El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (23): «Sueños últimos»

Últimamente tengo sueños en los que me veo en escenarios muy parecidos, en los que vivo experiencias que se asemejan bastante a las que había vivido, aunque después se concatenan con otras que conducen a un final diferente, a veces confuso. En uno de ellos, me veo en un lugar en el que he ejercido de profesor, rodeado de algunos de los compañeros con los que en él estuve. Sus rostros son los mismos de entonces, por lo que no me cuesta reconocerlos; me da incluso en el sueño la impresión de que no me he ido de aquel sitio y de que lo continúo viendo todos los días. Me asaltan las mismas inquietudes que tenía en aquel tiempo, la misma responsabilidad que sentía por tener que dar clase, por no faltar al cumplimiento de mis deberes de profesor. Son imágenes turbias en las que a veces no ocurre nada, en las que las palabras que se dicen son imprecisas. Por momentos, en una especie de lapsus, me pregunto qué hago allí si ya no trabajo, si ya resido en otro lugar, pero después vuelvo a tomar aquello como cierto. Yo tengo la edad que tenía en aquel tiempo; me considero todavía joven, con ilusiones para emprender nuevos proyectos. La relación con los compañeros es amistosa, como lo había sido en la realidad; comparto con ellos sonrisas, gestos de complicidad. Me encuentro en la sala de profesores a la que acudía todas las mañanas, aunque hay en ella algo nuevo que no alcanzo a dilucidar, quizá la luz que la envuelve y que es menos nítida. Aquella sala daba a un pasillo que conducía al vestíbulo del instituto, pero al salir de ella me hallo en un espacio diferente, un espacio que se parece a una calle por la que tengo conciencia de que he pasado muchas veces pero que se muestra desfigurada, ya que las paredes de las casas se presentan destartaladas, como si pertenecieran a un cuadro expresionista en el que el pintor hubiera ofrecido su propia visión de la realidad.

La atmósfera que reina en este nuevo espacio es de fiesta, aunque semeja una fiesta triste; me muevo con ligereza, si bien de vez en cuando tengo que salvar algunos obstáculos o que subir por un terreno escalonado que cada vez se estrecha más, hasta que se convierte en una callejuela diminuta, por la que se me antoja muy difícil pasar. Van conmigo algunos de los compañeros con los que me he encontrado antes, aunque de pronto me veo también rodeado por otros con los que he convivido en lugares diferentes. Hay alguna cara que me sonríe y que no logro identificar con la de ningún compañero o compañera que he tenido; es una cara de mujer, de una mujer joven que lleva el pelo suelto y que viste un traje largo que arrastra por el suelo. Es una sonrisa que alguna vez he visto, aunque no consigo recordar quién sonreía así. Este encuentro me deja una sensación agradable; es como si un rescoldo de amor se hubiera reavivado en mi alma, un rescoldo que creía apagado. Tal sensación me anima, me impulsa a seguir avanzando, aunque me encuentro en un escenario distinto: se diría que es un campo de reducidas dimensiones, delimitado por unas albarradas negruzcas, tras las que asoman unos árboles de copas muy grandes, quizá unos plátanos.

