VIII. DAS LIED VON DER ERDE Y LA NOVENA SINFONÍA: ¿UN ABRAZO DE AMOR CON LA MUERTE?
Das Lied von der Erde (La canción de la Tierra) pertenece al último ciclo de canciones de Gustav Mahler, compuesto en forma sinfónica y distribuido en seis movimientos. Según los expertos, la obra completa de Mahler está constituida por tres fases o períodos. Con La canción de la Tierra, se abre la tercera, última etapa de su obra, compuesta a su vez por otras dos sinfonías finales, la Novena y la inacabada Décima. La Octava Sinfonía (1906) sería la que actuase de transición hacia este último ciclo. Das Lied von der Erde tuvo su origen en el verano de 1907, pero no fue compuesta hasta 1908-1909. En ella, Mahler volcará lo más profundo de sus sentimientos y todo el dolor y la angustia sufridos por la reciente pérdida de su hija mayor María Anna, “Putzi”, fallecida a causa de escarlatina, el inicio de “los tres golpes del destino” que ensombrecieron sus últimos años de vida (1). Theodor Reik dijo de esta obra que “no pertenece a este mundo” y que “glorifica el reino de este mundo” (2).
Fue durante el verano siguiente, en 1908, cuando Mahler pudo retomar su trabajo musical una vez instalado en Toblach, el actual Dobbiaco, en el Tirol del Sur, y emprender la composición de lo que, de facto, debería haber sido su novena obra sinfónica. Situado en un hermoso valle frente a las impresionantes montañas Dolomitas, lugar ideal para la práctica del senderismo y del montañismo, actividades deportivas a las que el músico era gran aficionado. El esfuerzo físico requerido para tales prácticas deportivas y el contacto con la naturaleza que comportaban, siempre servían durante sus vacaciones veraniegas de beneficio para su cuerpo y de solaz e inspiración para su trabajo. En esta ocasión, sin embargo, su estado de salud — diagnosticado dos días después de la muerte de su hija María, como grave dolencia cardíaca (3) — estaba debilitado y el decaimiento y desánimo moral le impidieron tan sanas y reconstituyentes prácticas. Su crisis fue superada, al final, mediante un intenso trabajo musical y un espíritu creador sostenidos e irrenunciables.
Entre julio y agosto de ese verano ya tenía terminados cuatro de los seis lieder componentes de la obra. El 1 de septiembre la obra estaba concluida. Mahler, tras el verano, regresó a Nueva York y durante el invierno de 1909 revisará la obra y su orquestación. Desde una perspectiva estrictamente numérica y “formal” La Canción de la Tierra era, en efecto, una sinfonía, la novena de las sinfonías por él compuestas hasta entonces, pero se vio obligado a denominar a su nueva obra como un “Lied”, con el título de La canción de la Tierra, por la fatalidad que implicaba la titulación de su nueva obra como novena sinfonía, siempre ineluctablemente vinculada a la amenaza de una próxima muerte de su autor, como ocurrió en los casos de Beethoven, Schubert, Dvorák y Bruckner, quienes, tras haber alcanzado o traspasado ese número de sinfonías, fallecieron al poco tiempo de su estreno o terminación. En realidad, por su extensión (unos sesenta y cinco minutos) y por su inequívoca estructura formal (una serie de canciones unidas entre sí), se trataba en efecto de una sinfonía. El título pensado para la obra en origen era “Novena Sinfonía para tenor, contralto y gran orquesta”, omitiendo el número de la misma, por los supersticiosos motivos que hemos señalado (4).
