística krausista” (Botella, 2024: 137). Ello coadyuvó a que en nuestro país se asentaran las bases, gracias a dicho marco teórico, del librepensamiento y de un nuevo sistema educativo que fue rompedor con el tradicionalista católico, y, a su vez, estuviera a la vanguardia en comunión con las corrientes filosóficas imperantes en la Europa del momento, contando en todo momento con el apoyo de la masonería, y materializado en la Institución de Libre Enseñanza (I.L.E.) cuyo claustro de profesores estuvo compuesto por quienes fueron expulsados de la carrera docente por orden ministerial del gobierno conservador presidido por el malagueño Antonio Cánovas del Castillo.
En consonancia con esto, y como no podía ser de otra manera, las teorías darwinistas hallaron un buen acomodo en dicha institución educativa baluarte del krausismo y del librepensamiento, lo que inmediatamente provocó la férrea y total oposición del conservadurismo ultracatólico y creacionista que, por descontado, veían en el darwinismo poco menos que a lucifer en persona. Sin lugar a dudas, nos encontramos ante un apasionante debate ideológico “de especial intensidad en los medios intelectuales y religiosos españoles, reflejo de la inestable situación del país en lo social, político y económico. Las ideas de los que buscaban una renovación en todos los órdenes se enfrentaron a las que defendían un inmovilismo ya crónico, con actitudes extremas e irreconciliables por ambas partes” (Botella, 2024: 152).
Así pues, el primer naturalista, que escribió sobre el darwinismo en España, fue don Antonio Machado y Núñez, abuelo de los hermanos Machado, que, además, era krausista, liberal y masón (Botella, 2024: 141). Dentro del seno de las Enseñanzas Medias en España, el darwinismo fue introducido por don Rafael García Álvarez, que fue catedrático de Historia Natural y Fisiología en el Instituto Provincial de Segunda Enseñanza de Granada el cual, por aquellos años, se ubicaba en el interior del Colegio Mayor San Bartolomé y Santiago, adquiriendo este pensamiento darwiniano una difusión más social y extendida por varios círculos culturales granadinos.
La obra del catedrático García Álvarez, Estudio sobre el Trasformismo (sic), ganó un premio convocado por el ateneo almeriense, cuyo jurado estuvo presidido por don José Echegaray quien fuera “personaje de un enorme prestigio y masón, fue premio Nobel de Literatura” (Botella, 2024: 153). Ambos eran masones, librepensadores, creyentes no practicantes; el premiado republicano y el presidente del jurado, que le otorgó dicho premio, liberal fusionista en la línea de Práxedes Mateo Sagasta. La obra de García Álvarez “dio buena prueba de su honestidad intelectual y demostró de nuevo su amplio conocimiento de la teoría darwiniana (…) este verdadero libro de 384 páginas con impecable contenido de defensa darwiniana quedó olvidado durante mucho tiempo, aunque ahora le queda la honra de que fue el primero de este tema publicado por un español en España” (Botella, 2024: 153) y estuvo prologado por Echegaray. Este hecho provocó que monseñor Bienvenido Monzón, arzobispo de Granada, orquestara una auténtica condena sinodal; puesto que “profesores, médicos, naturalistas y científicos se planteaban los problemas del origen de las especies, muy en boga a la sazón con el Darwinismo, pero las respuestas al tema de la evolución no concordaban con la doctrina católica imperante, el conflicto quedaba abierto” (Guerrero, 2006: 81) provocando la censura de la obra pero sin que pudiera impedir que fuera difundida de manera clandestina. Lo que sí nos queda meridianamente claro es que García Álvarez, Machado Núñez y todos los científicos decimonónicos, que defendieron de manera entusiasta el darwinismo y las teorías evolucionistas lamarckianas, y que, además de esto, eran masones, en su gran mayoría republicanos, librepensadores y muchos de ellos creyentes pero no comulgantes con la Iglesia Católica, mucho menos, practicantes; no fueron cuestionados por el Santo Oficio porque hacía más de medio siglo que la Inquisición Española fue abolida por las Cortes de Cádiz. En contraposición a esto debemos de citar la férrea oposición que ejerció don Manuel de Góngora y Martínez (1822-1884) que fue creacionista y antidarwinista.
