Al lado del corral estaba el secadero de tabaco. Era una construcción enorme, sostenida por gruesas columnas de hormigón. El techo, que era de color rojo, se hallaba sujeto por gruesas vigas de madera, sobre las que se amontonaban muchos palos y líos de tomizas, con las que se colgaban después las matas de tabaco que se transportaban desde la vega. Era un secadero amplio que atraía por su dimensión y por los haces de luz que penetraban por los claros de las paredes y que seguían distintas direcciones según la hora que fuese.
En las mañanas de sol los haces eran oblicuos, de un tono dorado; en cambio, al mediodía, al tener otra inclinación, iluminaban solo la parte más cercana al corral, mientras que por la tarde volvían a tener la misma caída que por las mañanas, si bien procedían de un origen diferente, ya que entonces el sol estaba situado en el lado contrario del cielo. Eran brazadas de luz de una cadencia trémula que se mezclaban con motas de polvo y que se proyectaban en el suelo. En algunos momentos él tenía la impresión de que estaba en un recinto sagrado, en el cual se hubiera de revelar algún trascendental misterio. Eran momentos plácidos, de una paz extraña, en los que reinaba un silencio profundo, solo interrumpido de vez en cuando por el piar intempestivo de unos gorriones o por el zureo de unas palomas que se hubieran posado sobre alguna de las vigas del techo.
Al principio el suelo del secadero era de tierra, aunque al poco fue cubierto de una capa de cemento. Desde muy pronto sería aquel también un lugar habitual de sus juegos, ya que reunía muchas condiciones para ello. En los días lluviosos o de intenso frío se refugiaba allí; al amparo de aquel techo y de aquellas paredes de ladrillos superpuestos, entre los que se abrían los claros, podía estar jugando, mientras fuera llovía torrencialmente o soplaba el viento airado del norte. Algunas veces reinaba en el exterior una agria penumbra, muy parecida a la que precede al devenir de la noche, pero a él no le importaba porque en el secadero se sentía seguro. De los canalones del tejado caían gruesos chorros de agua que formaban grandes charcos en el corral; mientras jugaba, oía el formidable murmullo que hacían los chorros al caer, sobre todo cuando la lluvia arreciaba. Era una atmósfera que le agradaba: le gustaba en esos instantes sentirse inmerso en medio de ella, sin el temor a mojarse o a que lo molestase una ráfaga impetuosa de aire. La nave del secadero lo salvaba de la intemperie, de aquellas lluvias pertinaces, de aquel ambiente tenebroso que en torno de él se formaba. Su madre, como sabía que se hallaba en el secadero, estaba tranquila, pues sabía que allí no le podía pasar nada.
A primeros de septiembre se colgaba el tabaco, a cuya labor él a veces asistía. Después de haberse colgado, quedaba el secadero cubierto de un tupido cortinaje de matas de tabaco que a él se le antojaba una espesa selva, por la que en algunas ocasiones se aventuraba, siempre con pasos cautelosos. Como estaban recién cortadas, las matas al principio eran de un verde rozagante; pero poco a poco se iban secando, hasta que se volvían de un ocre viejo, con un olor áspero, muy diferente del que habían desprendido en los días en los que todavía se hallaban frescas. El periodo del secado duraba unos tres meses, tras los que se procedía, coincidiendo con las primeras semanas del invierno, a la recogida de las hojas y a su enmanillado antes de ser aprensadas y empacadas para su traslado a la fábrica. Los troncos de las matas se quedaban por unos días amontonados en el corral; con ellos era frecuente que sus amigos y él construyeran después chozas, dentro de las cuales pasaban horas recluidos.
El secadero servía de refugio en las horas estuosas del verano. En él por lo menos había sombra, entreverada con los rayos de luz que descendían desde los claros. Aunque hacía también calor, se soportaba mejor que en el corral o en el patio de la casa. Muchos de sus juegos en años venideros tendrían lugar, de hecho, allí, tanto en los días desapacibles del invierno como en los más calurosos del verano. A veces había sacos de arpillera apilados o instrumentos del campo, algunos de ellos cubiertos de herrumbre; Eran utensilios antiguos que se habían utilizado en las faenas agrícolas y que permanecían en algún rincón arrumbados después de que hubieran sido reemplazados por otros nuevos. En aquel tiempo estaban surgiendo maquinarias modernas, con las que se realizaban de un modo más eficaz los trabajos. Su padre, como avezado agricultor, estaba siempre pendiente del modo en que se podía sacar más rendimiento a la tierra, del trato que necesitaba cada fruto. Desde muy pequeño, estaba acostumbrado a oír lo que decía su padre acerca del campo, acerca de la labor que se efectuaba en las hazas de las que era propietario. El trabajo en el campo es muy duro, solía decir con gesto serio cuando era tiempo de emprender una importante faena.
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