Locus amoenus (Un relato)

Aquella mañana no la olvidaré nunca. Desperté todavía somnoliento y cansado y me dirigí al cuarto de baño para asearme. Al entrar observé que el espejo, no sé por qué, estaba empañado, con la toalla traté de limpiarlo. Me acerqué y no vi mi rostro reflejado en él como de costumbre. En la esquina superior izquierda lo encontré. No había duda, era él: una especie de ángel bello, de resplandeciente aura.

-«Buenos días», me dijo con su voz terrible y fascinante, como si desde un lugar extrahumano se emitiera.

-«Buenos días, señor», respondí sorprendido y tembloroso. Poco a poco me fui tranquilizando. Mi cuerpo, adquiriendo desacostumbrada ligereza, ingrávido y leve como aún sumido en el sueño. Me sentía físicamente muy bien: mi estado de ánimo sosegado ya, mis habituales dolores de huesos habían desaparecido.

– «¡Bienvenido! – me dijo – al ‘país de la no-muerte’, al ‘lugar de la eterna juventud’, amigo visitante».

– «No comprendo lo que me dice, señor», respondí.

– «Has de saber que has entrado en un lugar mágico: en donde no existe la enfermedad, ni el sufrimiento, ni la tristeza; que desconoce el paso del tiempo y la amenaza de la muerte inexorable. Los que aquí vivimos gozamos por siempre y para siempre de lo que los humanos de tu mundo desean y han deseado desde que allí se tiene memoria».

– «¿Estoy en el paraíso, tal vez?», pregunté.

– «No puedo decírtelo, todavía. Tú mismo encontrarás respuesta a tu pregunta cuando conozcas este lugar un poco más».

Pasé conversando con él varias horas que me parecieron segundos. Después nos fuimos a dar un paseo entre toda una muchedumbre de hombres y mujeres elegantemente uniformados, los hombres vestidos de blancas túnicas, las mujeres con elegantes capas rojas que acentuaban su atractiva pero impersonal hermosura. Vimos también animales y avecillas vagando por los prados y revoloteando por los árboles y jardines del lugar.

Era un paisaje idílico. Todo era de una belleza y perfección tales que más que seres vivos parecían esculturas semovientes de mármol, hieráticas y frías.

– «¿Qué ocurre aquí?», pregunté intrigado.

– «Nada extraño», me contestó el que yo suponía un ángel. «Desde hace ya muchos años aquí no existe la muerte, ni el dolor físico, ni el sufrimiento. Los avances científicos los suprimieron definitivamente. Se erradicaron las enfermedades y las pasiones humanas quedaron neutralizadas por siempre jamás. No existe el odio, ni los celos, ni la ambición, ni la mentira; tampoco la crueldad, ni la envidia, ni la guerra, ni ningún tipo de mal o imperfección».

Efectivamente todo era orden en aquel luminoso lugar, todo simetría y perfección geométricas: el desorden era impensable. No lo podía asimilar ni comprender.

– «No veo niños, ni jóvenes, por estos lugares», dije extrañado.

– «No son necesarios», repuso. «Al no existir la muerte no hay por qué renovar la humanidad. Hemos llegado a la perfección. No esperamos nada más. Sólo gozar de esta vida eternamente».

Y continuó diciendo: «A nada tememos porque no existe el mal, ni el dolor, ni la desdicha, como antes señalé; a nada aspiramos, porque nada nuevo, nada que no conozcamos ya, nos puede sorprender. El azar lo hemos controlado. Nada imprevisto o inesperado puede surgir. Este es el mejor de los mundos posibles. Es el «nuevo mundo» donde una «nueva humanidad» ha alcanzado definitivamente lo que en vuestro mundo todos siempre han anhelado. Recuerda, amable visitante, cómo se lamentaba uno de los más ilustres escritores de vuestro mundo -creo recordar que se llamaba Shakespeare- de los efectos lesivos y deletéreos del tiempo y del envejecimiento: ‘Borra el tiempo ese joven ornamento florido, / abre surcos profundos en el más bello rostro / y consume primores que otorgara la vida: / cuanto existe y florece la guadaña lo siega’ (Soneto IX). Pues bien, nosotros hemos logrado detener esos inconvenientes que antaño angustiaban a la condición humana».

Comprobé que todos los hombres y mujeres que veía eran, efectivamente, bellos, sanos, atléticos, equilibrados.

– «¿Todos se parecen mucho, no es cierto?», pregunté.

– «Sí», contestó, «con el transcurrir del tiempo, las diferencias desaparecen. Todos nos nutrimos con alimentos dietéticos científicamente testados para prevenir las enfermedades. Nuestra dieta es suficiente: recibimos específica y estrictamente los alimentos y medicamentos que cada uno necesita para mantener su salud y estado de ánimo».

Le pregunté a qué dedicaban su tiempo. Me contestó que las máquinas (robots) se encargaban de todo ello a la perfección. Encontré maravillosa tal situación y le sugerí que tendrían mucho tiempo para dedicarlo al arte, la música, la cultura, la lectura y, en general, al ocio creativo.

– «No» -argumentó- «pues todo eso ya ha sido también resuelto en nuestra civilización tecnológica hiperdesarrollada. Todo lo conocemos: un sistema de informática cuántica atesora todo el conocimiento y toda la belleza artística posible. Nuestros cerebros están conectados a él. No necesitamos artistas, músicos, poeta, científicos. Con sólo desearlo contemplamos el más bello de los paisajes, escuchamos la más deliciosa de las sinfonías, experimentamos los placeres más intensos o resolvemos el más complicado de los problemas matemáticos».

Inquiriéndole por su nombre me contestó: «No necesitamos tener nombre ni identidad. Esas son cosas del pasado que fomentaban el egoísmo, las diferencias y desigualdades, la envidia y la ambición, las injusticias, el dolor y el sufrimiento».

– «Pero, entonces, ¿qué esperan de esta vida, siempre igual, monótona y uniforme?»

– «¿No es eso lo que los humanos siempre habéis deseado: llegar a construir un paraíso en la tierra de manos del progreso y de la ciencia? Pues aquí lo tenéis ya realizado de una vez por todas»…

El ángel desapareció como por ensalmo. El sol por el horizonte ya declinaba y yo no sabía adónde encaminarme. A lo lejos, descubrí la salida. Me dirigí hacia ella y al traspasarla giré mi cabeza y elevándola pude leer en el frontispicio de su entrada la misma inscripción que Dante Alighieri había puesto al inicio del Inferno: «Lasciate ogni speranza voi ch’ intrate» (Canto III, Divina Comedia).

Tomás Moreno Fernández

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