Es un anochecer de invierno o tal vez de una primavera muy fría. En el campo se suceden unos surcos que no siguen un trazado rectilíneo; en lugar de frutos, despunta en ellos una hierba menuda. También hay charcos en medio de los surcos, con un agua podrida. Estoy solo ahora; aun cuando el lugar es inhóspito, no me desaliento. La oscuridad avanza; las sombras lo invaden ahora todo. Creo que voy a perderme, si bien muy pronto reconozco que no me hallo lejos de los lugares por los que me he desplazado antes. A lo lejos se insinúa una claridad de calabaza; es el anuncio de un nuevo día, de una nueva jornada de trabajo. Reparo en que tengo que volver a la casa donde resido para recoger la cartera, pues dentro de menos de media hora comenzarán las clases en el instituto. Me interno entonces por callejas estrechas, sumidas en una penumbra azulada, ya que las farolas que hay en ellas arrojan una luz muy tenue. En algunas casas se oyen ruidos. Cuando llego a la mía, que está abierta, recojo la cartera y me encamino con ella en la mano hacia el instituto. La claridad que apuntaba es ahora de un tono rojizo; hace frío, por lo que tengo que subirme el cuello de la chaqueta. Las calles por las que paso están desiertas; me extraña que no me encuentre con ningún vecino, como es habitual cuando me dirijo al instituto. Paso por delante de tapiales de huertos, tras los que aparecen mechones de fronda. El instituto se encuentra en la parte baja del pueblo, casi en las afueras. Solo se oyen mis pasos sobre el empedrado. Veo la verja del instituto, los cipreses que se yerguen en uno de sus patios. Siempre me han gustado los cipreses, son árboles adustos que convidan a la meditación y al silencio, a un recogimiento profundo. Hay un grupo de alumnos detenido en una plazoleta; sus caras me suenan, aunque me parece que les he dado clase en otro sitio, en un destino anterior. Alguno me saluda al pasar y yo, como es de rigor, le devuelvo el saludo. Tengo la impresión de que es algo que ya he vivido, quizá porque se trata de una escena cotidiana que se ha repetido muchas veces. Ya ha amanecido; el sol rocía su luz naranja por los bancales que se divisan al otro lado de una carretera, velados por una ligera neblina que procede del río que desciende de la montaña más próxima. Al fondo se alzan sierras de color acerado, cuyos perfiles se recortan sobre la pátina blanquecina del cielo. La cartera, que porto en la mano con un ligero balanceo, me confiere cierta autoridad; en ella llevo los libros de texto, un cuaderno de notas y los útiles de escritura. En lugar de ir a tomar café en un bar próximo, entro en el instituto, donde me encuentro a uno de los conserjes, que está revestido con un sobretodo gris. Después de saludarlo como corresponde, con una inclinación de la cabeza, conduzco mis pasos hacia la sala de profesores, donde he estado hace poco, aunque creo que ha pasado mucho tiempo desde que estuve en ella.

Me doy cuenta de que no es la misma de antes; se parece a la sala de profesores de otro instituto en el que estaría unos años después. A poco de llegar yo, van apareciendo algunos compañeros. Compruebo, en efecto, que no son los de antes, sino que pertenecen al otro centro, en el cual ahora extrañamente me hallo. Todo ha cambiado de repente, lo cual no me sorprende demasiado. Hay una mesa alargada en medio de la sala, sobre la cual hemos depositado todos la cartera, a la espera de que toque el timbre que indica el comienzo de las clases. En los estantes no se alinean, curiosamente, libros o carpetas, sino botellas de distintos colores y peluches que los profesores hemos de llevar a las aulas para entretener a los alumnos. Los peluches, que representan a diversos animales, cobran vida, ya que de pronto sus ojos de cristal dejan de tener una mirada fija, al tiempo que empiezan a moverse y a desplazarse. Nada resulta extraño, sin embargo. Yo me acerco a uno, a un perro de lanas blanco. Una compañera coge un osito y lo mete en el bolsillo de su gabardina, que es muy ancho. Cuando suena el timbre, yo cojo el perro de lanas y me lo llevo al aula bajo el brazo, aunque he olvidado la cartera, que había dejado sobre la mesa grande. Salgo a un pasillo amplio en el que se congregan muchos alumnos. Una niña, vestida con un delantal blanco, se aproxima a mí y me arrebata el peluche animado, de lo cual yo no me molesto, pues creo que está en su derecho y que hace bien. El pasillo tiene las ventanas cegadas por la niebla que hay en el exterior, una niebla muy espesa. En lugar de dirigirme al aula, que está al final del pasillo, bajo unas escaleras que me llevan al vestíbulo del instituto, donde se celebra una fiesta de disfraces. Hay profesores y alumnos que se cubren el rostro con una máscara y que bailan al son de la música de un tocadiscos. Es una especie de vals lo que suena, aunque no lo bailan en parejas, sino que cada uno sigue su propio ritmo, de modo que aquello parece caótico. Me quedo un rato observándolos; uno de los que intervienen en aquella especie de grotesca danza, posiblemente un alumno, se acerca a mí y me ofrece una máscara para que yo me la ponga pero con un gesto de la mano le indico que no la quiero; era una máscara horrible, en la que se reproducía el rostro de un filibustero sanguinario.

Después de permanecer allí unos instantes, salgo al exterior del centro, donde me encuentro una densa cortina de niebla, entre la que vislumbro los contornos oscuros de unos edificios. Sin saber lo que hacer, me siento en uno de los peldaños de la escalera de acceso al instituto. Me da la impresión de que aquella escena ha aparecido ya en un sueño antiguo o de que acaso la he vivido. Es un momento para mí confuso, en el que en mi memoria se mezclan sensaciones diversas. Verdaderamente, he estado en muchos sitios, de manera que me resulta comprensible que no sepa en cuál de ellos estoy. Tengo muy claro que debo volver por la cartera porque dentro de poco, de unos minutos acaso, he de impartir clase.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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