El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (29): «Descubrimiento»

Se sentía Luis invadido de una emoción nueva. Todo contribuía aquel día para que así fuese: las palabras de don Manuel, con las que se había despertado su deseo de adquirir pronto el libro que había elogiado en clase, una obra maestra de la literatura contemporánea; la necesidad que tenía de sorprender a Encarnita, una compañera de curso de la que se había enamorado; la confianza que habían depositado en él sus padres para que fuera por primera vez solo a la capital… Hacía más de un año que la lectura se había convertido en su principal afición; hasta entonces había sido una actividad esporádica, a la que se había visto arrastrado por el deber de cumplir con una tarea escolar; sin embargo, a partir de un determinado momento, debido a un interés inusitado, había comenzado a leer con otra intención, con un deleite desconocido. En poco tiempo, había descubierto un mundo nuevo, el mundo de los libros, que tantas sorpresas le deparaba últimamente. Don Manuel, con sus amplios conocimientos y con su exquisito gusto, había conseguido durante aquel curso consolidar aquella afición, animándolo a embarcarse en excitantes lecturas.

Acudió a la capital en una mañana clara y fría de noviembre, con un sol flácido que iluminaba débilmente, con restos de una luz enfermiza que quedaban prendidos de las ramas desnudas de los árboles, de los tejados húmedos de los edificios. Las calles hervían de gente, de transeúntes ansiosos por llegar pronto a su destino. Luis se dirigió, sin entretenerse, a la librería que ya alguna vez había visitado con sus padres. Estaba ubicada en una plaza del centro, donde volvió a encontrarse con una multitud bulliciosa. El local era grande; sus estanterías aparecían atestadas de libros, distribuidos por orden alfabético. Había al fondo un mostrador, tras el que estaba el dueño. Delante de él, cuando llegó Luis, se hallaba un señor mayor, vestido con un gabán azul marino. Hablaban librero y cliente, como no podía ser de otro modo, de los últimos títulos aparecidos. Después de saludarlos, Luis se quedó un rato examinando los estantes, en los que no encontró el libro recomendado por don Manuel. Le pareció extraño que no estuviese; pensó, al no verlo, que quizá se hubieran agotado los ejemplares por la mucha demanda que hubiese tenido. Mientras lo buscaba, había oído decir al cliente que la mejor novela que se había publicado aquel año era una de un autor consagrado, cuyo título retuvo. A juicio del librero, se trataba, en efecto, de una gran obra, posiblemente la mejor que se había escrito en las últimas décadas; los dos ponderaron sus indiscutibles valores, entre los que resaltaron la enorme calidad de su estilo. El cliente afirmó que era una de las novelas más valiosas de la literatura española, en la cual se recogían las grandes novedades que se habían ido incorporando al género durante el siglo XX.

Luis, sin dudarlo, pidió al librero aquella novela. Se le ocurrió que podía sorprender a don Manuel cuando le dijera que la había leído. Como era sábado, tenía tiempo, si se daba prisa, para tenerla leída cuando volviese el lunes al instituto. Sin ninguna dilación, alentado por aquel reto, se encaminó, con el volumen bajo el brazo, a la parada del autobús. Durante el viaje, sin poderse contener, comenzó a leer la novela. Desde el primer capítulo, se sintió cautivado por ella. Empezaba de un modo misterioso, sin que se supiera muy bien quién era el narrador de la historia. Era la voz de un personaje, aunque no se revelaba su identidad, como si fuera un testigo oculto, una especie de investigador que hubiera seguido paso a paso el desarrollo de los acontecimientos. Comenzaba en una playa batida por el oleaje en un atardecer de invierno. El mar tenía un color terroso sobre un cielo que se iba volviendo de un amarillo pálido. Un hombre mayor, con trazas de viajero, esperaba a alguien sentado en una roca. No mostraba ningún signo de ansiedad. A ratos fumaba, arrojando el humo con delicadeza. El extraño narrador, como si fuera un amigo, o tal vez un enemigo suyo, refería de pronto sucesos de su pasado, en el cual había sido ingeniero en un país lejano.

A Luis le gustó la historia. Durante el fin de semana, con breves descansos, estuvo leyendo el libro. Como no era muy extenso, lo terminó de leer en la madrugada del lunes. Realmente, era muy bello. Su estilo, como habían destacado el librero y su cliente, era de una gran eficacia; contenía metáforas y todos los recursos necesarios para que la prosa fuera muy brillante, para que deslumbrara con numerosos aciertos a quien lo leyera. Le llamó la atención el modo en que la novela estaba contada, con descripciones que lo trasladaban a un mundo que él jamás hubiera imaginado. Aquel ingeniero fue protagonista de oscuros episodios; la sombra del delito planeaba sobre él, como si fuese un secreto que compartía con el narrador de su vida, con aquel testigo misterioso que lo acompañaba a todos lados. Luis pensó en algún momento que podía tratarse de un ser sobrenatural, quizá un ángel. El hombre, después de huir de aquel lugar en el que había trabajado, se hizo periodista, lo cual le permitió viajar por muchos países. En uno de ellos, conoció a una mujer, de la que estuvo enamorado. Con la mujer, que era más joven que él, tuvo una relación que, por extraños motivos, no acabó de cuajar.