La obra, inédita mientras vivió Mahler, fue estrenada seis meses después de su muerte, por su amigo y discípulo Bruno Walter en la Tonhalle de Múnich, el 20 de noviembre de 1911. El éxito, según todas las crónicas, fue apoteósico. Su posterior y definitiva Novena sinfonía, esbozada el mismo verano de 1908 mientras concluía Das Lied von der Erde, debería de haber sido, en consecuencia, numéricamente su auténtica “sinfonía décima”. No fue así. En definitiva, Mahler también moriría sin llegar a completar su auténtica Décima sinfonía. La génesis de su interés por la espiritualidad oriental se inició durante su estancia en Nueva York. Gustav Mahler había entablado amistad con el eminente sinólogo Friedrich Hirth, quien le introdujo en el conocimiento de las antiguas culturas de China y la India, y su influencia sobre la griega y la egipcia. Así, llegaría a sus manos una antología de poemas chinos traducidos al alemán por Hans Bethge, Die chinesische Flöte, “La flauta china”, en la que se recogía la más ancestral de su milenaria sabiduría, “la Urlicht”, próxima al taoísmo, que había permitido a cientos de generaciones del Extremo Oriente responder al gran misterio universal de la vida y la muerte, con algunos retoques y añadiduras de versos originales suyos, del propio Mahler, como acostumbraba (5).
La canción de la Tierra, consta de seis movimientos, alternativos para tenor y contralto, sobre poemas chinos. Los seis poemas elegidos por Mahler, para cada uno de esos movimientos, fueron Das Trinklied von Jammer der Erde (Canción báquica para brindar por el dolor de la Tierra), poema original de Li-Tai-Po, funcionario de la corte imperial china de la época de la dinastía Tang, conocido como el príncipe de la poesía; Der Einsame im Herbst (El solitario en Otoño), de Tchang-Tsi; Von der Jugend (De la juventud), Von der Schönhein, (De la belleza); Der Trunkene im Frühling (El borracho en primavera), poemas de Li-Tai-Po y Der Abschied (La despedida o El adiós), que reúne dos poemas de Mong-Kao-Yen y de Wang-Wei).
El primer movimiento, Canción báquica, se inspira en el lied o canción, un canto sobre el dolor del mundo, en donde se expone una particular reflexión de una existencia ineluctablemente seguida por la muerte, destino inexorable de todo hombre, plena de pesimismo y tristeza. En uno de sus versos, impregnados de lenguaje expresionista y con matices irónicos, afirma “Sombría es la vida, oscura es la muerte (también traducible como “Tenebrosa es la vida y la muerte”). Theodor Reik señala que ese primer movimiento de esa Canción era para él la más valiosa composición del músico: “Un hombre que se está muriendo dice adiós a la hermosura de la vida que ha pasado a sus flancos sin tocarle –cuando él lo sabe, es ya demasiado tarde” (6). El segundo movimiento, El solitario en otoño, es un lento y tranquilo canto del otoño de una vida que se despide de este mundo. La voz del contralto se alza melancólica y concluye: “El otoño dura demasiado en mi corazón. ¿No quieres, sol de amor, lucir para secar dulcemente mis lágrimas amargas?”. El tercero, De la juventud, mezcla de elementos culturales y musicales chinos y clásicos: la visión de hermosas jóvenes que hablan y hablan en versos, bebiendo té en el Pabellón de Porcelana, reflejándose en las aguas del lago como una ilusión. Todo parece haber sido únicamente un sueño. Alegre y danzante, está lleno de delicadeza y preciosismo gracias a una instrumentación refinada y brillante, que, tratado en forma de miniatura, evoca fielmente el arte de la China.
El cuarto movimiento, De la belleza, nos presenta a unas jóvenes que encarnan la belleza, arrancan flores de loto a la orilla de un río. La llegada de un tropel de jinetes, con ritmo de marcha, perturba la tranquilidad de la escena y una bella joven contempla con ojos ensoñadores a un joven y apuesto jinete. Se quiere describir la fragilidad e ilusión de la belleza: un bien fugaz, que desaparece con el tiempo…, es solo momentánea. Contiene también elementos estilísticos musicales y culturales chinos. El quinto, El borracho en primavera, el Lied más más moderno y expresionista de la obra, trata de mostrarnos el olvido de los problemas a través de la bebida. Aparece de nuevo la primavera como un nuevo sueño de corta duración, que hace que el bebedor vuelva a su droga para lograr olvidar la desesperación que le produce la certeza de su muerte. Ante el anuncio de que la primavera ya ha llegado, transmitido por un pájaro, el borracho sigue bebiendo y expone: “¿Qué me importa la primavera? ¡Déjame en mi embriaguez!”.
