Nevada en Benalúa del 3 de marzo de 2005. Foto Internet

El amanecer con humo. Benalúa de las Villas… Hijos Dulces de Dios (II)

Capítulo II. Lluvias, nevadas, noche Santos, gachas, cerraduras y largas veladas

Llovía como nunca. Como siempre, los charcos formaban verdaderas lagunas sobre la tierra de la calle, cuando éstas desbordaban, comenzaban a hacer riachuelos que discurrían calle abajo. Iban aumentando su caudal, llegaban a hacerse verdaderas chorreras que con su fuerza arrastraban toda clase de objetos, piedras y barro, hacia el río cercano: el río Moro, apodado y nombrado; no como ahora, que su nombre han cambiado dependiendo del antojo de los habitantes de los distintos pueblos: río Colomera, río Benalúa,… y un sinfín de inventos no ciertos ni reales… Y éste, el río Moro, a su vez, aumentaba su avenida y, en riada, se anunciaba.

Las calles quedaron intransitables y los vecinos pasaderas con piedras habían de formar si no querían embarrar los zapatos de domingo.

Transcurrían los últimos días de octubre y ya se adivinaban los de noviembre; Benalúa de las Villas, pueblo de los Montes, se distingue por su fino frío y su recio y negro hielo. El cielo mostraba un intenso color panza burra1, y se auguraba que la intensa lluvia en nieve se tornaría de un momento a otro.

Así lo comentaba aquel vecino que, envuelto en abrigos y con su nieto de la mano, por la calle, dando saltos entre charco y charco, sombrilla en ristre y casi galopando, caminaba -y hacía caminar a su nieto- raudo hacia calle Paseo, tratando de evitar el aguacero.

“¿Sí, agüelo?, ¿va a nevar?, ¿mucho?, ¿y me vas a hacer helados junto a la chimenea?”, una retahíla de preguntas saltaron de los labios de aquella criatura, que no había de tener más de tres años y que caminaba casi en volandas para seguir a su abuelo que, con su paraguas abierto, intentaba tapar al dúo de caminantes.

Ahora quería evitar esa torrentera de canales que caían de la casa de enfrente. Los goterones de las tejas golpearon la caperuza del chaval y de debajo de su atada bufanda salió un quejido, medio lloro, medio reproche. Su abuelo percatado del pequeño incidente trato de suavizar el justificado enfado de su personajillo que, tirando de su mano, alejaban de escena tratando de contentarlo con la futura nevada y con la guerra de bolas que harían con sus primos y hermana.

Ya doblaban hacia el pilar y la puerta de La Chencha y se perdieron en su caminar.

La calle quedó desierta, las sombras de la muy fría tarde, avanzaban cubriéndose de oscuro y formando contrastes destellantes en su perfil, reflejado por la escasa luz que de poniente venía. Un gran nubarrón empeoraba a suroeste, no era negro sino gris muy oscuro, hacía presagiar noche lluviosa con sonido musical a canales y canalones que, con furiosas aguas caídas, romperían en el suelo cual tambores sonoros azotados por furiosas baquetas.

El nubarrón cubría toda la cumbre de la Cará… y seguía lloviendo.

Típica chimenea

Tras cenar una buena y caliente sopa de mayonesa, seguida de algo de embutido y ensalada remojón y de postre, granadas, muy ricas -compradas en Olivares por mi padre, a la vuelta de la feria de Moclín-, nos retiramos al “rincón” llamado así en mi pueblo, a lo que venía a ser la chimenea, donde lo último de “la pava” se consumía, desprendiendo un agradable calor hacia la estancia donde se solía desarrollar toda la faena diaria.

“¡¡Chipss!! ¡Niños!, callad”, pidió mi padre.

Eran las diez, una conocida musiquilla comenzó a sonar en aquella vetusta radio que terminamos por conseguir oír tras múltiples peripecias con alambres sobre el tejado a modo de antena.

Daba comienzo “el parte de las diez”, sí, sí, “el parte”, no “las noticias”; que va, por entonces se llamaba parte y decía todo lo que acontecía y de lo que yo no entendía nada y sólo me hacía enfadar por el empeño de mi padre en que no podíamos hablar…

– “¡Chiiipss! callad… estos niños…” se quejaba.

Y no sólo eran los niños, era lo mal que la radio se oía; entre el mal tiempo y las peores técnicas, era difícil captar lo que el cacharro decía, a veces, mi hermano mayor, lo arreglaba dándole dos o tres fuertes golpes en su costado.

La radio de la que hablo en el relato.

Terminado el parte, mi madre acabada de arreglar y limpiar la cocina, se avecinaba la última tertulia de la noche junto a la pava. Mi madre, siempre con sus tradiciones, nos recordó que la noche de los Santos y los difuntos se acercaba. Tomó aliento, tras acercar su silla de anea al calor de la lumbre y, después de rascar con las tenazas los rescoldos, acercar sus, aún, húmedas manos por el fregoteo a la lumbre y hacer varios suspiros de complaciente alivio por el calorcito recibido, se acomodó su toquilla de lana, que tapara bien su cuello y, alisando con sus manos la falda de su vestido, me miró… nos miró -allí en su sillita a mi derecha estaba mi hermana- y, preguntándonos qué íbamos a hacer en tan señalados días…

¡Zas! todo quedó oscuro, se había ido la luz y, en penumbra todo quedó, tan sólo una tenue y atrevida llamita de la ya escasa pava, osaba romper la oscuridad de la estancia, formando sombras con nuestros cuerpos en la pared del fondo de la estancia, no me asustaban, pero algo de recelo me transmitían. El incidente del apagón apenas nos alteró, era algo tan normal que a ello ya estábamos acostumbrados. De forma automática, mi madre tomó el candil colgado en la chimenea, arregló su torcida, quito la ceniza de su última y reciente vez que nos iluminó y, ya mi padre con un leño ardiendo, prendió aquella llamita tristona que daba a la estancia un halo de magia y de agradable bienestar.

