En la parte de atrás de la casa, había un patio con el suelo de piedras en el que a él le gustaba jugar. Se hallaba aquel patio muy cerca de la entrada del corral, de la que lo separaba una hilera de cipreses que se habían plantado al otro lado de un poyete de cemento. Era un lugar recogido en el que él de pequeño se sentía muy seguro, libre de los peligros o de las amenazas que lo acechaban en los sitios más abiertos, donde siempre se veía más desprotegido.
Entre las piedras del suelo, habían ido surgiendo con el tiempo muchos hormigueros, poblados por intrépidas hormigas que en los días del verano formaban largas filas en su traslado de comida. En sus primeros años, movido por la curiosidad, se quedaba un rato observándolas; le llamaba la atención el instinto que las llevaba a buscar alimento, la diligencia con que lo conducían al hormiguero; eran previsoras, ordenadas y muy laboriosas, según comprobaba cada vez que las observaba. Se encontraba en una edad en la que se sucedían los descubrimientos: la vida lo sorprendía casi continuamente con pequeños hechos o cosas que le resultaban al principio, cuando menos, prodigiosas.
Allí, en el patio trasero de la casa, jugaba a sus anchas, sin nadie que lo molestara o que interrumpiera con una actuación inoportuna sus juegos. Las piedras, rugosas, de diferentes tamaños, eran para él montañas, entre las que se abrían angostos valles. En aquel mundo imaginario tenían lugar las historias que inventaba con sus indios de plástico, a imitación de las películas que había visto en la televisión o en el cine del pueblo. Se trataba de aventuras protagonizadas por héroes que tenían que vencer a un ejército enemigo, en el cual estaban representadas las fuerzas del mal. Los héroes eran perseguidos, atrapados, condenados a muerte, hasta que en un acceso de valor se liberaban del lugar en el que estaban presos y se enfrentaban con arrojo a sus rivales, a los que acababan sometiendo para que el bien triunfara sobre la tierra. En aquellas batallas no había muertes, sino que eran victorias conseguidas solo a base de astucia y de fuerza, pues no tenían como fin matar o destruir, igual que acababa ocurriendo en las películas. Eran juegos que él vivía con ardor, con intenso apasionamiento. En aquel patio trasero de la casa podía estar horas enteras enfrascado en ellos, porque allí no tenía límites su imaginación de niño.
De tanto jugar sobre aquel suelo conocía el relieve de cada una de las piedras que lo conformaban, de cada una de las franjas de tierra que entre ellas había, perforadas muchas de ellas de hormigueros. En el invierno surgían capas de musgo sobre las piedras que se hallaban en los sitios más umbríos, al borde del poyete de cemento; el musgo era hierba sobre la que descansaban los héroes, sobre la que se tendían los enemigos, siempre al acecho. Quizá cuando más le gustaba jugar allí era en las mañanas frías de invierno, después de que el sol hubiera derretido el envoltorio de plata de la escarcha que cubría los tejados, dejando sobre ellos en su lugar apretados ramilletes de brillos. Aunque todavía el frío arañaba la cara y las manos, le era grato estar en aquel patio, ungido por la luz de un sol que poco a poco iba ampliando sus dominios.
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