Para concluir, finalmente, con el sexto y último movimiento, titulado (Der Abschied,(La despedida o El adiós) con una duración de media hora, similar a la de los otros cinco movimientos juntos., uno de los más hermosos de toda su obra, en el que se nos describe la despedida de dos amigos, intenta representar, en realidad, el definitivo adiós a la vida, que culmina con el más largo de los poemas que la componen, La despedida, una auténtica y completa sinfonía por su forma y duración. El protagonista –-una voz femenina— se va despidiendo de la belleza del mundo, del amor, de la vida. Las últimas palabras — de homenaje a la naturaleza que siempre (ewig,) como nos muestra la primavera, renace — que canta la soprano al final de esta singular, misteriosa y fascinante obra, son reveladoras:
“¡La Tierra amada florece por todas partes en primavera y reverdece / de nuevo! ¡Por todas partes y eternamente brillan luces azules en el horizonte / ewig, ewig, ewig… (eternamente, eternamente, eternamente… o “siempre”, “siempre”, “siempre” …) (7).
Seis meses después de su muerte, en noviembre de 1911, su amigo y discípulo, Bruno Walter tendrá el honor de estrenarla. Podríamos concluir, finalmente, que esta sinfonía sobre poemas chinos constituye la solución final de Mahler al problema de la simbiosis entre canto y sinfonía y frente al colosalismo de sus sinfonías anteriores ahora va a enfrentarse a una estructura compuesta por movimientos miniatura. Expresarse a través de la iconografía simbólica china y, para expresarlo con un símil pictórico, a través de una música análoga a la pintura del Extremo Oriente, suponía un giro filosóficamente oriental en la tradición arquitectónica de Mahler, que conectaba con el intimismo delicado de un alma a la que la vida ha conducido al desasimiento “tras un largo viaje doloroso”, en la docta opinión de González Casanova (8).
Este sería, en síntesis, el camino que va de Das Klagende Lied (leyenda medieval mítico-popular, concebida a la manera de los primeros románticos alemanes) hasta la famosa La canción de la Tierra o hasta la Novena sinfonía inmediatamente posterior, “obras que, al agotar exhaustivamente unas posibilidades técnicas de expresión, delimitan una frontera estética a partir de la cual sólo es posible la innovación radical”, nos recuerda Jesús Rodríguez Picó, clarinetista y compositor, en su ensayo sobre “Los ciclos de Canciones”. Se diría que la música de Mahler, muy sutil y concentrada, nos prepara en estas dos obras el camino hacia los nuevos postulados musicales de la Segunda Escuela de Viena representados por el atonalismo de Arnold Schönberg, a pesar de que Mahler nos compartía del todo las audacias de los nuevos compositores austríacos si mostraba un afecto sincero por Schönberg y sus seguidores.
Las dos obras Das Lied y la Novena tienen en común el presentimiento de una muerte cercana: el tema del adiós a la vida, expresado en la última parte de La Canción de la Tierra y sublimado en el Andante comodo inicial de la Novena, de su primer movimiento. Se ha escrito y dicho por ello muchas veces que la Novena comienza allí donde termina La canción de la Tierra. Significativamente, el título del primer lied de La canción de la Tierra, Canción báquica para brindar por el dolor de la Tierra ya nos anunciaba la vinculación de esa obra con la muerte, “el romance de toda su vida con la muerte” (Stuart Feder), tema omnipresente en toda su obra desde Das Klagende Lied, (que trata del fratricidio) hasta la Décima sinfonía inacabada, cuya final reproduce el sonido de tambores fúnebres. Vida y muerte son —nadie puede dudarlo— dos aspectos indisociables de la existencia del hombre y de todos los seres vivos, pero solamente el hombre tiene conciencia de su mortalidad. Entre una y otra transitará Gustav Mahler la última etapa de su vida musical, a ellas, a la vida y a la muerte, dedicará también sus últimas composiciones musicales, como anverso y reverso de la existencia humana.
