En nuestras excursiones a la sierra, siempre hallábamos algún sendero o atajo por el que antes no hubiéramos transitado, algún paraje que nos pareciese nuevo. Nos animaba un ansia irrefrenable de aventura, una avidez descontrolada de descubrir rincones o lugares que antes no hubieran sido hollados por nadie. Desde que comprobamos que teníamos ya fuerzas y condiciones para movernos por donde quisiéramos, deseábamos ir cada vez más lejos, más allá incluso de lo que hubiéramos imaginado. El mundo ya no tenía límites para nosotros; deseábamos sobrepasar las fronteras que lo hubiesen acotado, los puntos que nos hubieran parecido antes más lejanos.
Vencidos los miedos o las prevenciones que habíamos sentido en tiempos anteriores, ya nada nos detenía, nada suponía un obstáculo o un impedimento para nosotros. Era el ardor de la aventura lo que nos movía, lo que hacía que fuéramos valientes e incluso temerarios en las empresas que acometíamos por la sierra, por territorios en los que no habíamos estado. Ya no éramos niños; con once o doce años teníamos conciencia de que no vivíamos bajo el amparo de los padres y de que necesitábamos expansionarnos. La vida se nos mostraba como un vasto campo por el que podíamos desplazarnos sin ningún condicionamiento; las prohibiciones, si existían, no causaban ya efecto en nosotros, sino que más bien nos servían de estímulo.
Era una sierra compuesta de cerros pedregosos, de torcales agrestes, con colinas pobladas de olivos y collados cubiertos de espesos pinares, con montes de color ceniciento. Había sobraqueras húmedas, veredas que se retorcían entre ásperos roquedales, breñas hirsutas. Había cimas desde las que divisábamos un espléndido panorama de la vega que ante nosotros se extendía, dividida en pequeñas parcelas de labor que desde lo alto semejaban pedazos de tela de diversos colores que configuraban un cuadro inmenso. Parecíamos en aquellos momentos los conquistadores que observan arrobados y satisfechos el nuevo territorio que se han apropiado, de unas dimensiones y un relieve que jamás hubieran imaginado.
Algunos días nos adentrábamos por lugares sombríos, por pasajes estrechos que no parecían conducir a ninguna parte. Sin miedo a perdernos, proseguíamos nuestra marcha, hasta que llegábamos a un sitio que nos deslumbraba por su aspecto o por algún detalle que nos pareciera maravilloso.
Casi siempre emprendíamos aquellas incursiones en la sierra los sábados por la mañana, que era cuando menos ocupados estábamos de tareas escolares. A partir de febrero o marzo hacía buen tiempo para caminar por la sierra, ya que el tiempo había mejorado, aun cuando hubiera días lluviosos o de vientos muy fuertes en los que por precaución desistíamos de la empresa.
Normalmente nuestras caminatas se prolongaban durante varias horas. Los instantes de mayor emoción eran sin duda los del comienzo y los que precedían al hallazgo de algo nuevo. Como salíamos bastante temprano, una brisa fresca nos azotaba en algunos tramos despejados, en los que llegábamos a sentir incluso algo de frío. Las orillas de las veredas estaban todavía rociadas de escarcha; en el interior de algunos pinares reinaba una atmósfera oscura, como si allí aún fuera de noche. Se oía el canto de algunas aves, altivo, contento. El azul del cielo era un cristal resplandeciente. Un sol ancho, pletórico, esparcía su luz por los contornos, dorándolos, brillando en algunas peñas; en frondas espesas dejaba sobre las ramas más altas vedijas de oro. De vez en cuando tomábamos una senda que se perdía en algunos trechos entre la maleza y que se desviaba luego para conducirnos casi al mismo punto del que habíamos partido. Buscábamos fósiles en las laderas en las que otras veces habíamos encontrado alguno; eran laderas empinadas, de tierra seca, con piedras incrustadas en ella.
También nos atraían las cuevas, que en aquella sierra abundaban, aunque no eran muy profundas; en ellas hallábamos periódicos viejos, cascos de botellas o alguna lata oxidada, objetos que eran señales de haber sido refugio de alguien, tal vez de un pastor que hubiera llevado a pastar por allí cerca a su ganado o de un forajido que hubiera estado perseguido por la justicia. Cualquier cosa era posible allí. Toda cueva debía de tener su historia, habría sido un lugar en el que se había guarecido más de un caminante a lo largo de los años y donde quizá había morado durante algún tiempo. Siempre nos animaba la esperanza de que la cueva fuera muy grande y de que nos llevase a un pasadizo secreto, a una oscura galería que se internase en el interior de la sierra y que concluyese en un lugar recóndito en el que se ocultaba un tesoro. Soñábamos con ser los descubridores de ese tesoro, que podía consistir en una gran cantidad de piedras preciosas o en un pergamino antiguo en el que estuviese escrito un mensaje de enorme trascendencia. Para nosotros la vida no era tan simple como los mayores la presentaban, sino que queríamos descubrir en ella algo más, algún valor oculto que la hiciera más atractiva y fascinante.
Por eso no parábamos de aventurarnos por la sierra, de caminar por ella en busca de sorpresas, aunque después la realidad no cumpliese todas nuestras expectativas. Siempre teníamos que ir más allá, deseosos de trasponer límites, de subir a cumbres a las que antes no habíamos subido, de contemplar nuevos panoramas, de llegar a rincones solitarios, de seguir rutas desconocidas, de adentrarnos en pinares misteriosos, de llegar a un lugar que reuniese un indecible encanto. Todo parecía a veces que hubiera sido fabricado por nuestra imaginación, por una imaginación ansiosa de recrear un mundo fantástico.
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