Sin lugar a dudas, escribir la fecha del año 1859 sobre este papel, es escribir algo más que una simple data, es conjugar cuatro guarismos que conforman la numeración del año en que Charles Darwin, uno de los más brillantes y principales pensadores universales, cuyas teorías científicas supusieron una auténtica revolución y revelación para explicar el “arkhé” u origen del mundo conocido hasta el momento, publicó El origen de las especies. No nos cabe la menor duda que, a los pocos meses de aparecer la primera edición de su obra en el mercado de libros, se agotó a los pocos días puesto que se convirtió en uno de los mayores “best seller” de su época. Llegó a ser libro de cabecera –adorado por unos, maldecido por otros‒ del público lector universal más ilustrado. Obra traducida a casi todas las lenguas del mundo y que, a día de hoy, es considerada como uno de los mayores clásicos del pensamiento humano decimonónico, cuya esencia sigue en actual vigencia, e influencia es incuestionable para nuestro pensamiento científico y filosófico.
Por supuesto, no vamos a seguir hablando aquí de las excelencias y los, arduos e innumerables, debates que esta obra suscitó, así como las revolucionarias e innovadoras conclusiones a las que se llegaron en dichas discusiones científicas (Harris, 2009: 41). Conclusiones éstas que llegaron a poner en jaque la teoría creacionista defendida por la Iglesia, “que no resulta aceptable como ciencia porque no ha superado tales comprobaciones y además resulta contradicha por una enorme cantidad de datos” (Harris, 2009: 40), y, ante la evidencia científica, obligando a la misma a una reinterpretación del libro del Génesis, tras una profunda exégesis del mismo, concluyendo los susodichos exégetas que este primer libro bíblico fue escrito en sentido metafórico y no literal como hasta ese momento la doctrina oficial cristiana y el magisterio eclesiástico habían venido defendiendo, y de esa forma metafórica había que interpretarlo:
“Al principio creó Dios el cielo y la tierra. (…) Y dijo Dios: ‒Produzca la tierra vegetación: plantas con semillas y árboles frutales que den en la tierra frutos con semillas de su especie. (…) Y dijo Dios: ‒Rebosen las aguas de seres vivos (…) Y dijo Dios: ‒Produzca la tierra seres vivos por especies (…) Entonces dijo Dios: ‒Hagamos a los hombres a nuestra imagen, según nuestra semejanza (…) Y creó Dios a los hombres a su imagen; a imagen de Dios los creó; varón y hembra los creó” (Gn 1,1.11.20.24.26.27).
Como ya hemos dicho anteriormente, “la Biblia no es un libro de información científica. (…) Lo importante en estos relatos no es la narración del hecho, sino las enseñanzas religiosas que nos quieren transmitir. La Biblia no tiene autoridad científica para decir “cómo” apareció el universo, pero sí tiene autoridad moral para decirnos “por qué y para qué” existen el mundo y la vida. Ésta es la enseñanza que debemos buscar en sus relatos” (Cortés et al, 2007: 37). Nos dice el profesor Martínez Navarro al respecto: “las creencias religiosas escritas en la Biblia sobre el diluvio universal y la aparición de nuestra especie, y las demás, entran en una discusión científica y filosófica que se ha mantenido álgida hasta nuestros días” (Martínez, 2020: 45).
Y para muestra de lo que estamos diciendo, pondremos algunos ejemplos, sobre el debate creacionismo y evolucionismo, o lo que es lo mismo, Creación vs. Evolución, que, asombrosamente y a pesar de la evidencia científica, ha llegado hasta nuestros días. En cierto sector de la población norteamericana donde el puritanismo, propio de protestantes luteranos, mormones, evangélicos…, presenta un hondo calado social, es el mayor propagandista de la teoría creacionista (acientífica). Es más, en un capítulo de la popular y genial serie de dibujos animados norteamericana, “The Simpsons”, parodian este debate con la magistral e hilarante forma a la que tienen acostumbrados a todos sus fieles seguidores entre los que, confieso, me encuentro. Siguiendo las más que acertadas palabras de un maestro de maestros: “la visión de cómo eran los neandertales ha pasado por muy diversas interpretaciones, que han estado especialmente ligadas a las concepciones filosóficas dominantes en cada momento, influidas por un antropocentrismo religioso que, hasta bien superado el siglo XX, no ha permitido comenzar a tener una interpretación objetiva, o próxima a la realidad, que muestra el registro fósil” (Martínez, 2020: 45).