La muerte, que ha estado rondando al gran músico desde su más temprana infancia, omnipresente, le persiguió y obsesionó durante toda su vida. Segundo de 14 hermanos, ve morir a 9 de ellos (9); asiste a la muerte de sus padres. Una de sus grandes y conmovedoras Canciones es Kindertotenlieder (Canciones a los niños muertos)de 1901-1904, es un homenaje a unos niños, hermanos, inspirado en cinco poemas del poeta alemán Friedrich Rückert, que tuvo la desgracia de perder a dos de sus hijos pequeños, Louise y Ernst (10). El mismo, Gustav Mahler, sufriría el tormento de tener que enterrar a su primera hijita mayor, Maria Anna (Putzi), fallecida de escarlatina con cuatro años y medio en 1907, apenas tres o cuatro años después de haber compuesto ese Ciclo de Lieder (11). Finalmente, la muerte le anuncia su inminente cercanía cuando es informado del diagnóstico de su enfermedad, muy poco después de fallecer la niña (12).
Nadie como González Casanova—a quien seguimos sintética y preferentemente en estas reflexiones finales— ha logrado desvelar en su “Mahler. La Canción del retorno”, la más lúcida y penetrante aproximación al pensamiento metafísico de Gustav Mahler en torno a esta temática, la esencia filosófica profunda de su espíritu y de su música, cristalizada sobre todo en esta gran fusión de Canción y sinfonía final de su obra y en la inmediatamente posterior Novena sinfonía. La mayoría de los estudiosos de la música y del pensamiento de Mahler, desde Alban Berg hasta Bruno Walter, coinciden con González Casanova en considerar que la musicología mahleriana no pudo liberarse de la muy lógica tentación de vincular la Novena sinfonía en Re mayor, junto con La canción de la Tierra, a la muerte próxima del compositor. Abundantes han sido las referencias a una supuesta “vejez prematura” de Mahler, cuya última sinfonía sería obra de un hombre “mortalmente enfermo”. La muerte se anuncia sin cesar una y otra vez en las obras de su tercer y último ciclo. La composición de la Novena, se inició en el verano de 1909 en Dobbiaco, su residencia de verano, y se culminó en 1910, completando la copia en limpio en Nueva York, es la última obra terminada de Mahler y parece ser, en efecto, “un adiós al mundo”.
Alban Berg la escucha al año de ésta, en su primera audición, y escribe a su esposa acerca del primer movimiento: “Todo él es un presentimiento de la muerte. La muerte. La muerte se anuncia sin cesar una y otra vez. Todos los sueños terrestres encuentran aquí su cima” (13). Bruno Walter no duda tampoco en considerar que el último lied de La canción de la Tierra, “El adiós” o “La despedida”, hubiera podido servir de título a la Novena. Sobre el Andante de esta Novena sinfonía, Alban Berg afirma que se trata del movimiento “más admirable que haya escrito Mahler jamás. Es la expresión de su amor inaudito a la tierra y de su deseo de vivir en ella en paz, de gustar aún de la naturaleza hasta su trasfondo, antes de que llegue la muerte. Quizás sea el primer movimiento de esa sinfonía la más preciosa de todas las compuestas por Mahler ¿Se trata de una concienciación de la propia muerte vecina? ¿Un viaje al más profundo inconsciente?”, se pregunta (14).
La muerte que llega en la Novena, nos permitiría considerar el Andante, su primer movimiento, como el lugar de la premonición de su propia muerte, de su despedida de la vida. Es también la expresión de un amor apasionado por la tierra, el anhelo de reencontrase con la vida y con la naturaleza para disfrutarlas en paz, antes de que la muerte haga acto de presencia. El Adagio final, del IV movimiento, es considerado por muchos melómanos y musicólogos como una de las páginas más inspiradas del autor y de las más bellas de la historia de la música. Basado en el coral Bleib bei mir Herr (Quédate conmigo Señor), es en realidad su despedida definitiva del mundo terrenal.
