Capítulo I: Desayunos de pueblo, teléfonos, gañanes, pastores y porqueros
Las manecillas de mi reloj de pared marcaban las seis y media de la madrugada, su oscilante péndulo arrastró el mecanismo y sonaron dos campanadas, anunciadoras de dos cuartos sobre las seis de la mañana. Ya en mi viejo sillón, yo leía la prensa, las noticias de algaradas callejeras en Cataluña llenaban sus hojas.
Al otro lado de mi ventana reinaba el silencio, sólo roto, de muy tarde en tarde, por algún solitario vehículo que, rasgando la oscuridad de la noche y aprovechando la soledad de la calle, aceleraba hacia su destino dejando tras de sí una estela de decibelios molestos que rompían el encanto de aquel alba mañanera.
Me reacomodé en mi asiento, volví la página de la prensa y seguí leyendo noticias catalanas llenas de conflictos… me cansé, tomé mi tablet y me dispuse a asomarme a esa ventana mágica a través de la cual se observa el mundo.
Mis amigos, mis cosas virtuales, mis escritos que allí, para mí, guardo. Y, hete aquí, que en Facebook, con el grupo “Benalúa de las Villas (Granada)” me di un encontronazo; la curiosidad me despertó, el saber qué se podía estar “guisando” en ese grupo de paisanos, amigos, ahumados 1 y conocidos que lo formaban, a esa temprana hora del venidero día que ya descorría su oscuro manto nocturno dando la bienvenida a una nueva jornada.
Alguien comentaba en el virtual sitio, que en nuestro pueblo se vive bien, así como se exponían preciosas fotos antiguas… algún chismorreo no maligno, alguna discusión poco visceral y mucho compañerismo, amistad y empatía. Lógico todo en un grupo homogéneo de paisanos y vecinos.
Pero casi todos desconocedores de la comparativa con antaño. Cincuenta o sesenta años atrás la vida vecinal era “otro cuento”, otro mundo, otro encuentro con las cotidianas realidades, entonces la vida caminaba lenta… muy lenta, como consecuencia de que sus vecinos se desenvolvían en otro estado vital.
No conocíamos el estrés, no conocíamos la prisa, no conocíamos nada que desde fuera de los horizontes del pueblo nos llegará. No conocíamos el teléfono porque ni en nuestro pueblo lo había, y a Campotéjar habíamos de ir a hablar desde una vetusta y rancia centralita y esperar horas muy largas para conseguirlo.
Yo mismo recuerdo como, muy de madrugada, mientras las estrellas aún bordaban el cielo a mi padre, en un mulo llamado “Gallardo”, acompañé al pueblo vecino a intentar hablar con mi hermano, que en Burgos hacía la mili. De vuelta a Benalúa y subido en “el Gallardo”, regresamos a nuestra casa alumbrados con las mismas estrellas, que en la ya lejana mañana nos habían acompañado. Todo eso nos costó, intentar oír a mi hermano, hablando por un antiquísimo teléfono que no entendía de palabras, sólo sabía de ruidos, pitidos y extraños gruñidos. Pasaron largos años hasta que a nuestro pueblo trasladaron y pusieron tan ruidoso artilugio.

