El doctor, Norman Rockwell, óleo sobre lienzo, 1938_

Aquella Dama que un día nos visitó: La Virgen de Fátima Peregrina (3/3)

En pocos minutos, entró mi padre por la puerta de la casa acompañado del doctor Don Paco. A nadie escuché jamás decirle o nombrar Don Francisco.

Como había confianza el galeno se fue directo hacia el cuarto donde yo en la cama estaba al cuidado de mi madre. Era un hombre, enjuto, quizá en demasía; siempre vestía bilbaína y un traje, que yo recuerdo gris claro. Pasos lentos y pausados con leve inclinación de su cuerpo hacia adelante y una cierta tranquilidad y paz que reflejaba en su rostro acompañada de un ejemplar y educado porte. No muy hablador, aunque a todo el mundo conocía y de todo el mundo que allí vivía, sabía de su historial sanitario que archivaba en su mente de forma inequívoca.

Siempre, al menos a mí eso me parecía con mis cortos años, lo primero que hacía, incluso antes de saludar, era agarrarte la mano, asir tu muñeca y mirar el reloj de la suya; comenzar a contar pulsaciones, sin dejar de hablar. Te descubre el pecho y espalda y con su viejo fonendoscopio, que sacaba de su bolsillo, te auscultaba, ahora sí, en silencio, con mirada perdida mirando al infinito o hacia el techo. terminaba comentando para sí mismo algunas palabras resolutivas de aquella enfermedad que pensaba tenías, buscando un diagnóstico, palabras que él sólo entendía, porque solo para sí decía.

De forma inmediata y retórica cogiendo su bloc de recetas, comenzaba a escribir, más bien… garabatear, en este caso, sus recetas, que como siempre nadie entendía. Normalmente, todos los médicos así escribían.

Receta en mano y mirando los ojos de su interlocutor, comenzaba a aconsejar y dar remedios, formas y actuación, a cumplir por el enfermo, además de alguna medicación. Escasa, porque era escasa. Que teníamos que encargar a Granada o ir a Colomera a hacerse con ella. Hemos de considerar que aquellos tiempos eran cortos en todo, hasta en medicamentos, por eso los consejos y remedios personales y caseros de los médicos eran muchos y algunos muy buenos que vienen a curar aquello para lo que aún no había remedio químico inventado.

Yo, mientras tanto, semi arropado en la cama, temblaba de pensar que a Don Paco se le ocurriera mandarme unas inyecciones para terminar de curar. No fue así, la cosa no era para tanto. Observar si me daba fiebre, mantener la cama ese día y, mañana a la escuela. Solo, dijo el galeno: Puede ser un pequeño enfriamiento. Yo enseguida recordé el asiento que ocupaba sobre la tabla en el camión, era el lugar idóneo para coger un enfriamiento. Todo el camino dando de cara aquella fresca brisa que casi nos helaba.

Ya terminada la consulta, el doctor, sin más, se marchó, y yo, como siempre, me pregunté: ¿… ¿Y no cobra nada…? Algún tiempo después comprendí por qué así actuaba el doctor en cada casa que visitaba, y en ninguna le daban nada ni le pagaban. “Igualas”, igualas era el misterio. Igualas era la forma de pagar al médico y el abono de sus honorarios era en especie. Lo único que había y que tenían aquellas rudas y sencillas gentes del pueblo porque liquidez de moneda no lo había. Era por ello por lo que, el sistema marchaba y resultaba más suave que efectuado en pesetas. Trigo, buen y recio trigo valenciano que criaban nuestras tierras con los cuidados de agricultores, peones y gañanes con el sudor de sus frentes y conocimientos ancestrales heredados desde siempre y aplicados a sus campos. Trigo era la moneda con la que le pagaban al “meico”, palabra muy usada por muchos pueblerinos para referirse al médico que, de ellos, veinticuatro horas al día y de lunes a domingo, cuidaba. Se decía por aquellos “entonces” que las gentes del pueblo dedicaban todo su tiempo a sus sementeras y cuido de sus campos de trigo y otros cereales y legumbres. Siendo Benalúa minifundista, cada agricultor y, por cuestiones de supervivencia, solían sembrar y criar de todo un poco.