A raíz de todo esto fueron bastantes apellidos de profesores los que dieron nombres propios a la Antropología Física en España, la mayoría de ellos médicos de formación, como fueron el Dr. Don Pedro González de Velasco a quien se le ha considerado por la historiografía como un verdadero filántropo o el jiennense Dr. Don Rafael Martínez Molina auténtico benefactor del célebre Dr. Don Federico Olóriz Aguilera.
Un ejemplo famoso, por su mala praxis, pero muy en consonancia con las prácticas caciquiles de su época, fue el representado por el Dr. Don Julián Calleja Sánchez, quien llegó a concentrar un poder casi omnímodo, convirtiendo así las cátedras universitarias españolas de antropología, anatomía e histología en “alcaldías alpujarreñas” controladas éstas por Natalio Rivas. Abundando un poco más en esta cuestión y recurriendo al refranero popular, que es muy sabio, “de aquellos polvos, estos lodos”, así que parafraseando a nuestro sabio antropólogo: “Esa autoridad, que era moneda corriente arraigada en la universidad española, ha sido un mal endémico habitual en todos los ámbitos de la universidad hasta los recientes cambios de normativa, aunque todavía perduran restos significativos que constará erradicar” (Botella, 2024: 183). Uno de los episodios más conocidos sobre este caciquismo académico fue el que unió para siempre, mediante unos férreos y estrechos lazos de amistad, a los doctores don Federico Olóriz Aguilera y don Santiago Ramón y Cajal, cuando ambos se presentaron a la cátedra de Anatomía de la UGR, que había quedado vacante, y la ganó Félix Aramendía Bolea, siendo éste el tercer litigante y el menos preparado, por la simple razón de que el tribunal estuvo presidido por su mecenas y mentor, el Dr. Calleja, y ninguno de los demás miembros que componían el tribunal estuvieron dispuestos a contradecirle a sabiendas de la terrible injusticia que en aquel momento se estaba cometiendo.
No obstante, y a pesar de esta tremenda injusticia, el nombre del Dr. Olóriz brilló por su excelencia y hasta el día de hoy. Federico fue alumno de don Rafael García Álvarez, en 1865, cuando éste estudiaba bachillerato en el Instituto de Enseñanzas Medias de Granada. Algo que nos resulta fascinante en su extraordinaria biografía era que con 19 años ya fue Ldo. en Medicina por la Universidad de Granada y obteniendo Premio Extraordinario de Licenciatura de su promoción. Un trienio más tarde, con 22 años, obtuvo el grado de Doctor por la Universidad Central de Madrid (UCM) que era la única española habilitada para ello. Tras la jubilación de su mentor, Martínez Molina, ganó con una hercúlea pero brillante oposición, en 1883, la cátedra de Anatomía e Histología de la UCM. “A partir de ese momento, su prestigio de buen docente y destacado científico se hicieron cada vez más grandes, dentro y fuera del país, y en poco tiempo se convirtió en uno de los profesores más destacados de la Facultad de Medicina” (Botella, 2024: 199). Después de su mentor jiennense no sería otro que su ahijado predilecto, Olóriz, quien ocupara su lugar como miembro de pleno derecho en la Real Academia de Medicina.
No es menos cierto que si por algo es conocido y, a su vez, reconocido el Dr. Olóriz es por el estudio de la dactiloscopia que constituye “una antropología aplicada y se le considera la gran figura de la antropología criminal en su vertiente judicial, resultando de la aplicación de la antropometría a la identificación de delincuentes (Botella, 2024: 206). Verídico es que, para éste que escribe, la figura del Dr. Olóriz es muy cercana puesto que se da la circunstancia que es el tatarabuelo de un buen amigo bastetano afincado en Caniles, Roberto González Alonso, quien, en la actualidad, es autoridad civil. Para finalizar estas palabras dedicadas a uno de los hijos más preclaros, que ha alumbrado la Granada decimonónica, lo queremos hacer con las propias palabras del profesor Botella: “Olóriz era liberal, positivista decidido, darwinista, no era católico practicante, aunque no consta que fuese masón. (…) Se anticipó a su tiempo y propuso la creación de un documento de identidad para todos los españoles, con huellas dactilares por supuesto, embrión de lo que después sería el D.N.I.” (Botella, 2024: 199, 209).
