El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (5): Manuel

Al decir de muchos en el pueblo, Manuel era un santo. Vivía en la casa de una hermana, en un cuarto interior, retirado de la familia. La hermana y el cuñado, compadecidos de él, le habían proporcionado aquel alojamiento.

Como no ocasionaba ningún problema, sino que incluso resolvía muchos que se presentaban en la casa, era muy bien tratado, sobre todo por los sobrinos, que lo querían mucho. La verdad es que era imposible llevarse mal con Manuel, ya que era principalmente un hombre bueno, un hombre humilde y sencillo, siempre dispuesto a servir a los demás, aun cuando no se lo pidieran. Se pasaba los días haciendo mandados y pequeños trabajos, por los que la gente lo gratificaba con unas propinas; con lo que ganaba a diario era suficiente para mantenerse, de modo que la hermana y el cuñado no tenían que gastar ningún dinero en él.

Manuel tendría poco más de cincuenta años cuando yo lo conocí, aunque por la compostura de su cuerpo y por el aspecto de su rostro aparentaba muchos más. Andaba un poco encorvado, con cierta torpeza de movimientos que lo hacía trastabillar de vez en cuando. Aunque la expresión de su cara era habitualmente seria, no era raro que asomase a ella una tímida sonrisa, una sonrisa que no acababa de dibujarse. Tenía la frente ancha, los ojos hundidos, de un color pardusco. Hablaba poco y de un modo defectuoso; más que hablar, mascullaba en realidad las palabras, como si hubiera tenido alguna dificultad para expresarse que no hubiese conseguido nunca superar. A menudo asentía con la cabeza, sobre todo cuando había de dar su conformidad con lo que se le estuviese diciendo o cuando se veía obligado a cumplir con un mandado o a realizar un pequeño favor.

Yo lo veía con frecuencia por las calles del pueblo; había incluso días en que, con su paso inseguro y vacilante, se cruzaba conmigo varias veces, siempre cargado con algún bulto o transportando en un carrillo cualquier material. Como ya me conocía, yo procuraba saludarlo con cariño, lo cual él agradecía siempre, correspondiéndome con un gesto de la cabeza o con un leve arqueamiento de las cejas.

Manuel era una de esas personas que son incapaces de oponerse a la voluntad de nadie; cualquier cosa que se le encomendase, por complicada que fuese, la realizaba de buen grado, como si en su vida no tuviera otra función que servir al prójimo.

Por la casa de mis abuelos aparecía mucho; como la puerta de la calle solía estar durante casi todo el día en aquel tiempo abierta, él se presentaba con la mayor confianza en el comedor, normalmente con algún pedido para la tienda que mi abuelo regentaba. Siempre que llegaba, se detenía un rato a hablar con mi abuela y mi tita, a quienes él debía de querer mucho por el buen trato que le dispensaban. Ellas lo entendían bien y conversaban con él de asuntos que le gustaban, relativos muchos de ellos a sucesos del pasado. Yo asistía a aquellas conversaciones y, aunque era un niño, me percataba de la bondad y de la mansedumbre que tenía aquel hombre. Más de uno, de acuerdo con su apariencia y con las limitaciones que mostraba, hubiera pensado que Manuel no era normal o que sus capacidades mentales estaban algo disminuidas; sin embargo, a mí no se me ocurría en ningún momento que ello fuera así, ya que el afecto que le profesaba me llevaba a considerarlo de otra manera.

Una tarde de verano que estaba con mis amigos jugando en la plaza de la Iglesia, como era frecuente entonces, lo vi pasar con el gesto demudado, como si le hubiera sucedido algo muy desagradable. Llevaba un paquete bajo el brazo y andaba con paso tardo, más lento y torpe incluso que el habitual.

Sin dudarlo, me aproximé a él corriendo, interesado en saber qué era lo que le había pasado. Al acercarme, advertí que tenía un ojo ensangrentado y muchos desollones en los brazos. Él se detuvo al verme y se quedó mirándome con pesar, como si le diera vergüenza que lo hubiera hallado en aquel estado. «Me he caído ―farfulló―; he tropezado con unas piedras y me he dado de bruces contra el suelo.» «Será mejor que regrese a su casa para que lo curen», musité yo, observándolo con inmensa lástima. «Antes tengo que entregar este paquete a unos señores», siguió farfullando él, mostrándome el paquete. «Si quiere, lo entrego yo», me atreví a proponerle. «Me duele un poco el ojo, pero no pasa nada», dijo Manuel con un asomo de sonrisa, al tiempo que echaba a andar en dirección al lugar donde había de cumplir con aquel encargo.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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