El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (16): Noches de invierno

En invierno anochecía muy pronto; a partir de las seis o las seis y media de la tarde estaban ya las calles del pueblo anegadas de sombras, algunos días recorridas por un viento frío que acuchillaba los rostros y las manos. Para los niños, sin embargo, no suponía ningún inconveniente la invasión de las sombras o de aquel frío hiriente para salir a la calle, para disfrutar todavía de unos momentos antes de recogerse definitivamente en las casas.

Después de haber jugado un rato en la plaza de la iglesia, donde mis amigos y yo habíamos coincidido con otros niños, los juegos tenían lugar en torno a la casa de mis abuelos maternos, una casa vieja que se hallaba en la calle principal del pueblo. Eran instantes mágicos, sobre todo cuando se recuerdan teñidos por la nostalgia con que aparecen en la memoria al cabo del tiempo. Con ocho o nueve años, que eran los que entonces teníamos, la vida se percibe como un regalo, como un mundo maravilloso que convida a ser explorado. Había una manzana de casas, todas de la misma decrepitud que la de mis abuelos; algunas de ellas tenían, en la calle de atrás, un portón de madera desportillada, por el que habían pasado en otro tiempo las bestias.

Era aquel un pueblo pequeño de campo, situado al pie de un cerro pedregoso, frente a una vega que se extendía hacia una lejanía incierta, festoneada de choperas. Por aquellos portones desvencijados habían salido las yuntas de bueyes y de mulas en dirección a las hazas, tal como en los relatos de los mayores se nos describía. Todavía se conservaban en los corrales las cuadras donde aquellos animales se habían albergado, la mayoría de ellas cubiertas de mugre, con restos de paja todavía en los pesebres y en los poyetes de piedra.

En las noches de invierno, a la luz mortecina de las farolas que colgaban de las esquinas, semejaba el pueblo que retrocediese a aquel pasado que se evocaba en los relatos. Nosotros, llevados por un deseo imperioso de aventura, dábamos una y otra vez la vuelta a la manzana de casas, a una hora en la que todavía estaban abiertos los comercios de la calle principal, como la tienda de comestibles de mi abuelo. A veces, en lugar de correr en torno a aquel conjunto apretado de viviendas y de corrales antiguos, nos dedicábamos a jugar al fútbol con una pelota de goma en la plaza del mercado de abastos, que se hallaba muy próxima a nuestro recorrido. Era este un espacio de reducidas dimensiones, con unas moreras de copa muy ancha, a las que algunos días de primavera nos encaramábamos con el fin de cortar hojas para los gusanos de seda. Nuestros juegos se interrumpían momentáneamente para dejar pasar a los vecinos que a la sazón cruzaban por aquel sitio, ya que como aún era temprano solía haber gente en las calles.

Trinidad y Angustias eran dos personas con las que a menudo nos encontrábamos; eran dos primas ya mayores que vivían juntas en una casa que no estaba lejos de la plaza del mercado de abastos. Casi siempre venían de la iglesia, donde habían oído misa. Trinidad era ya muy vieja, con el cuerpo encorvado y la cara surcada de arrugas; se había quedado viuda muy joven y, como no tenía hijos ni pretensiones de contraer nuevo matrimonio, se había ido a vivir con su prima Angustias, que estaba soltera. Angustias, como era más joven y se conservaba en buen estado, era quien venía encargándose desde hacía tiempo de todas las labores de la casa.

De vez en cuando, como eran muy conocidas de nuestras familias, se paraban a hablar con nosotros, interesadas en saber sobre todo si éramos aplicados en la escuela. La que más hablaba era Angustias, en tanto que Trinidad permanecía a menudo callada, atenta a lo que los niños decíamos. Parecían dos personajes de otro tiempo, de un tiempo en el que siempre fuera invierno, en un pueblo con las calles invadidas de sombras, alumbradas tenuemente por farolas de gas. Para nosotros eran ya dos figuras conocidas que nos resultaban familiares, igual que nos ocurría entonces con otras que veíamos pasar a nuestro lado. Sin que pudiéramos imaginarlo, formarían parte todas, igual que nosotros, de un pasado, de una etapa ya muy lejana de la historia de aquel lugar.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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Comentarios

Una respuesta a «El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (16): Noches de invierno»

  1. Muy bucólico.Me gusta.

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