Quizá había algo en aquel hombre que hacía que no intimara con nadie, algo que lo separaba de los otros. El narrador parecía saberlo: a veces lo achacaba a su forma de ser. En todos los sitios por donde pasaba dejaba un recuerdo turbio, pues siempre había preguntas que no tenían respuesta, dudas que no terminaban de disiparse. El hombre, empujado por su destino, no dejaba de viajar, hasta que finalmente estaba allí, en aquella playa batida por el oleaje, esperando quizá a aquella mujer a la que había querido una vez o acaso a un conocido con el que se hubiera citado. El cielo se volvió sonrosado. El mar se convirtió en una lámina de plata que se movía a impulsos de las olas. A aquellas alturas, la novela estaba muy avanzada, ya que faltaban solo dos capítulos. En ellos se contaba lo que hizo el hombre cuando vio que nadie acudía a su encuentro. Se fue de allí con paso tardo. Vivía en una ciudad vieja, a la que el invierno había conferido el aspecto de un lugar perdido en algún sueño. La historia no se resolvía: no tenía un final definido. Una mañana el protagonista recibía una carta, remitida por una mujer. No quedaba claro, por lo que se decía en ella, si era la misma de antes, con la que había tenido la relación, o si era otra, que hubiera decidido ir a verlo para saldar con él una deuda pendiente. Con un gesto de satisfacción, se guardó la carta, después de leerla, en un bolsillo de su chaqueta y salió con calma del inmueble en el que vivía. La mañana era fría; el cielo estaba nublado y amenazaba lluvia. Los pasos lo condujeron, a través de calles umbrías, al lugar de la playa donde había estado al principio. El mar estaba revuelto; tenía un color grisáceo y las olas, al romper en la playa, dejaban sobre ella un reguero nacarado de espumas. El hombre se sentó otra vez en la roca y encendió un pitillo. En su rostro cetrino, surcado de arrugas, se esbozaba una expresión tranquila. La historia concluía de alguna manera como había empezado, con los ojos del hombre hundidos en el horizonte.

A Luis le pareció magnífica la novela, sin duda la mejor que había leído. A las ocho de la mañana del lunes, después de haber dormido solo unas horas, se dirigió con impaciencia al instituto, dispuesto a sorprender a don Manuel con su descubrimiento. De paso, deslumbraría también a Encarnita con su comentario, haciéndole ver que tenía un genio despierto y que era por ello diferente del resto de sus compañeros. Estaba seguro de que ella lo apreciaría y que en el futuro, en vista de sus méritos, lo elegiría a él como mejor amigo. Mientras se encaminaba hacia el instituto, iba repasando lo que diría en clase: contaría brevemente el argumento de la novela y destacaría todos los valores que había descubierto en ella; afirmaría, para terminar, que era la obra más importante que se había escrito en los últimos tiempos, como le había oído decir al librero.

La clase comenzó un poco más tarde de lo habitual, pues don Manuel por la razón que fuera se había retrasado. Luis estaba, por tal hecho, impaciente. Como Encarnita se hallaba sentada unos pupitres detrás del suyo, a veces se volvía y la miraba con disimulo. Por las ventanas del aula entraba una luz rubicunda de mañana otoñal, de mañana plácida de noviembre. Don Manuel, de pie sobre la tarima, había comenzado a hablar del Arcipreste de Hita y de su obra el Libro de Buen Amor, que era el tema que tocaba aquel día.

Normalmente intercalaba en la lección comentarios acerca de la literatura actual. Luis estaba esperando la oportunidad para que al hilo de alguno de los comentarios levantase la mano para exponer todo aquello que tenía preparado. Hubo varios momentos en que lo pudo hacer, pero los dejó pasar, quizá porque le parecía que era demasiado pronto para que hablase. A medida que pasaban los minutos, se encontraba más nervioso, hasta el extremo de que su pulso se aceleraba cada vez que pensaba que pronto habría de hablar; temía incluso que la voz le pudiera temblar, como había ocurrido otras veces en que lo había asaltado un súbito azoramiento. Llegado a aquel punto, se dio cuenta, además, de que había olvidado gran parte de lo que pensaba decir.

Don Manuel estaba refiriendo entonces que el Arcipreste de Hita había roto moldes y que eso sucedía mucho en las obras contemporáneas, en autores que se habían apartado de los caminos tradicionales. Era, sin duda, el momento esperado, por lo que miró al profesor con ganas de intervenir, dispuesto a levantar la mano; sin embargo, cuando ya iba a hacerlo, pensó que podría hacer el ridículo si la voz le temblaba y decidió dejarlo para otro día, lo cual ocasionó que un sentimiento de frustración y de derrota muy grande se apoderara al instante de él.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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