Sembraban para, directamente, alimentarse, así como criar sus animales domésticos y con lo sobrante hacían venta de ellos. Así conseguían algo de dinero… y entre aquellos cereales y legumbres y este efectivo logrado de los vendidos, hacían su vida, hacían su año agrícola.

A pesar de sus incansables esfuerzos en su trabajo agrícola y laboral, había alguien en la zona que, sin tocar un terrón de tierra, sin, sobre ésta echar semilla alguna y desvivirse por ella recogía más cosecha que todos y, a partir de su “recolección” convertirse como los demás en agricultor, si no por lo labrado, si por lo recogido. Era el cosechero que más “encerraba” y ese era el médico, Don Paco, aquel que con sus “igualas” a todo el mundo cobraba las visitas que hacía y que pareciera que salía de las consultas caseras y a domicilio sin haber presentado factura de sus honorarios.

Era un sistema cómodo y de fácil pago, todo vecino del pueblo o de zonas cercanas, visitaban al médico y le proponían hacerse con él una “Iguala”. Se intercambiaban pareceres y el galeno interesaba, número de familiares que en casa tenía el solicitante, amén de otras pesquisas que el médico consideraba quedando aquel inscrito en el Libro de las Igualas, donde constaba su nombre, número de familiares inscritos y cantidad de trigo u otro grano como pago y requisito. Solía ser, una cuartilla, dos o más al año, como más de una o dos fanegas en función de los apuntados.

Tal sistema contaba con todo para su desarrollo, tenía a su servicio un señor del pueblo, que, con su mula, bien enjaezada, se dedicaba a visitar a los “igualados” y con la lista de estos y con unos sacos o costales de los que se acompañaba, envasaba lo estipulado, dando por cobrada la iguala del año. Partía hacia el almacén que el doctor tenía a tal fin preparado.

Un buen y noble hombre era, aquel señor que cobraba la “iguala”, que por muchos años sirvió a Don Paco. Juan Pérez Laguna, era su nombre y, su alias “Juanico el Pito”, al que parece, aún veo con su mula, paseando por el pueblo, en sus visitas a los clientes de la “Seguridad Social” de entonces.

Que sencillas, que fáciles, cuáles eran las cosas entonces y que bien marchaban. Todos las entienden y para lo que no necesitaban rellenar papel alguno, ni solicitar a nadie nada y, menos poner un par de pólizas en el margen superior de una carta membretada.

Todo ello era el motivo que la tranquilidad hallaba al vivir en los sencillos pueblos serranos de los Montes Orientales de Granada. Se distinguen estos por sus estaciones anuales. Comarca española situada en el septentrión de la provincial de Granada, delimitada por las sierras jienenses Sierra Sur y Sierra Magina y la Sierra de Cazorla al Noreste, al Este con la comarca Granadina de Baza, Guadix a Este y Vega de Granada al Sur, con Loja al Oeste, con el gentilicio de sus habitantes como “Los Monteros”.

Montes Orientales :: http://cept.paisajeyterritorio.es/assets/montes-orientales.pdf

Las características ambientales, meteorológicas y sociales, hacen de Benalúa de las Villas un pueblo muy agradable para su estancia temporal. La amabilidad de su gente y su cercanía a los visitantes colaboran a ello, amén de las distintas estaciones del año con sus acentuadas circunstancias meteorológicas que a cada una le da una forma de vida de adaptación a su clima creando situaciones y vivencias muy atractivas, como pueden ser el disfrute de un buen rincón con una buena “pava” ardiendo bajo las granzas de paja unos buenos troncos de olivo, chaparro o almendro y en sillas de anea, en semicírculo dispuestos, un buen grupo de sus gentes que en llegando el momento, le sirve de horno y cocina la lumbre que arde en la acogedora chimenea.

Ora, ponen o “tiran” sobre sus ascuas vivas un trozo de lomo o bien de panceta o ¿Por qué no tocino entreverado? Sin faltar la careta, un trozo de morcilla o una chicharra… de aquellas.

[FINAL]

Granada, diciembre de 2023

Gregorio Martín García

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