Lo que hace de esta coda del Adagio una música única —nos recuerda González Casanova— es que canta la nada haciendo de ella una canción de cuna, como la nana de Músorgski con la que Visconti acompaña la muerte de Von Aschenbach, su mirada puesta en el adolescente Tadzio que se interna en el mar con el brazo extendido hacia el horizonte azul. Como en La muerte y la doncella de Franz Schubert, la muerte le susurra al alma: “Soy tu amiga y no vengo a castigarte. / No temas, no soy cruel. / Dormirás dulcemente en mis brazos”. En el comienzo está el fin. En el final está el comienzo. Hasta aquí el abrazo del amor con la muerte (15).
Nadie niega el carácter tanático de la Novena, algo normal en un músico con un talante tan metafísico como Mahler, obsesionado con el tema de la muerte y de la eternidad (Tod und Ewigkeit), como hemos señalado con reiteración. Pero la obra de Mahler no es, según creen algunos, un mero discurso sobre la muerte, sino con la muerte. Algunos teóricos de estética como Furio Jesi y otros autores han comparado a Mahler con Novalis y Rilke e incluso con el Hermann Broch de Muerte de Virgilio, quienes, como el propio compositor austro-bohemio, se defendieron de la muerte apropiándosela en un “abrazo de amor”, como nos descubre la sensibilidad de González Casanova (16).
No termina, como tantas otras sinfonías del propio Mahler o de Chaikovski, en la resignación o en la desesperanza, tampoco en una apoteosis final, “sino que se desvanece en el silencio”. Sin duda, La canción de la Tierra, junto a la Novena Sinfonía y su mensaje, son lo más enigmático y sobrecogedor que nos ha dejado escrito Mahler y sólo pueden comprenderse una y otro en el contexto de toda su obra y de los rasgos más sobresalientes de su vida. Después de la muerte de Mahler, Alma entrega la partitura de su Novena a Bruno Walter, quien dirigirá en 21 de junio de 1912, en Viena, la primera audición del este auténtico “testamento” del compositor.
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Los otros dos golpes fueron su dimisión como director de la Ópera de Viena, a partir de 31 de diciembre de ese mismo año (1907) hostigado por campañas de prensa de sus enemigos antisemitas, y, algo después, el diagnóstico sobre su grave enfermedad cardíaca.
2) Theodor Reik, Variaciones psicoanalíticas sobre un tema de Mahler, Taurus, Madrid, 1971, p. 164.
3) En efecto días después del terrible fallecimiento de su niña, Alma tuvo una crisis cardíaca. Mahler, le pide al médico que la atendía que le reconociera también a él para tranquilizar a su esposa: “Mi mujer siempre tiene miedo por mi corazón, hoy debe tener una alegría, pues la necesita”, dijo. Ese sería su tercer golpe del destino, pues el diagnóstico del Doctor no pudo ser más pesimista: Gustav padecía también una seria afección cardíaca. A ello habría que añadir: las desavenencias sobrevenidas en su cada vez más problemático y tormentoso matrimonio con Alma. Durante la ceremonia de entierro, la suegra de Mahler también falleció de un ataque al corazón.
4) Federico Heinlein, en su ensayo “Gustav Mahler” (Revista musical chilena, vol. 14, Número 72, 1960: julio-agosto), señala al respecto que tal superstición, no tendría otro fundamento que el testimonio, no siempre fiable, de Alma Schindler. Mahler la esbozó mientras concluía la anterior en el verano de 1908. En consecuencia, ningún temor supersticioso le impidió lanzarse a la aventura de sobrevivir a una novena obra. No era el miedo a morir lo que le hizo dudar sobre el número de Das Lied von der Erde, sino si merecía ésta la noble calificación de Novena sinfonía como la de Beethoven. Como dijera Schönberg, “para Mahler, el número nueve era motivo de creencia, no de superstición (“glaube, nich Aberglaube”).