¿Sería lenta y tranquila la vida -como antes apuntaba-, que unas ininteligibles palabras por aquel cachivache, además de unas dos o tres pesetas, nos costara un entero día de nuestras vidas? ¿Internet?… ¿Inter… qué?… Ni la palabra se conocía, ni en la Real Academia se había en ella pensado y, si alguien se atrevía u osaba algo intuir, de él todo el mundo se reiría.
Los tiempos avanzan, la Centralita de teléfonos, la vida cambia, se alcanzan instrumentos que la vida altera, revoluciona y gira, pero en ese torbellino habremos de hallar lo positivo.
¿Se vivía mejor antes? ¿Se vive mejor ahora?
Salgo de mi ensimismamiento, ahora, a través de mi ventana, además de viva luz de hermoso día, se oye más ruido de coches, que raudos y ligeros llevan a los transportados al trabajo.
¿Dónde se hallará ahora nuestro mulo Gallardo?
¿A dónde van todos esos nerviosos, montados en sus ruidosos cacharros? Parece como si, tras ellos, una estela de estrés, ruido y humo invada todo el espacio y llenara nuestro mundo ya contaminado.
¿Dónde están aquellas estrellas que, camino Campotéjar, a mi padre y a mí, montados en nuestro Gallardo, nos acompañaron? Eran la seis y media cuando comencé éste, mi relato; son más de las nueve y aún nada entró en mi estómago. Mi café espera. Alguien en casa conectó la cafetera -“capsulera” ella-, que nos regala un riquísimo café exprés de buen sabor y humeante olor que, con su crema superficial, forma una bella estampa.
Aún lo saboreaba y en mi mente, película de antaño, aún se proyectaba.
Veía una olla, algo torturada por golpes de todos los tamaños, algo negra por hollín y cansada por el trajín mañanero que se traía. Sobre ascuas vivas pisaba su base y su tapadera por arriba bufaba; un chorro de vapor ascendía por el negro agujero de aquella antigua chimenea que cada día consumía la pava2 repartiendo su calor a todo el que se acercara.

Escena mañanera de cada día en nuestro pueblo, preparando un buen desayuno, una merienda para la media jornada en el campo y un hato con los avíos propios de la tarea a realizar.
Junto a la olla cafetera una gran sartén de hierro era soportada por fuertes trébedes mientras unas migas se cocinaban, se desplaza la sartén sobre éstas, hacia el centro de la habitación/cocina, y allí, cuchara en mano, en un corro bien formado, consumían las ricas migas, que con un gran tazón de aquel café, con la leche que se acababa de ordeñar, se terminaba un opíparo desayuno en armonía familiar al calorcito de la pava mientras todos comentaban las faenas de la jornada.
En éstas estaba aún… le quedaban al film de mi mente muchas escenas por proyectar en la pantalla de mis recuerdos, cuando el ruido callejero llamó mi atención. Una retahíla de coches en apretada fila intentaban avanzar entre aquella vorágine de ruido, gases y caos.
Volví sobre mis pasos y, ya completamente en mí, quise seguir la película que antes había visionado: mi hermano, con las albarcas en una mano y los peales ocupando la otra, se sentó junto a la chimenea y, con ceremoniosos movimientos, argucia y maña comenzó a calzarse los peales, pedales, espinilleras o perneras (de recia y fuerte lona).
Se abrió la puerta del corral, de donde se venía de la cuadra, y dos grandes mulos, uno tras otro, dóciles, sueltos y a su libre albedrío, salían cuidadosamente por el centro de la cocina, seguían por un largo pasillo a cuyos flancos se encontraba el cuarto de estar a la derecha y mi acogedor dormitorio a la izquierda, y tan ordenados y nobles animales salían a la calle y se posicionaron junto al gañán, esperando ser aparejados, puestas sus guarniciones y partir a la besana.
Eran numerosas las acémilas que, en yunta, por las recónditas calles benaluenses se dirigían al campo que, por entonces, carecía de olivos y su suelo, fertilizador de semillas, ofrecía ricas cosechas de trigo, cebadas, habas, garbanzos… Rica tierra que alimentaba a nuestras gentes, trabajadoras, rudas, nobles y sinceras.
Los gañanes y jornaleros, algunos andando, los más sobre los lomos de sus bestias reatadas, marchaban dispuestos a sus faenas.
Movimiento y acción de mucha semejanza a lo ahora acontecido cada mañana en nuestros pueblos; aquí, filas de coches que, aguantando atascos, al trabajo intentan ir, molestos, gruñones y malhumorados. Allá, alegres, contentos, serenos y algunos cantando avanzaban, ahora, por estrechas veredas con sus aperos y arados. Sí, con más necesidades, sí, con menos aderezos, pero con más paz y un más lento paso del tiempo.

