IX. ÉTIENNE CABET Y LAS COLONIAS ICARIANAS
Étienne Cabet nace en París en 1788, hijo de un tonelero, pudo abrirse camino como abogado y como político, diputado electo desde 1831, gracias a la Revolución Francesa. Muy pronto se enrola en las actividades conspirativas de las sociedades secretas que tanto proliferan en este período. Su lealtad a los principios revolucionarios lo convirtió en una persona extremadamente incómoda tanto para la restauración borbónica como para Luis Felipe. Destinado a los cargos más apartados, perseguido por su oposición dentro de la Cámara y colocado finalmente en la alternativa de elegir entre la cárcel o el exilio, se vio empujado cada vez más hacia la extrema izquierda, representada todavía por el viejo Michelangelo Buonarrotti, antiguo compañero de armas de Babeuf. Como Babeuf, Cabet piensa que no son las pasiones humanas sino las instituciones sociales las que han impedido que los hombres alcanzasen la felicidad común: la propiedad privada ha engendrado la desigualdad. La comunidad deberá abolir por lo tanto esta última y establecer la posesión colectiva de la tierra y de los medios de producción lo que desembocará en una igualdad tan estricta entre los individuos que incluirá los vestidos, la vivienda y las diversiones, que serán las mismas para todos.
Sostuvo que la organización política debía ser democrática, basada en el sufragio universal y en el carácter electivo de todos los cargos, incluso defiende la revocación eventual de todos los cargos cuando la gestión gubernativa no fuese satisfactoria. La democracia, pues, será elevada a su más alto grado de perfeccionamiento, desde la representación municipal hasta la representación nacional. Pero lo curioso y contradictorio con este esquema “democrático”, es el hecho de que en su sociedad ideal se establecen la censura de prensa y la limitación en los periódicos para preservar la estabilidad política.
La religión, fundada en el Evangelio (naturalmente bien entendido), inspirará a todos la humana fraternidad. Pero como la comunidad se instaurará no por la fuerza, sino por la divulgación de ejemplos concretos, será necesario un período de transición bajo la dirección de un dictador que goce de la confianza del pueblo. Este comunismo no es revolucionario y la comunidad no se extiende sino a los bienes económicos, pues Cabet pretende conservar el matrimonio y la familia.
Pues bien, todas esas ideas van a plasmarse con detalle, diáfana y pormenorizadamente, en la utopía Voyage en Icarie (1840) (1) que escribirá durante su exilio en Inglaterra, bajo el reinado de Luis Felipe, y en contacto con la realidad social creada por el desarrollo capitalista industrial. Inspirada especialmente por la Utopía de T. Moro y por el comunismo utópico de Babeuf (2), el título evoca aquel personaje mitológico, Ícaro, que intentó volar hasta el sol con unas alas de cera que el calor derritió. En ella, Cabet evoca y describe la existencia feliz de una isla comunista, situada en un país remoto y desconocido, basada en la comunidad de bienes y ausencia de moneda, en la democracia electiva en la que se ha prescrito la abolición del derecho de herencia y ordenado la exigencia de un impuesto progresivo sobre la renta y de una reglamentación estatal de los salarios. Existen talleres nacionales, una educación pública –-desde los cinco años—, complementada con 12 años de instrucción moral y cívica más tres de ejercicios militares en la Guardia Nacional; un rígido control eugenésico del matrimonio, como en la utopía de Campanella y, sorprendentemente dado su democratismo, un solo periódico controlado por el gobierno y censura.