Paralelamente a esto nos encontramos al físico Dr. Don Manuel Antón Ferrándiz que, en el seno de su cátedra libre de pago, fue profesor de Olóriz, Salillas, Barras de Aragón… Realizó un esfuerzo bastante ímprobo para intentar “justificar el colonialismo [con la exposición de Filipinas], no hay por qué ocultarlo, la antropología física de un modo destacado, pero del mismo modo y con idoneidad e idéntica intensidad lo hicieron las otras antropologías aunque ahora pretendan negarlo” (Botella, 2024: 217). Debido a esto y a consecuencia del pensamiento postcolonial, museos de antropología han sido totalmente desmantelados, vaciados de su contenido y transformados en meras salas expositivas. Como muy bien nos indica al respecto el profesor Botella –estando absolutamente de acuerdo con él– “hoy renegamos de lo sucedido ayer, pero con seguridad, mañana otros considerarán aberraciones a lo que ahora creemos que es acertado” (Botella, 2024: 219). Nuevamente se produjo otro enfrentamiento entre Calleja, que consiguió la creación de la cátedra de Antropología en la Facultad de Ciencias el último día de 1891, y Olóriz que pretendió algo similar para la Facultad de Medicina, pero sin que llegase a buen puerto su empresa en aquel momento; pese a ello, “Antón Ferrándiz representa el inicio de la antropología física en España, dentro y a partir de la Universidad” (Botella, 2024: 239).
La cuestión del racismo no ha sido ni es una cuestión menor. Debemos de tener en cuenta que, aunque no sea políticamente correcto ni correctamente político, “el racismo está muy presente en la actualidad y, salvo las lógicas diferencias en las formas, permanece anclado en el comportamiento humano igual que hace miles de años, pero ahora disfrazado de otras cosas por pura hipocresía” (Botella, 2024: 254). En nuestro ideario colectivo tenemos como caso paradigmático del delirio colectivo racista el constituido por los nazis en Alemania; sin embargo, Suecia y Suiza, por poner dos ejemplos claros, también contribuyeron a ello de forma importante y entusiasta manera. Podríamos comentar más ejemplos como muy bien nos señala nuestro sabio catedrático, “Churchill era un absoluto partidario de la eugenesia y de la eliminación de los débiles, y los jerarcas nazis declararon en el juicio de Nuremberg que sus leyes eugenésicas se habían basado en las norteamericanas” (Botella, 2024: 257). Por el contrario, en España no fue así ya que el catolicismo estaba muy arraigado durante el franquismo y la Iglesia Católica era y es totalmente contraria a la eugenesia y al aborto.
No obstante, los nacionalismos tanto centrípeto como periférico, utilizaron la antropología para intentar justificar sus pretendidos delirios de grandeza y supremacismo racial. Así pues, nos encontramos a Pere Bosch Gimpera en Cataluña; Murguía, Pondal y Castelao en Galicia; y a Telesforo de Aranzadi y Unamuno, que era primo hermano de Miguel de Unamuno, en el País Vasco. Este último, Aranzadi, se podría considerar como el máximo exponente del nacionalismo racialista periférico en cuanto al uso de la antropología se refiere puesto que era profundamente católico, positivista, antidarwinista y monogenista. Para finalizar con esta cuestión del racismo nacionalista me gustaría hacerlo con las palabras del profesor Martínez Navarro:
“Todas las adaptaciones que ha adquirido nuestra especie en función de la latitud, altitud y climatología donde vive o la ha vivido cada una de las poblaciones que la integran, se ha ido integrando en ellas para definir las características que diferencian a los distintos grupos humanos mal llamados tradicionalmente razas, que ha producido en muchas ocasiones rechazo de unas poblaciones a otras, supravalorando las diferencias entre ellas y provocando el racismo y la xenofobia, en la creencia de que unos son más importantes, más inteligentes, más guapos, más cercanos al ser supremo, etc., y, en definitiva, generando conflictos entre unos y otros, de los que todos conocemos y tenemos tristes recuerdos no muy lejanos y, si no, ahí está la Segunda Guerra Mundial y el genocidio nazi contra los judíos, gitanos y otras etnias humanas, o más recientemente el genocidio de los tutsis por parte de los hutus en Ruanda durante los meses de abril a julio de 1994, donde el 70% de la población tutsi fue exterminada” (Martínez, 2020: 63).
