Esta mañana me he puesto a caminar sin saber adónde me dirigía, llevado por un impulso ciego de andar, de descubrir nuevos horizontes. Ocurre lo mismo con determinadas actividades que uno emprende sin conocer cuál es su propósito último, con qué fin las llevará a cabo. Simplemente quería moverme, llegar a otro sitio, desde el cual podría regresar sobre mis pasos si así lo consideraba oportuno. Era un empeño súbito, un deseo que no tenía un objeto claro.
Hacía una mañana clara de otoño, un poco fresca. El cielo era de un azul nítido, sin ninguna nube. El sol derramaba por todo una luz de oro muy parecida a la de otros días. Frente a mí se extendía un paisaje hermoso, compuesto de espacios de labor de diferentes dimensiones y de cuadros de choperas salpicadas de sienas y amarillos. La vida era una bendición; ninguna sombra de miedo o de pesar se cernía sobre mi espíritu. Me sentía libre, dispuesto a acometer una aventura. El camino que tomé era de tierra, con numerosos baches. En un primer tramo pasaba entre llosas y cercas antiguas, pero luego se fue internando en un espacio amplio de vega, compuesto de hazas viejas, de besanas de surcos paralelos y rastrojos de un rubio pajizo, de herrenes y rodales llecos. Había muchos puntos en la distancia a los que podía encaminarme, pero continuaba sin saber qué dirección seguir. Lo importante para mí no era otra cosa que avanzar, sea cual fuera el punto al que al final me dirigiera, porque eso era entonces secundario. Si me hubiera quedado quieto, habría corrido el riesgo de repetir las mismas acciones, de ser esclavo de las mismas costumbres. El pensamiento se vuelve obsoleto cuando el individuo no se mueve, cuando queda reducido a un estrecho ámbito; es necesario escapar de ese ámbito, salir, caminar, alejarse del lugar en el que se ha vivido. No hace falta tener un plan, porque los planes con frecuencia no se cumplen o son conmutados por otros que se creen más productivos. Es algo que suele ocurrir en la vida: si no existe un proyecto definido, no se acomete nada nuevo. El ser humano debe tener inquietud de aventurero, porque de algún modo lo fue desde sus orígenes; es una condición que está grabada en lo más profundo de su conciencia, tal vez en su alma.
Son reflexiones que se me ocurrían mientras andaba, mientras seguía sin decidir adónde iba. El ejercicio estimula, sin duda, el pensamiento, incluso la meditación. La vega aparecía cercada de colinas y de montes azules. Era un día jubiloso de otoño, con una luz dulce. Podía abandonar aquel camino y tomar otro que me condujera en una dirección distinta. Se me presentaban diversas posibilidades, como ocurre con frecuencia en otros asuntos. Me daba cuenta de que mi misión era caminar y que el destino al que llegara era lo de menos. Podía ir a la ciudad que tras un cendal tenue de neblina se distinguía o guiar mis pasos hacia uno de aquellos montes que en torno a la vega se descubrían. Algunos de los montes eran muy altos y tenían manchas de nieve en las cumbres. Yo me sentía feliz a pesar de la indecisión. Era una felicidad distinta a la que otras veces había sentido. Estaba cumpliendo, a fin de cuentas, con un deseo, con un impulso ciego que me había llevado a escapar de donde me hallaba detenido, aun cuando el camino fuera después de todo circular y hubiera de volver al mismo punto. Tenía claro que fuera cual fuese el resultado de mi viaje yo quedaría satisfecho. Comprendía que en la vida se padecían a veces desengaños cuando no se alcanzaban unos determinados objetivos, cuando se no obtenían unos beneficios. Quizá era esta la principal conclusión a la que estaba llegando aquella mañana, de la cual dependía en gran parte el estado de felicidad o de frustración en el que uno se encuentre. Lo que da sentido a las ideas o a los actos no son los logros, sino el hecho de perseguirlos o de llevarlos a término. La mañana, como digo, era hermosa; la vega, en otoño, presentaba un cuadro maravilloso, en el cual era muy grato sentirse inmerso.
Deja una respuesta