Pasábamos ya antes muchas horas ante las pantallas, pero los móviles, las plataformas y demás inventos electrónicos adictivos y, quizá, el impacto de la reclusión a la que nos obligó la pandemia han acentuado la tendencia a que absorban una parte importante de nuestro tiempo. Conviene, por eso, que reflexionemos sobre lo que se nos ofrece desde ellas, que es también lo que nos mantiene atados a ellas. Y uno de los componentes fundamentales de esa oferta es el del espectáculo de la violencia.
Los sucesos violentos, aunque sean los predilectos de los espacios informativos, vienen disminuyendo en todo el mundo desde hace décadas y desde bastante antes en Occidente. Dejando a un lado, la cuestión de las guerras, que requiere otro análisis, hoy en día, además de haber menos muertos por imprevisiones y accidentes, hay menos violencia cotidiana que nunca. Steven Pinker, manejando datos y comparaciones estadísticas bien establecidas, ha incluido su significativa merma entre los logros que avalan, por su eficacia, el proyecto de transformación racional promovido por la Ilustración.
Sin embargo, la narración de la violencia, la exhibición pormenorizada de sus efectos y su presencia en las pantallas de todo tipo son ahora características dominantes de las producciones audiovisuales que consume el gran público. No lo eran de las de antes, en las que siempre se prescindía de las imágenes de heridas o de mutilaciones. En las películas policiacas actuales, la rigurosa lógica del detective ha sido sustituida por la lucha cuerpo a cuerpo o por el uso brutal de armas blancas o de fuego. Hay heridas abiertas, amputaciones, vísceras. Holmes o Poirot eran científicos o, por lo menos, observadores puntillosos y tranquilos. Los nuevos detectives, en cambio, se forman en los gimnasios y en las escuelas de tiro. Antes, los filmes de guerra recreaban el despliegue espectacular de las tropas o de las cargas de caballería, como aquella tan memorable de los lanceros bengalíes. Hoy se prefiere subrayar el despedazamiento de los cuerpos, cercenados por las espadas o destrozados por las balas. La propia fuerza corporal se ha ido convirtiendo en el arma predilecta a través de la ostentación de musculaturas prodigiosas, capaces de anonadar al contrario. En comparación, ni siquiera el poderoso gigante que protegía a la chica de Quo vadis? exhibía pectorales o brazos tan voluminosos. Nuestros “buenos” lo son sólo si consiguen imponerse por su aspecto terrible o por el uso despiadado de sus poderes.
Se da menos violencia en la vida real, pero se ofrece mucha más en las pantallas ante las que pasamos una buena parte de nuestro tiempo. Por lo general, no pegamos ni nos gusta que nos peguen, pero nos agrada ver que lo hacen esos personajes de los mundos virtuales en los que nos sumergimos en nuestros ratos de ocio. Se parece al consumo de pornografía: no estoy allí, pero disfruto con sólo verlo. Se puede decir, pues, que hay también una biagrafía (bía significa violencia en griego), una representación excitante de la violencia y del destrozo, producida y comercializada para atender a la demanda de espectadores de toda condición. Y, como la cultura tradicional no ha insistido en la condena de lo violento, a diferencia de su ensañamiento con las manifestaciones de la actividad sexual, estamos moralmente desarmados para juzgarlo. Los valores seculares de la marcialidad y de la bravura física de los varones han contribuido a que no se haya sabido ponerle coto. No está bien gozar de la pornografía delante de todos y menos delante de la familia, pero la biagrafía se disfruta desde el sofá del hogar, sin mayores reparos, sin atender siquiera a si los niños están mirando o no.
¿Y tiene la biagrafía un efecto expansivo? Me atrevo a decir que sí. El renovado culto al músculo, que llena ahora los gimnasios, no es tanto producto de un prurito estético como de una necesidad de pregonar que se posee el suficiente arsenal anatómico como para, llegado el caso, ejercer eficazmente de violento. Esa exitosa combinación de la masacre y de la dureza de los diálogos de las películas de Tarantino está bien vista. Los grandes depredadores, sean dinosaurios, alienígenas, zombies o asesinos en serie nos cautivan. No escapa la literatura a la necesidad de recurrir a la biagrafía. Por supuesto, forma parte de los best-sellers policiacos, extranjeros o nacionales. Los hombres que no amaban a las mujeres, prototipo de la versión actual del género, está repleto de secuencias violentas. Pero también se usa en otros géneros. Por ir a lo cercano, en el Cid de Pérez-Reverte o en las historias de romanos de Posteguillo abundan las heridas y los cuerpos despedazados. Y, ante todo ello, el discurso benévolo y conciliador de las instituciones democráticas da la impresión de dirigirse a un mundo del que está radicalmente escindido, en el que la gran demanda social es el acceso al espectáculo de la violencia.
Pero, entonces, ¿qué sentido tiene todo esto? Si decrece la violencia en la vida real, ¿por qué aumenta en la imaginaria de las pantallas? Resulta fácil unir la pornografía con un instinto que necesita una salida. Pero la biagrafía ¿responde también a una pulsión ineludible? Y, si fuera así, ¿no tendríamos que considerarla un procedimiento benéfico, un cauce incruento para descargar ese impulso? ¿Habría que coincidir con Tarantino en que en el cine, como ha dicho en alguna ocasión, la violencia es genial? O, por el contrario, ¿estaríamos fomentando que acabe desbordando las pantallas y recuperando el terreno perdido en las calles y las casas? El incremento sostenido de las agresiones sexuales en nuestro país en los últimos años, según el Balance de Criminalidad oficial, podría verse como un ejemplo de que ese trasvase está ya ocurriendo.
La postmodernidad ha desterrado las grandes teorías que se gestaron en el esplendor del liberalismo con el propósito de sustituir a los relatos religiosos. Y también ha orillado las concernientes a la mente. Campea a sus anchas el nihilismo psíquico, la negación de que la mente posea una entidad propia. Todo es cerebro y neurología. Pero, a pesar de que no esté de moda considerarlo así, es posible que Psiquis exista y que, alzada sobre su pedestal encefálico, sea capaz de reclamar aún sus dominios. ¿No tendríamos que volver al territorio de la mente, que también forma parte de la naturaleza, para explicar y, si fuera posible, modificar los aspectos más dañinos de nuestro comportamiento?
Platón, observador riguroso, creyó que la psique humana poseía tres partes y que la más extensa y explosiva de ellas pugnaba incansable por apoderarse de nuestra vida. Su propuesta fue respetada durante más de dos milenios. Freud, ya muy cercano a nosotros y conmocionado por los destrozos de la Gran Guerra, postuló, sirviéndose del conocimiento clínico, la existencia de Thanatos, un impulso biopsíquico fundamental que nos llevaría a la agresión y a la autodestrucción. Son teorías de la mente más o menos criticables, pero razonablemente construidas. No quiero defender tanto su validez como la necesidad de recuperar la reflexión sobre lo que la mente y sus tendencias sean. La necesitamos para reordenar nuestro sistema de valores y para reconsiderar el de la violencia. Y también para proceder a una higiene mental que pueda prevenir un posible salto de lo que se mantiene en lo virtual hacia los espacios en los que se desenvuelve nuestra vida real. Sobre esa base, el papel de la educación familiar y escolar sería determinante.

Jesús A. Marcos Carcedo
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