A don Luis de Hoyos Sáinz debemos de agradecer tres cosas fundamentales: la introducción de los estudios de Antropología en las Escuelas Normales de Magisterio. El hecho de posibilitar que la Dra. Doña Adelaida González de Díaz Ungría fuera la primera mujer en ocupar un puesto académico relacionado con la antropología. Y, por último, a él también se le debe la introducción en España de los nuevos métodos. A pesar de todo esto que hemos comentado, cuando se produjo la jubilación del maestro Antón Ferrándiz, Sáinz Hoyos no pudo presentarse a la cátedra de Antropología Física.
A continuación, ésta fue ganada por Francisco de las Barras de Aragón y Sevilla quien, a su vez, fue el mentor de la Dra. Doña Ángela Santamaría Giménez a cuyo padre escribió una misiva en la que dejó plasmadas las siguientes consideraciones: “…lo poco que hago dirigiéndola en sus trabajos es para mí el cumplimiento de un deber que a la vez es muy grato, por ser Angelita el mejor alumno [sic] que he tenido desde que desempeño la cátedra de antropología.” Por si esto fuera poco, durante el curso 1929-1930, en la capital de España, doña Angelita realizó estudios científicos complementarios en el Instituto Nacional Alfonso XIII –actualmente, Instituto de Salud Carlos III‒, que por aquellos años estaba bajo la dirección del premio Nobel de Medicina, el Dr. Don Santiago Ramón y Cajal (Díaz & Mochón, 2024). La Dra. Santamaría Giménez fue una de las primeras alumnas de la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada (Ureña, 2024: 15-17).
Barras de Aragón fue un personaje polifacético, que abarcó numerosos campos de conocimiento, como fueron la antropología, historia, etnografía, teratología, mineralogía, botánica, zoología, arte, derecho… En palabras del profesor Botella “llama la atención la amplitud de su cultura y su amplitud de miras, pues realizó estudios que van desde el estudio antropológico de materiales antiguos, la redacción de las memorias de su padre, o el dromedario en Andalucía” (Botella, 2024: 311). Como buen erudito del momento, por supuesto no permaneció ajeno a la política –en este caso concreto, municipal sevillana– de su época en cuyo ayuntamiento fue concejal e incluso, en 1918, asió en su mano la vara de mando como alcalde de la capital andaluza mientras que en España gobernaban los Liberales de García Prieto.
Tras su jubilación, en 1940, le sucedió en la cátedra de Antropología el gaditano José Pérez de Barradas y Álvarez de Eulate, quien había sido uno de sus alumnos predilectos. Sus comienzos fueron en Prehistoria, sobre todo, en la época del Paleolítico. Es más, “siempre se sintió y fue más arqueólogo que antropólogo, y siempre reconoció que su verdadero maestro fue Obermaier” (Botella, 2024: 317). Sin embargo, su filo-nazismo y fuerte carácter intolerante, tan beligerante como intransigente, provocó enfrentamientos contra los grandes próceres académicos de los gobiernos azules franquistas como fuera el caso de la pelea tabernaria que protagonizaron Santa Olalla y él. Aquella terminó con unas funestas consecuencias para Pérez de Barradas quien estuvo apunto de ser expulsado de la cátedra de Antropología que ocupaba. Siguiendo al profesor Botella, “Pérez de Barradas se jubiló en la Universidad en 1970, desanimado y con una parte importante del claustro de la universidad en su contra. (…) No perteneció a ningún partido político antes de la guerra y tampoco se alineó con la Falange ni aceptó del todo los presupuestos del Movimiento Nacional” (Botella, 2024: 322).
Paralelamente, mientras que en Madrid ocurría esto; en la ciudad condal de Barcelona, Santiago Alcobé Noguer fue el único pupilo que tuvo Aranzadi en la Universidad de Barcelona y a la jubilación de su maestro lo sucedió en la cátedra de Antropología de la Facultad de Ciencias, donde creó una verdadera Escuela de Antropología, que comenzó a trabajar mediante un equipo multidisciplinar perfectamente coordinado por él. Por el contrario, en Madrid no se logró ni se ha logrado crear Escuela de Antropología alguna por diversas cuestiones cuyo relato alargarían demasiado estas breves notas.
