Dámaso tenía treinta y dos años. Su producción poética era, a pesar de su edad, muy extensa, pues llevaba ya más de media vida dedicado a la poesía. Había renunciado a proyectos de trabajo y a condiciones más cómodas por no salir de su órbita; aunque más de una vez se había enamorado, no había querido últimamente que ninguna otra pasión lo distrajera. Vivía, como no podía ser de otra manera, a costa de su familia, que siempre le había procurado los medios suficientes para que subsistiera. Las publicaciones, a pesar de la profusión de su obra, no habían sido hasta entonces muy numerosas: se limitaban, en realidad, a tres libros, editados cuando él era aún muy joven; su poesía no era de las que gustaban a una mayoría, pues tenía un estilo bastante complejo.
A los treinta y dos años, Dámaso soñaba con escribir un poema perfecto, en el cual estuvieran expresados los sentimientos más elevados. No le importaba el tiempo que podía emplear en componerlo: estaba dispuesto, si así lo exigía el poema, a pasar otra media vida escribiéndolo. Derrocharía mucha paciencia, igual que hace el orfebre cuando se entretiene en dar forma a un producto soñado.
En su cuarto disponía de una mesa de escritorio, ante la cual a menudo se sentaba para llevar a cabo su labor. Solía escribir por las tardes, que era cuando más inspirado se sentía. Mientras se tomaba un café, se daba a componer lo que había ideado. El poema versaría sobre las gracias del mundo, sobre los encantos de los que estaba provista la naturaleza. Aunque no profesaba unas creencias religiosas definidas, tenía fe en un dios difuso: era una suerte de vago panteísmo, según el cual existía una esencia divina que estaba contenida en cada uno de los elementos que configuraban la totalidad de la creación. El amor humano, que él alguna vez había sentido, podía ser un excelente vehículo para ascender en la escala que había de conducirlo al estado en que debía situarse su obra. Tenía que desechar accidentes o motivos superfluos; lo importante era que todo fuese significativo, que incluso se convirtiese en símbolo de las ideas o de los pensamientos que él quisiese plantear. En los primeros días, llevado por un ardor inaudito, compuso versos magníficos: muy satisfecho de ellos, los leía en voz alta una y otra vez; le sonaban muy bien, había empleado la medida de catorce sílabas, con dos hemistiquios de siete; según había calculado, era el metro que mejor se ajustaba a lo que pretendía decir. Había recreado en aquel comienzo la indefensión del ser humano cuando no lo asiste la certeza de sentirse querido por alguien; la desconfianza que provocaba aquella falta era la causa de que buscase con ansiedad alguna fuerza superior que le pudiese dar protección. La tensión a la que lo obligaba el proceso creador haría que se fuese tomando algunos descansos, durante los cuales leía y bosquejaba lo que en los días siguientes había de producir. La perfección no era inalcanzable: si no desistía de su empeño, era algo que después de un largo trabajo podría conseguir. Bastaba con confiar en sus posibilidades, con no ceder en sus intenciones.
Verso a verso, logró que el poema avanzara. El ser humano reparaba en el cielo, cuya belleza no dejaba de asombrarlo. Una imagen tan bella no podía sostenerse si no había existido una fuerza capaz de crearla. Por las noches, sobre todo, se quedaba embelesado contemplando la grandeza del firmamento: hallaba en él un concierto de luces y de distancias sabiamente orquestado, una música de silencios y de misterios nunca desvelados, cuyas claves, si algunas tenían, debían de remontarse al origen del mundo, al momento inaugural de la creación.
Tras la contemplación del cielo, Dámaso pensó en una sensación más cercana, como podía ser la de la luz al amanecer, cuando se insinuaba tras los cristales en la soledad de su cuarto: era el anuncio de una nueva jornada, de un día que se presentaba venturoso. Pensó también en el canto de un pájaro, quizá anterior a la insinuación de la luz: un canto era movido siempre por un deseo, por una voluntad muy clara de alumbrar la vida; el pájaro era el mensajero de una divinidad oculta, quien preludiaba los buenos tiempos que se habrían de suceder después.
Después de un mes de afanosa composición, el poema tenía ya veinte versos. Dámaso se sentía orgulloso de él. Cada vez que lo recitaba, le parecía magnífico: el ritmo era el adecuado; las imágenes, de una belleza exquisita; era lo que había soñado en un principio, la obra que había pretendido escribir. Para que no perdiera intensidad, creyó que era conveniente concederse un descanso, unos días en que su genio estuviese más relajado. Aprovechó entonces para pasear: con el ejercicio físico su mente se despejaba; la naturaleza, a comienzos del otoño, se le presentaba en plena madurez; su espíritu, identificado con el paisaje, lo captaba todo para reelaborarlo después, convertido en materia literaria. Algunos amigos suyos, al verlo, se paraban a hablar con él: le preguntaban por lo que últimamente estaba escribiendo; sabían que era exigente consigo mismo y que siempre trataba de superar lo anterior; Dámaso, sin dar muchas explicaciones, les informaba que se había propuesto escribir un poema que maravillase a todos los que lo leyeren.
