El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (1)

  1. Primeras lecturas

Se aficionó a leer tarde, ya en plena adolescencia, quizá porque su interés había estado centrado en otros asuntos y no había podido descubrir el placer que comporta la lectura. Había sido un niño al que le había gustado jugar en la calle o en los corrales de las casas, un niño que había sentido una gran fascinación por las películas que veía en el cine de su pueblo o en la televisión. La lectura, durante su infancia, había quedado postergada, sustituida por otras actividades a las que concedía más importancia. Muchas veces, en realidad, se aburría leyendo, de modo que siempre terminaba abandonando el libro que hubiera empezado, aun cuando sus primeras páginas le hubiesen resultado interesantes.


La verdad es que las cosas suceden cuando tienen que suceder. A la edad de trece o catorce años su forma de pensar había cambiado; su mayor inquietud la constituían los estudios, ya que se hallaba en un periodo en el que debía dedicar más tiempo a ellos si no quería verse rezagado en el instituto. Eso hizo que empezara a considerar la lectura como algo necesario, ya que era un ejercicio que le podría venir bien para mejorar su rendimiento académico. Se había dado cuenta de que su vocabulario era pobre y que precisaba ampliarlo; con la lectura no solamente lo conseguiría, sino que comprendería con más facilidad los textos que había de estudiar.

Antes de su ingreso en el instituto, había leído un libro de viajes que le pareció bastante entretenido; ya no era una literatura juvenil, sino que se trataba de algo más serio. Gracias a aquella obra, había viajado con su imaginación por los lugares por los que había pasado el protagonista; igual que le había ocurrido de niño con el cine, con los libros podía recrear mundos imaginarios. Fue una especie de descubrimiento que lo animó a seguir leyendo, como así hizo en cuanto comenzó el primer curso de bachillerato. Los fines de semana los empleaba, entre otras cosas, a leer; había comprendido que si uno se organizaba bien podía tener tiempo para todo, para cultivar las aficiones que más le gustasen. Había compañeros que jugaban al fútbol y otros incluso que colaboraban con los padres en sus trabajos. La lectura era una buena ocupación, a la cual podría dedicar dos o tres horas los sábados y los domingos, dependiendo de las ganas que tuviera o de las tareas que hubiera de realizar para la semana siguiente. En la asignatura de Lengua Española, se había de leer, además, un libro cada trimestre, elegido de una lista de títulos que al principio había facilitado el profesor. Era esta una lectura obligatoria, a la que él pensaba sumar una más cada cierto tiempo.

En su casa disponía de una exigua biblioteca, por lo que se valdría de la del instituto para sacar volúmenes prestados. El primero que sacó fue una novela realista, ambientada en el siglo XIX, cuyo título le pareció bastante significativo. Aún no tenía suficientes conocimientos de literatura para escoger con acierto por su cuenta; se guiaba por el instinto o por lo que le sugiriesen el título o la sinopsis de la contraportada. En principio, consideró que era interesante conocer a través de aquella novela el modo de vida de otra época, ya que era aquello algo que él buscaba en los libros, información sobre un determinado periodo de la historia o sobre un asunto que desconociera. La literatura no solo era un medio de divertimento, sino que también instruía acerca de muchos temas, como él ya había comprobado por lo poco que había leído.

Aquella novela, que la terminó antes de que acabara octubre, no le decepcionó; el autor reflejaba muy bien las costumbres del siglo XIX, con una historia que parecía también extraída de la misma realidad, protagonizada por personajes que tenían que enfrentarse a una serie de adversidades y que sufrían al no ver cumplidos sus propósitos.

El segundo libro, también sacado de la biblioteca del instituto, era de aventuras. Un viejo marino contaba en él sucesos que le habían ocurrido en sus travesías por el mar después de rememorar algunos episodios de su niñez. Parecían, ciertamente, aventuras fantásticas, inventadas por el autor de la obra.

La lectura, al final del primer trimestre, se había convertido para él ya en un hábito del que no podía prescindir, casi en un vicio. Hasta entonces lo que había leído eran novelas, pero a comienzos del segundo trimestre le dio por leer una obra compuesta de relatos y poesía. Le resultó fabulosa. Los relatos lo trasladaron a lugares exóticos, en los que habitaban seres extraordinarios; era pura fantasía, con la que consiguió evadirse de la realidad en la que se hallaba; igual que con el cine, su imaginación volvía a dispararse siguiendo los sucesos que en aquellos cuentos se referían. La poesía, por otra parte, inundó su espíritu de sutiles sentimientos gracias a palabras muy bien acordadas que se engarzaban en versos dotados de un ritmo muy acusado. Tanto le gustaron los poemas de aquel libro que sintió deseos de imitarlos, de escribir él también poesía.

Más que una afición, la lectura de obras literarias había pasado a ser una necesidad, una fuente de placer a la que acudía siempre que podía. Navegó en barcos de piratas por mares procelosos, exploró islas desiertas, atravesó pasadizos secretos, asistió a batallas encarnizadas, se internó en selvas que parecían inextricables, ascendió por recuestos empinados, anduvo con arrojo por la cornisa de montañas muy altas en medio de nieblas que disminuían su visión, se encontró con tipos de torva catadura, deambuló por mercados atestados de una multitud bullanguera, fue objeto de persecuciones, se libró de ellas corriendo por callejuelas estrechas, descubrió paisajes de una inusitada belleza, conoció a mujeres de bello rostro que estaban ataviadas con ropas antiguas, cabalgó a lomos de un corcel por estepas interminables, oyó canciones maravillosas en boca de muchachas alegres, pasó hambre, se alimentó de hierbas y de frutas silvestres, vivió durante un tiempo en una cueva, fue sirviente de un sultán que habitaba en un palacio encantado, durmió a la intemperie, estuvo a punto de morir a manos de unos bandidos, se refugió en jardines que eran un remedo del paraíso, pronunció discursos, debatió con filósofos ilustres, meditó en noches de impenetrable silencio, vio amaneceres espléndidos, viajó por territorios extraños en los que nunca se ponía el sol, convivió con pueblos primitivos, aprendió a hablar lenguas antiguas, caminó sin cansarse durante varias jornadas seguidas, conoció a seres que parecían proceder de otro mundo, soñó que se moría, estuvo preso en una cárcel, se hizo amigo de los carceleros, oyó voces de niños que arrastraba la brisa, contempló el mar tendido ante él en un atardecer lánguido de otoño…

 

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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