Lo que más choca o sorprende a mentalidades más individualistas es el extremo igualitarismo, y no sólo económico, impuesto en Icaria: todo el mundo debe vivir en el mismo tipo de casa, cumplir el mismo horario, comer la misma comida o menú en los comedores comunitarios, repartirles porciones idénticas de alimentos, trabajar el mismo número de horas cada día (siete), llevar un uniforme igual todos los de un mismo sexo, edad, profesión o situación (sólo el color puede ser variado) (3). La novela y el manifiesto “Allons en Icarie”, publicado por Cabet tras su edición, suscitaron gran expectación y entusiasmo en el público francés. Tras su publicación, y a su imitación, proliferaron sociedades icarianas que aspiraban a hacer realidad el mundo fantástico que se describía en la obra. El efecto de esta utopía novelada sobre la clase trabajadora francesa fue muy grande, tanto que hacia 1847 Cabet contaba con un número de partidarios que se estimaba entre doscientos mil y cuatrocientos mil, muchos de ellos ansiosos de poner en práctica el icarianismo y sus colonias.
Pero su autor estaba convencido de que Icaria tenía que ser buscada en América, para lo cual firmó un contrato con una compañía americana para la compra de un millón de acres. Por recomendación de Robert Owen trató de fundar una colonia “icariana” en Texas, reciente en la Unión y de escasa población, y otra, en Nauvoo (Illinois), abandonada recientemente por los mormones. Ambas tuvieron una vida efímera y nunca pudieron desarrollar plenamente el ideal comunitario diseñado por Cabet. Cuenta Edmund Wilson que cuando los primeros sesenta y nueve icarianos firmaron en el muelle del Havre, momentos antes de embarcar, los “contratos sociales” por los cuales se obligaban a mantener un régimen comunista, Cabet declaró que “ante tales hombres de vanguardia” no podía “dudar de la regeneración de la raza humana”. Pero cuando los icarianos llegaron a Nueva Orleans, en marzo de 1848, descubrieron que habían sido estafados por los americanos: las tierras, en lugar de encontrarse a orillas del río Rojo, se hallaban a cuatrocientos cincuenta kilómetros de sus márgenes, hacia el interior del país, en medio de estar concentrados en un solo lote. Llegaron, sin embargo, a su destino en carros de bueyes. Todos cayeron enfermos de paludismo, y el médico se volvió loco. Cabet y otros emigrantes se les unieron más tarde (4).
Edmund Wilson en su lúcido relato de los avatares icarianos en los Estados Unidos –que seguimos en apretada síntesis- nos informa de que, aunque los icarianos no se disolvieron hasta casi finales de siglo, sus etapas de prosperidad fueron modestas y escasas. A pesar de todos sus esfuerzos nunca lograron salir adelante; dependían del dinero que recibían de Francia, pues no producían lo suficiente para cubrir sus necesidades. La consecuencia fue que los icarianos contrajeron grandes deudas que nunca pudieron pagar. Se dice que tardaron decenios en aprender el inglés. Celebraban continuamente reuniones políticas, donde solían pronunciarse interminables discursos en francés y se mostraban desunidos y desgarrados por disensiones frecuentes (secuelas del conflicto entre los instintos del pionero americano y los principios del doctrinario francés). Influyó también en su fracaso el hecho de carecer Cabet, en tanto que líder, de la superioridad espiritual de un Robert Owen o de un John Humphrey Noyes.
Fue el más burgués de los dirigentes comunistas y el menos carismático. No tenía verdadera imaginación para adivinar las posibilidades de la agricultura o de la industria; y, reduciendo siempre la comunidad a las más cautas dimensiones de la pequeña economía francesa, prohibió el tabaco y el whisky, se dedicó a supervisar los asuntos privados, minando así la moral de los miembros y provocando que se espiaran entre sí. Finalmente, llegó a comportarse de forma tan tiránica o dictatorial que los icarianos cantaron la Marsellesa bajo sus ventanas y le desafiaron abiertamente: “¿Hemos recorrido tres mil millas para no ser libres?”. En 1856 Étienne Cabet fue destituido y expulsado por la mayoría de la comunidad, muriendo poco después en San Luis de una congestión cerebral. “Cabet dejaba el recuerdo de su inalterable entusiasmo, de su encanto persuasivo y también de su autoritarismo difícil de soportar” (5).