Al cabo de quince días, decidió retomar su trabajo. Se había sentado ante la mesa de escritorio, con un café recién preparado, cumpliendo así con un ritual que resultaba ya invariable. Antes de nada, se dispuso a leer lo que ya tenía escrito. Leyó, como hacía casi siempre, en voz alta. Aunque gran parte de los versos se los sabía de memoria, le pareció ahora que carecían de la gracia que había creído que tenían, como si por una extraña razón, durante el tiempo en que había permanecido inactivo, la hubiesen perdido. Ya no era el poema con el que había soñado: las imágenes empleadas no sorprendían, el ritmo era más lento del que quizá a la composición le convenía; pensó, cuando acabó de leerlo, que tenía que haber sido más audaz y que debía haber usado versos endecasílabos. Contrariado, intentó escribir dos o tres versos más, pero no acababan de satisfacerlo. Era como si un espíritu maléfico, enemigo de sus intereses, hubiera intervenido para cambiarlo todo, para impedir que aquello saliera como él había planeado. Nunca le había sucedido nada parecido. Incapaz de continuar, volvió a darse una nueva tregua, y guardó en un cajón los folios en los que había escrito el poema.
Dámaso pasó unos días desencantado. Después de tantos años dedicándose a la poesía, había comenzado a desconfiar de ella; consideraba que era imposible escribir algo perfecto; se trataba de un empeño que por fuerza había de sucumbir, él no podía doblegar el lenguaje para que expresara fielmente lo que pretendía decir. Quizá con otros géneros era más fácil alcanzar los objetivos: no existía tanta trabazón entre la forma y el contenido, no era necesario afinar tanto el estilo.
El otoño, mientras tanto, avanzaba. En octubre, el tiempo se tornó gris: los campos se inundaron de brumas y muy pronto comenzaron a caer las primeras lluvias. A Dámaso, al que nunca le habían afectado los cambios atmosféricos, el ánimo se le empezó también a nublar, hasta que devino en una melancolía insufrible. Los amigos lo notaron cansado, como si se hubiera enfrentado a un mal que a nadie había revelado. La verdad era que resultaba bastante desalentador comprobar que los sueños se desvanecían y que sus facultades no parecían ser ya las mismas. El amor, en el que antes creía, ya no era ningún consuelo: lo veía como una posibilidad muy lejana, perdida entre sus recuerdos.
Tuvieron que pasar varios meses para que Dámaso lo intentara de nuevo. Fue al final del invierno, cuando ya la primavera se anunciaba en el temblor azul que quedaba palpitando en el paisaje por las mañanas. Había sentido de pronto ganas de escribir; se trataba solo de un impulso. Por un instante dudó. Si continuaba el poema, era probable que lo tuviera que abandonar otra vez. Prefirió al final embarcarse en algo nuevo. Sabía, por propia experiencia, que la perfección en la poesía era una entelequia. Cogió un folio en blanco que había sobre la mesa y, sin ninguna pretensión, se puso a escribir. No se ajustó a ninguna medida al principio. Los versos surgían con una naturalidad imprevista. Algunos eran quizá endecasílabos. Los había también más cortos, tal vez eneasílabos. No quería detenerse. Dejaba que la inspiración lo guiase. Evocó un amanecer en el campo, una luz sonrosada que apuntaba tras los montes lejanos. Era la primera luz del mundo que se abría como una flor y que iluminaba el cielo. Los pájaros cantaban en los árboles, tejían con sus cantos un himno glorioso. El agua de un río reflejaba el azul entre márgenes pobladas de juncos. Los caminos, festoneados de hierba cencida, aparecían solitarios. Era aún muy temprano para que alguien pasara por ellos. Todo semejaba encantado. El sol coronaba ya el cielo. La vida era un sueño dulce que reposaba en un ribazo, en la ladera rocosa de un otero. Los versos fluían de un modo espontaneo, no había necesidad de pensarlos. Sin poderlo creer, Dámaso tenía la sensación de que el poema había sido ya gestado por su mente y que era entonces cuando se manifestaba en forma de palabras. Era prodigioso. Se daba cuenta por primera vez de que a la poesía no había que ponerle trabas. Era un discurso que a impulsos de los sentimientos manaba de un modo incesante.
Cuando acabó el poema, Dámaso dobló el folio en el que lo había escrito y lo guardó entre las páginas de un libro. No tenía intención de corregirlo. Sabía que no era perfecto. Lo que se escribía era solo un ensayo de lo que alguna vez se pensó que sería extraordinario.
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