5) Un joven literato que no entendía ni una sola palabra de chino. Su versión fue una adaptación en versos libres, comprende 80 poesías del siglo XVIII, en idioma alemán procedentes de una traducción al francés de una colección de poesía china, a la que añadió unos toques románticos
6) Theodor Reik, op. cit. p. 164. Según el psicoanalista Reik, Mahler se reconocía en esa figura por su incesante celo por el trabajo, dejando que, a sus flancos, la vida se le deslizase sin haberla disfrutado. En el verano de 1908, poco después de que el médico le hubiese informado de su enfermedad cardíaca, escribió a su amigo Bruno Walter confesándole que sentía “haber vivido equivocadamente”: “No puedo hacer otra cosa sino trabajar, no he aprendido ninguna otra cosa en el curso de los años. Me siento como un morfinómano o como un bebedor empedernido al que, repentinamente, se le prohíbe su vicio”.
7) “Die liebe Erde allüberall auf im Lenz und grünt / Auf neu! Allüberall und exig die Fernent! / Ewig… ewig… ewig…ewig”. Estos últimos versos son suyos.
8) José A. González Casanova op. cit., pp. 272-273)
9) Isidor, el hermano mayor murió de accidente, al año de nacer. La que más le conmovió fue la muerte a los 14 años de Ernst, un año más joven que él, en 1874 y tras larga enfermedad; asimismo el suicidio de su hermano Otto (1875), músico como él y la muerte de su hermana Leopoldine (1889). Otros seis muy pequeños, no sobrevivieron mucho tiempo.
10) En opinión de Martha C. Nussbaum (op. cit., p. 329), Gustav Mahler se acercaría en Das Lied von der Erde, a las ideas Friedrich Rücker (1788-1866), el poeta alemán que le inspirara los Kindertotenlieder, Un cristiano poco convencional, profesor de lenguas orientales y muy interesado por la religión mística oriental. La filósofa estadounidense sugiere que Rücker combinó sincréticamente en sus poemas —dedicados a la muerte de sus hijos Louise, de tres años, y Ernst de cinco, fallecidos de escarlatina en la Navidad de 1833— ideas cristianas con ideas místicas consoladoras orientales — hinduistas, budistas y taoístas—. Es decir, ideas que propiciarían una evasión del sufrimiento al negar la existencia del mal y del sufrimiento como meras ilusiones inexistentes (“velo de maya”).
11) Alma, su esposa, le recriminó esa composición, presintiendo un análogo y fatídico futuro: “Yo concibo que se componga sobre tan terribles textos cuando no se tienen hijos o cuando se ha perdido alguno de ellos… pero ni acierto a comprender que se pueda cantar la muerte de los niños cuando se ha besado y abrazado a los hijos propios, alegres y sanos. Yo le dije: ¡Por amor de Dios, estás tentando al diablo?”.
12) Cuesta trabajo, sin embargo, pensar que Mahler recurriera a esas doctrinas orientales impersonales, adormecedoras y consoladoras, que entienden el mal y el sufrimiento como algo ilusorio e irreal, tan solo unos pocos años después de que sufriera en su propia carne el golpe enorme de la muerte de su propia hija, María con apenas cuatro años y medio. Tanto las tragedias de Louise y de Ernst Rücker que evocan esas Canciones a los niños muertos (compuestas entre 1701 y 1704) como su propia y traumática experiencia de la pérdida de María en 1907, eran reales, definitivas, irresolubles e inconsolables. Sobre esta estremecedora y emotiva composición, véase el capítulo V, epígrafe V: Kindertotenlieder: pérdida e indefensión, de Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emociones, de Martha C. Nussbaum, op. cit., pp. 317-332.
13) Ibid., pp. 297-326.
14) Citado por G. Casanova, op. cit. pp. 310-311.
15) Ibid., pp. 267-296.
16) Ibid.
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