El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (15): La cámara

Si había un lugar en la casa de los abuelos que lo atraía especialmente, ese era sin duda lo que se conocía en la familia como la cámara, junto a la que se hallaban una especie de tabuco, una troj muy estrecha y dos graneros amplios que estaban situados a diferente altura. A todo aquel conjunto de piezas que estaba adosado a la vivienda se accedía por una escalera que tenía los peldaños muy desgastados. En un tiempo muy lejano, cuando todavía se trillaba en las eras, él había jugado en las montañas de granos de trigo que durante el verano se almacenaban en los graneros, escalándolas con los pies descalzos y dejándose resbalar luego por alguna de sus laderas.

La cámara era una estancia amplia y destartalada que en otra época podía haber sido habitada. Era de paredes gruesas, llenas de grietas y desconchones, con un techo sostenido por vigas anchas de madera; las baldosas eran viejas y estaban desniveladas, de modo que conformaban un pavimento irregular, con partes en las que se movían ligeramente cuando se pisaban. Por dos ventanucos enrejados que tenían postigos desportillados entraba la luz que iluminaba la cámara, una luz que variaba de tonalidad según la época del año y el momento del día en que penetrase: era fría en las mañanas de invierno, de un tono anaranjado en las tardes de primavera, cálida y arrogante en el verano, de un rosa dulce en los mediodías de otoño… Había al fondo tres baúles en los que se guardaban ropas ajadas y objetos antiguos, ya en desuso. De una de las paredes colgaban los retratos de dos antepasados, ambos borrosos debido a la pátina que había dejado sobre ellos el paso del tiempo. En uno figuraba un señor ataviado con capa, con un bigote espeso que tenía las guías hacia arriba; su mirada era grave, inquisitiva; semejaba por su porte un militar retirado, un hombre curtido en arduas batallas; en el otro aparecía un hombre de semblante sereno, vestido con un chaleco de pastor y una camisa abierta sobre el pecho. Impresionaba verlos allí, pues en la soledad de la cámara daba la impresión de que cobrasen vida o de que mirasen desde el mundo en el que ahora moraban. Según le habían contado, el de la capa era su bisabuelo, a quien le gustaba posar en los retratos de un modo gallardo y el del chaleco, más humilde, un hermano suyo que había permanecido siempre soltero.

Él, sin embargo, no se conformaba cuando estaba en la cámara con aquella información que le habían proporcionado y asignaba una identidad distinta a los hombres que aparecían en los retratos. El de la capa era en su imaginación un hombre que había viajado mucho y que había vivido en diferentes países, involucrado en asuntos de vital importancia, de los que había salido bien parado a pesar de los riesgos que hubiera corrido; habían sido diez años de viajes por territorios muy lejanos, de los que al final volvió para casarse con su bisabuela, una mujer con gran atractivo aun cuando por su modestia no gastase demasiados lujos.

El otro hombre, el del chaleco, había sido, en efecto, pastor de ovejas en su juventud, de cuyo oficio había conservado ciertos hábitos. En el tiempo en que le habían hecho el retrato se dedicaba ya al campo, donde labraba varias hazas. Se había quedado soltero no por falta de oportunidades sino porque así lo había decidido por creer que no podía hacer feliz a ninguna mujer. Decía que era demasiado cobarde y que un varón, para formar una familia, debía tener un espíritu más firme. Él, por lo que sea, no lo tenía; era dado a inquietarse por cualquier cosa y a sentir pavor por hechos que no comprendía o que le resultaban peligrosos. La principal virtud que tenía era la resistencia con que aguantaba los trabajos, su capacidad de sufrimiento. No solo labraba sus tierras, sino que también colaboraba con el hermano en la labranza de las suyas, que eran mucho más fértiles. Él tenía predilección por este segundo antepasado, quizá por la misma debilidad que mostraba, frente a la seguridad y la arrogancia del primero.

En muchos momentos era tal la sugestión que lo asaltaba, que se creía observado y vigilado por los dos hombres de los retratos, si bien no sentía ninguna aprensión por ello, pues los consideraba de la familia, con ánimo de protegerlo a pesar de sus miradas frías y adustas.

También imaginaba que en uno de aquellos baúles se había guardado durante algún tiempo un importante tesoro y que había sido transportado en una carreta de un lugar a otro, preservándolo del asalto de bandoleros de la sierra, hasta que finalmente había sido depositado en aquella cámara. El tesoro, que consistía en unas perlas de gran valor, había permanecido allí oculto, al resguardo de aquellas paredes viejas. El único que sabía que se hallaba en el baúl era el antepasado de la capa, a quien se lo habían enviado desde uno de los países en los que había estado unos duques que habían pretendido pagar con él sus servicios. El baúl, por supuesto, estaba cerrado con llave, con una llave pequeña de la que era dueño el destinario de las perlas. Se trataba de un secreto, pues nadie más en la casa se había enterado de su existencia. Todos los días, con sumo cuidado, abría el baúl para comprobar que el tesoro continuaba allí, escondido bajo unas telas. Tenía pensado venderlo para comprar con lo que le pagaran por él más tierras, con las cuales aumentaría de modo considerable su patrimonio; calculaba que podría adquirir muchas hazas y que habría de obtener con ellas una enorme ganancia. Se convertiría así en un hombre muy afortunado con el rendimiento que dieran las tierras, por lo que no podía sino sentirse muy seguro. Sin embargo, un día comprobó con inmenso pesar que las perlas no estaban; alguien, sin haber forzado la cerradura, se las había llevado de allí. Era un robo, sin duda, muy misterioso, pues por más vueltas que le daba no conseguía explicarse que el ladrón hubiera podido abrir el baúl sin haber dejado ninguna señal de haberlo hecho. Pensó que acaso tenía una llave como la suya o que se había fabricado un instrumento para conseguirlo, si bien para ello había tenido que probarlo durante varios días, lo cual era casi imposible, pues él se habría dado cuenta. Nada de lo que pensaba lo convencía, de modo que acabó por concluir que se trataba de un misterio, de un hurto que no tenía ninguna explicación.

La verdad es que en aquella cámara la imaginación era propensa a que se concibieran historias, todas ellas fabulosas. Un día, debido a aquel exceso de fantasía, se prolongó más de lo acostumbrado su estancia allí. Por los ventanucos penetraba una luz morada de otoño, por lo que la cámara estaba ya invadida de penumbra. Él había esparcido por el suelo algunos de los objetos que se hallaban en los baúles y jugaba con ellos; cada uno había tenido en el pasado un dueño distinto, el cual lo había destinado a un uso determinado, a veces muy necesario. Estaba tan concentrado en el juego que no se apercibió de la presencia de su madre, que había ido para saber qué estaba haciendo. En lugar de conminarlo a salir de allí, la madre, poniéndose en cuclillas, se puso a jugar con él, interesada en conocer qué se le había ocurrido inventar para cada uno de aquellos objetos.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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