La capacidad, que el profesor Botella posee, para poner en relación sus reflexiones personales con la argumentación discusiva científica, constituye el hilo conductor que hilvana el discurso de este ensayo; y los paralelismos que es capaz de establecer con las distintas corrientes filosóficas y la coyuntura sociopolítica actual y pasada referente a determinados momentos puntuales de nuestra Historia y Prehistoria. Por ejemplo, como de casi todos es conocido, uno de los principios lamarkianos, en los que se basaría la teoría de la evolución, es la adaptación de la especie al medio (Arsuaga & Martínez, 2009: 38; Tork, 2000: 56), pues así podemos llegar a la conclusión que “los humanos no sabemos vivir fuera de nuestro grupo. Es una ventaja evolutiva por la que hemos pagado un precio muy alto en guerras y matanzas” (Molino, 2016: 15). Una reflexión ésta con la que se nos invita a pensar en que, desde el principio de los tiempos, homínidos, neandertales y Homo sapiens tuvieron que pelear por el acceso a la comida y, cuando se produjo su sedentarización con el correspondiente abandono del nomadismo y, consecuentemente, la aparición de la agricultura y la ganadería, tuvieron que luchar por el control del territorio como si se tratase de las peleas entre leones que vemos en los documentales de National Geographic.
Nuestro antropocentrismo siempre nos ha llevado a considerar que somos la causa por la que se origina la vida, el centro del universo y que todo gira alrededor de nosotros. Por supuesto, nada más alejado de la realidad, de la evidencia científica y de la propia historia de nuestro planeta que se remonta a unos cuantos miles de millones de años. Nunca deberíamos de olvidar que “durante toda la prehistoria los humanos hemos sido una especie más, sí, singular, pero eso, una especie más” (Martínez, 2020: 146).
Debido a la aparición del ensayo de Miguel Botella, ese sí, objeto y sujeto a su vez de esta reseña, nos encontramos, en los estantes de las mejores librerías españolas, un libro cuyas ilustraciones de portada y su título, más aún, llaman poderosamente la atención del curioso visitante, del caminante que se hace su camino al andar por las calles que transitan el corazón de la ciudad, en busca de su destino, como lo hace aquel galeón que navega a contracorriente de la isla al continente. Como hemos venido explicando con anterioridad, las reflexiones, que en este ensayo plasma el profesor Botella, son fruto de medio siglo de trabajo –toda una vida personal, profesional y académica‒ con las que mi siempre admirado catedrático ha sentado cátedra, creando toda una escuela científica dentro del área de conocimiento de la Antropología Física, y, a su vez, podemos atrevernos a decir, sin riesgo de yerro ni exageración de la realidad que pueda llegar a distorsionarla, que su Escuela de Antropología Física es heredera de la más pura tradición darwiniana y método científico permaneciendo siempre ésta a la vanguardia de las más novedosas técnicas de investigación.
Por último, queremos hacer una breve reflexión acerca del lenguaje utilizado, que nos recuerda al brillante uso del castellano que realizaba don Benito Pérez Galdós en sus obras, y el tono divulgativo, que hace accesible al público en general, este ensayo. No pecamos de exagerados si comparamos –puesto que podemos compararlo y lo comparamos‒ el carácter divulgativo de este ensayo con algunos otros célebres ya, donde el conocimiento ha sido puesto al alcance del “común”. Se nos vienen a la mente, por ejemplo, títulos como La teoría de todo del célebre físico-teórico Stephen Hawking, La vida de las abejas, La vida de los termes y La vida de las hormigas de Maurice Maeterlinck, El mundo visto a los ochenta años. Impresiones de un arterioesclerótico de Santiago Ramón y Cajal, o Jesús de Nazaret de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI); libros estos que constituyen grandes ensayos, que han contribuido de una exponencial manera, a la divulgación de la Ciencia, la Filosofía o la Teología.
Pues en esta misma línea debemos enmarcar ya la Historia de la antropología física española de Miguel C. Botella López. Podemos aprender mucho de este sabio, ojalá que con la lectura del mismo nos contagiemos algo de dicha sabiduría, sapiencia y erudición con las que el profesor Botella enriquece este vademécum en que se convierte su ensayo. Dijo Cicerón: “Al pueblo, pan y circo”. Pues siento no estar muy de acuerdo con el filósofo y orador romano, pero me gustan más las palabras que, en cierta ocasión, pronunció un sabio anónimo: “Al pueblo: pan, libertad y libros”.
Bibliografía:
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JUAN ANTONIO
DÍAZ SÁNCHEZ
(CANILES)