Las calles de la villa ahora han quedado más tranquilas, el sol asomaba tras la sierra adornada de encinas, aulagas, tomillos y romeros… coronada por El Morrón, y con sus pujantes rayos iba recogiendo la sombra, que se adueñaba del valle, y con éstos rompía aquella niebla y humo qué culpable fuera de que fuésemos apodados “los ahumaos”.
Recreando mi presencia en disfrutar de aquella salida astral… se oye un largo pitido metalizado y escapado de una cuerna de metal. ¿Qué fue aquello?… es Pepe el cabrero que, sonando su trompeta, llama a todo vecino para que saque su cabra u oveja a la puerta en donde, siguiendo un muy antiguo itinerario, Pepe las recogía y las unía a la gran piara que, cuál milicia organizada, iba hacia aquella sierra en busca de pastos que en leche convirtieran.
A la tarde, el regreso muy formado, caminaba la manada hasta la entrada del pueblo, en donde nuestro amigo y pastor, Pepe, dejaba marchar, libres y sueltas, a cada una a su casa, sola y sin equívoco, donde su dueño esperaba a extraer de sus ubres aquella rica leche con sabor a alhucema y romero.
Pasadas las cabras y pasado un corto espacio de tiempo, se oye otro ruido, ahora bronco y de escala musical más grave… nuestro paisano y amigo el porquero, con su caracola marina, a la que le había hecho un agujero, hacía que sonara con aquel singular pitido, llamando a los vecinos para que en semejante acción, echaran sus animales a la calle para formar la piara, ahora, de orondos cerdos, que en parecido ejército al de las cabras, marchaban a la sierra a horadar sus suelos y remover sus piedras en busca de alimento.
Benalúa, quedaba en silencio.
Ahora ya, el sol rompedor de humos lo invadía por completo, las mujeres, esposas, que todas quedaban en la urbe comenzaban a salir a barrer y asear sus puertas mientras niños y niñas, desayunados, se preparaban para comenzar un nuevo día educando su ser. Peinados, limpios y correteando, todos, hacia el colegio, solos salían, sin coche de papá ni bus escolar. La libertad pueblerina les invadía y no era necesario compañía.

Ya eran más de las diez, algún reloj monacal así lo había anunciado, y yo aún seguía mi película visionando. Ello me hacía sentir bien, era una bonita película de hechos por mí vividos y todos ellos, como hazañas y aventuras, ahora rememoraba a mis setenta y muchos años. Vivíamos ahora en el dos mil diecinueve y para mí, que todo ésto que cuento cuál celuloide mental, debió ocurrir en los comienzos de los años cincuenta, del pasado siglo.
Sí, yo ahí los sitúo, no fue tan corto el tiempo en que discurrieron por nuestras calles, muchas yuntas, muchas cabras y muchos gorrinos. Que no, como ahora, tanto automóvil y tanto artilugio que aligeran la vida y alteran los nervios. …Y el tiempo seguía.

(1) Ahumados: mote con el que se conoce a los habitantes de Benalúa de las Villas por estar el pueblo ubicado en un valle, entre varios montes, en el que el humo de las chimeneas, en invierno, se queda sobre el pueblo atrapado.
(2) Pava: particular forma de elaborar una lumbre en Benalúa que consistía en, sobre los troncos cubrir con paja humedecida. Se prende fuego por un pequeño hueco delantero. Ésto daba un fuego lento y efectivo.
INDICE
Prólogo, nota de autor e introducción
Capítulo I Desayunos de pueblo, teléfonos, gañanes, pastores y porqueros
Capítulo II Lluvias, nevadas, noche Santos, gachas, cerraduras y largas veladas
Capítulo III “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo IV De sus campos, sus personajes y vecinos
Capítulo V De la “plaza” jornaleros, manijeros, la sierra y sus ¿trufas?
Capítulo VI De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VII Del final de campaña, almazara, “cagarraches”, día de las banderas
Capítulo VIII De Ben-Alúa, su nombre, sus tributos, la hortaliza, el riego
Capítulo IX De los pedimentos, desmote, el ajuar, las invitaciones, las bodas
Capítulo X De los primeros televisores, las sordás, el Día de la Virgen
Capítulo XI Del sosegado otoño, “ahoyar” el pajar, rastrojeras, fiestas
Capítulo XII Del otoño dador de frutos, de ariegas, “¡arrr!”, tostaillos
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