Una segunda revolución icariana emprendió el camino opuesto. Los miembros más jóvenes, estimulados por la creación de la Internacional obrera y la Comuna de París de 1871, se alzaron contra los más veteranos, convertidos en pragmáticos agricultores americanos. Reclamaron igualdad de derechos políticos para la mujer y la puesta en común de los huertos privados, una de las principales gratificaciones para la parca existencia de los viejos. Otra escisión provocó la marcha de algunos a California, donde fueron desapareciendo poco a poco (6). Hacia 1898, prácticamente ya habían desaparecido.
Los icarianos también se expandieron por toda Europa, concretamente en España hubo algunas comunidades icarianas y seguidores de Cabet. Antonio Elorza en su investigación sobre el socialismo utópico español nos informó acerca de los utópicos españoles –-sansimonianos, fourieristas e icarianos o cabetianos— durante los años iniciales de la Regencia de María Cristina, necesarios precedentes para el nacimiento del anarquismo y del socialismo marxista en España. Concretamente en su antología recoge el grupo de catalanes que se agruparon en torno a Narciso Monturiol, el inventor del submarino “Ictinio” y de José Anselmo Calvé, fundador de las sociedades corales, también fueron cabetianos. El primero fundó un periódico de esta tendencia, “La Fraternidad” (1847-48), a la que siguió “El padre de familia” (1848-49) (7).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) El libro había aparecido en 1839 con el título Voyages et aventures de lord William Carisdall en Icarie, “obra de Francis Adam traducida del inglés por Th. Dufruit, profesor de lenguas”. En 1840 aparece la nueva edición ya a su nombre y con el título de Voyage en Icarie. El epígrafe decía: “Primer derecho: vivir. A cada uno según sus necesidades y de cada uno según sus fuerzas” (D. Desanti, op. cit., p. 374).
2) Según Morton, ya conocía además la obra de Owen y de Harrington. Los constructores de Icaria parecen haber imitado a los arquitectos de Amauroto y el fundador de Icaria, Icar paree descender en línea directa de Utopus, el héroe de Tomás Moro; el mismo geometrismo: Icaria está dividida en 100 provincias y cada una en diez distritos municipales; sus calles amplias rodeadas de jardines, cada manzana tiene 15 casas iguales; las aceras están cubiertas por tejadillos de cristal, para proteger de la lluvia, y unas máquinas eliminan la “polución” de las calles.
3) A. L. Morton, Las utopías socialistas, Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1970, pp. 134-135.
4) Edmund Wilson, Hacia la estación de Finlandia, Alianza, Madrid, 1972, pp. 131-138.
5) Dominique Desanti, Los socialistas utópicos, Editorial Anagrama, Barcelona, 1973, pp. 369-397.
6) Edward Wilson, Hacia la Estación de Finlandia, op. cit. pp. 132-134.
7) Socialismo Utópico español, Selección de Antonio Elorza, Alianza Editorial, Madrid, 1970, pp. 100-141.
ÍNDICE:
I. LOS PRIMEROS SOCIALISTAS UTÓPICOS
II. DE LAS UTOPIAS RELIGIOSAS DEL XIX A LOS PROYECTOS COMUNALISTAS Y SECTARIOS DEL XX
III. SAINT-SIMON. PROFETA DE UNA NUEVA RELIGIÓN
IV. SAINT- SIMON. FILÓSOFO Y SOCIÓLOGO LA SOCIEDAD INDUSTRIAL
V. LA ESCUELA SANSIMONIANA. EL PADRE: PROSPER ENFANTIN
VI. FOURIER Y LA ARMONIA PASIONAL DEL NUEVO MUNDO
VII. CHARLES FOURIER. EL FALANSTERIO COMO ORGANIZACIÓN SOCIAL
VIII. ROBERT OWEN Y LA UTOPÍA DE NEW ARMONY
IX. ÉTIENNE CABET Y LAS COLONIAS ICARIANAS