La existencia, despejada de la niebla que la cubría, es iluminada por un sol nuevo

El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (9): Cántico

Hay momentos en la vida en que se alcanza una plenitud soñada. Son instantes únicos en los que el gozo embarga el alma, en los que se cree que se ha coronado una cima; la eternidad parece estar contenida en ellos, en instantes en los que todo se presenta henchido de gloria y de bondad. Es un estado al que se llega después de diversas etapas; no se trata de algo gratuito ni circunstancial. Lo que no se desea no da tan buen resultado; si no hay un proceso previo, una necesidad, las cosas se malogran, no pasan de ser transitorias o fruto de un engaño.

Yo nada invento; todo lo he experimentado, ha sido labor de muchos años, al cabo de los cuales he visto colmados mis deseos. No soy ambicioso ni creo que haya caído nunca en la tentación de la vanidad o de la presunción. Mi vida ha discurrido, por lo general, por cauces más sencillos, sin que en ningún momento haya tenido que recurrir a artificios o a manipulaciones para que se hiciera mi voluntad. Quien recurre a ellos, envaneciéndose sin necesidad, se engaña pensando que lo que ha conseguido es el mayor bien al que puede aspirar. Los éxitos de este mundo son todos vanos y caducos, por mucho que se crea al principio que van a durar siempre o que van a ser una fuente constante de satisfacción.

Sería difícil precisar a partir de qué instante todo empezó a cambiar para mí. Ocurrió cuando yo estaba ya maduro, después de haber sufrido muchos desengaños. Fue quizá cuando comprendí que los frutos verdaderos son los que nacen del corazón, porque nada que no tenga en él arraigo podrá sostenerse después. El amor es, sin duda, de todos el principal fruto, el que goza de más vigor. Estoy convencido de que los seres humanos, en contra de lo que se piense, están hechos para amar. El odio o las malas acciones los alejan de sí mismos, los apartan del camino que deben seguir. Lo que los hace sentirse mejor es la punzada que los lleva a querer a sus semejantes, especialmente a los que tienen a su alrededor. De esa inclinación se derivan los sentimientos más nobles, los que los colma de felicidad. Es lo que he comprobado yo después de todo lo que he vivido, en una época en la que después de haber surcado muchas aguas tengo la impresión de que he arribado a la costa de mi madurez, una costa que me parece al comienzo extraña pero que me acaba resultando familiar.

La plenitud soñada se alcanza cuando el espíritu se ha liberado, cuando se ha logrado la pureza que hace falta para volar. Es una tensión que se siente cuando ya solo se desea subir, ascender a la cima que se ha vislumbrado entre la niebla que sobre la existencia se cernía. Son momentos culminantes en los que el amor triunfa después de periodos de sequía, después de travesías por desiertos que parecían interminables. Lo que no se agota termina robusteciéndose: el amor es una fuerza que renace y que impulsa al alma a creer. Yo he amado y he triunfado a una edad en la que pensaba que no podría ocurrir. Quizá es un milagro, uno más de los que a la vida enaltecen. No me importa a estas alturas tener una recompensa que justifique mis desvelos: el amor, si es auténtico, no necesita ser correspondido; es un sentimiento que crece a medida que se proyecta hacia los demás, hacia los que son objeto de su pasión.

La existencia, despejada de la niebla que la cubría, es iluminada por un sol nuevo, cuya luz se expande por un paisaje de perfiles nítidos. No hay nada tan bello ni tan deslumbrante como lo que se descubre en momentos de exaltación, cuando el alma, después de haber alcanzado lo que quería, ya solo desea cantar.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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