Era frecuente que en las horas libres, sobre todo por la tarde, se nos llevase a los alumnos a la biblioteca del instituto, donde además de estudiar podíamos leer alguno de los libros que se hallaban en sus estanterías. Como hacía pocos años que se había creado, no estaba provista aún de muchos ejemplares. Recuerdo que había una colección de autores clásicos de la editorial Ebro y que en una de las estanterías, en la que estaba situada a la derecha de la mesa del profesor que ejercía de bibliotecario, se alineaban libros contemporáneos, entre los que se encontraban bastantes de escritores hispanoamericanos. Una tarde, llevado por no sé qué deseo, me dio por elegir uno de estos últimos, aunque no me acuerdo del título ni del nombre del autor siquiera. Se trataba, en cualquier caso, de una novela, perteneciente sin duda al boom de la literatura hispanoamericana.
La biblioteca era una sala amplia, con grandes ventanas de cristal esmerilado que daban a uno de los patios del instituto. En los días de invierno, entraba por las ventanas la luz macilenta de la tarde, de un tono malva. Posiblemente fuera invierno, pues a poco que estuvimos los alumnos instalados en la biblioteca cayó la noche y se hubo de encender la luz eléctrica.
Yo, como he contado, había cogido una novela para empezar a leerla. Quizá me había llamado la atención el título, o tal vez la portada. Como era también habitual, había ocupado junto a dos o tres compañeros una de las últimas mesas, donde me sentía más a gusto.
Como hace mucho tiempo de aquello, no recuerdo quién era el protagonista de la historia, aunque sí sé que quedé atrapado desde el principio por el ambiente que se recreaba al comienzo, en los primeros capítulos. No leería aquella tarde más de veinte páginas, aunque lo hice muy deprisa, subyugado por lo que en esas páginas se refería. La acción se situaba en una ciudad portuaria, barrida por una lluvia fría, frente a un mar embravecido. Había una luz escasa en la escena, ya que era de noche; se oía el batir de las olas, colérico, misterioso, como si se tratase de la voz de un monstruo. Era una escena lúgubre; había un muelle solitario, golpeado por los aletazos de una lluvia oblicua. La historia estaba contada en tercera persona por un narrador omnisciente. Tengo, como decía, un vago recuerdo de lo que leí aquella tarde; quizá parte del episodio inicial se desarrollaba en el interior de una habitación, posiblemente en una fonda, donde se habría refugiado un viajero. El viajero, del que no recuerdo ningún detalle, esperaba acaso la visita de alguien, de un conocido de otro tiempo con el que se había citado. Era una espera que se prolongaba por la tardanza del conocido, mientras en el exterior seguía oyéndose la insistente percusión de la tempestad, la llamada oscura de la lluvia, el grito espeluznante de un viento siniestro. Parecía como si estuviese a punto de producirse algo terrible, un suceso truculento. La imaginación del lector quedaba sugestionada por el ambiente que el autor con gran acierto lograba reproducir, en una ciudad de rasgos imprecisos, quizá del sur del continente americano.
Por motivos que ahora desconozco, no seguí leyendo la novela; tal vez la fui postergando por la obligación que tenía de cumplir otros deberes relacionados con los estudios. Es probable que incluso me olvidara de ella y que al cabo de los años la recordara y me preguntara qué habría sucedido después de aquellos primeros capítulos. Muchas veces he leído el comienzo de novelas hispanoamericanas, tratando de hallar la que yo había empezado a leer aquella tarde de invierno en la biblioteca del instituto, pero ninguna se ajustaba a los recuerdos que de ella conservaba. La novela tenía un poder de atracción muy grande, basado quizá en la dosis de misterio con que había sido descrito el ambiente en el que tendrían lugar los hechos. El autor, con su arte descriptivo, había logrado crear una atmósfera singular, propia de una historia de terror o de una película de cine negro. Yo he imaginado a un protagonista de un pasado oscuro, al que le abruman los sucesos ocurridos en otro tiempo; posiblemente lo que intenta es reconciliarse con ese pasado, en el cual cometió errores de los que está arrepentido. Sería un personaje atormentado, al que persigue la sombra de una culpa, por lo que aquel ambiente nocturno de lluvia y de frío del comienzo se correspondía muy bien con su estado ánimo, con el tormento interior que sufre.
No sé si algún día me atreveré a escribir una historia con los elementos que encontré en aquella novela o si preferiré que permanezca para siempre gravitando en mi memoria. Es posible, ahora que me lo planteo, que opte por esto último, ya que de ese modo se mantendrá el misterio que latía en las primeras páginas, pues si decidiera escribir la historia ese misterio seguramente desaparecería, sustituido por los hechos de los que se compondría la trama, aun cuando el final fuera incierto.
Pienso que lo que mueve al escritor es precisamente el hechizo que se desprende de aquello que no ha sido desvelado y que por tanto pertenece al mundo de la imaginación, al terreno de lo ficticio. La realidad no atrae tanto, a no ser que tenga que ver con sucesos pasados, porque lo que se recuerda es siempre impreciso y fragmentario, como si perteneciera también a una historia ficticia.
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