No sé por qué, en esa acogedora oscuridad, se habla más bajo, más pausado, ¿será porque la mágica estampa rememora ancestrales momentos de la Humanidad en las cavernas?

También se escucha más y, por ello, reparé en que las canales del cobertizo del corral habían aumentado su musical sonido. Mi padre se incorporó, dejó su trabajo de pleita y esparto sobre la silla y, cual ”Señor del Castillo”, asomóse a ver el tiempo, el panorama, y a tomar nota visual de lo que en la calle acontecía.

Fue rápida su vuelta tras su exclamación de rigor: “¡Que nochecita! ¡que frío! pobre gorrión que no coja teja esta noche!”, y así, hablando para sí y para todos, se frotaba las manos para repeler el frío cogido y, con la rapidez que sus pies ya cansados le permitían, volvió a sentarse al “oro” de la pava; no sin antes hacerla despabilar con las tenazas y, mascullando frases inaudibles que, ya antes, en semejantes circunstancias, habíamos oído:

– “Está la calle como boca lobo, no se ve un alma. Claro, con este frío y esta lluvia”, sentenció.

Hizo silencio, cogió la pleita de once ramos que estaba haciendo y, habiéndose colocado el mancho2 de esparto crudo bajo su brazo, comenzaron sus manos y dedos a bailar tan difícil danza de cruceros y enlaces, dando lugar a aquel rollo de pleita de varios metros de longitud que, en lo que iba de invierno y junto al fuego, había hecho. Yo, cada noche, me encargaba de aumentar el rollo que había formado.

Mi madre, con sus manos sobre la lumbre, guardaba silencio expectante, moviendo su cabeza con gestos afirmativos a aquellas rituales frases de mi padre sobre la noche y el tiempo.

Se incorporó sobre su silla y, volviendo a preguntar, requirió nuestra atención sobre la fiesta cercana de difuntos y Santos.

Haré”, dijo mi madre, “una buena sartén de gachas con cuscurrones y miel, para guardar la tradición”.

Yo, recordando y rememorando, dando una voz de alegría con sus saltos correspondientes, me atropellaba diciendo: “…y, con las que sobren, tapamos cerraduras”, seguía celebrando tan aventurada acción.

No sé ahora pero, creo que, dicha tradición con gachas ha perdido garra, ya no es tal, ha quedado en que algún crío o jovenzuelo con bolsa de plástico en ristre, portando algo de agua y harina hace un pastiche que más que tapar cerraduras ensucia paredes, puertas y molduras quedando la esencia de la fiesta en la trastienda de los tiempos.

Ni nadie recuerda ya el significado de tan popular hazaña, que enfadaba de particular manera a mujeres fregantinas y desatoradoras que, al alba, se temían el tapón ya reseco de las gachas sobrantes en la noche de Santos.

Motivo ancestral tenía la faena de tapar cerraduras y cualquier agujero de casas y viviendas para que no entrarán los espíritus en noche de difuntos a perturbar el sueño.

Comiendo de la olla. Foto cortesía de Laura Romero García.

Y se pensaba que por el orificio de la llave era el lugar más propicio por dónde las ánimas pasasen. Era tal la animación que esta noche movía, que grupos numerosos de muchachos y mozuelas salían a la calle chapoteando charcos a hacer la “faena” a vecinos, amigos y contrarios -que de todo había-.

Se pasaban la noche entre silencios impuestos por la cercanía de un objetivo que, tras la misión cumplida en carreras, en risas alborotadoras se convertía. Se comentaba la hazaña, se engrandece la aventura y se buscaba próxima casa para pella de gachas pegar.

Había grupos que se hacían acompañar de botella de licor y caja de borrachuelos3 y si, en la noche trajinera, a otro grupo se encontraban, se intercambiaban risas, exageraciones, un trago de anís y algún mantecado.

En ello estaba yo, con mi boca abierta, empapando la narración que de las gachas de Santos nos hacía, era tal su forma de narrar que parecía mentira que apenas leer y escribir supiera.

E igual que se fue, “¡zas!”, vino la luz. Era débil y tristona pero, a nosotros, nos parecía que estallaría la habitación por no caber en ella.

Mi padre puso su mano tras la llamita vacilante del candil y de un soplo lo apagó.

Miré a mi madre, sólo con verle la cara supe que se acercaba la hora de irnos a la cama, que la agradable velada tocaba a su fin. Ya hacía bastante rato que mi padre había oído el parte; era tarde -sobre las once serían-, hora tardía para el pueblo que con sus calles absolutamente vacías y, en casi total oscuridad, se presentaban intransitables; aún llovía, las canales repiqueteaban en la acera de la fachada de mi casa; el cielo presentaba un extraño color blanquecino… hacía frío, mucho frío.

Levantó mi padre de la silla y, dejando su faena, se dispuso a ir a echar el último pienso a los mulos. Mi madre, ante nuestras protestas, nos llevó a acostar.

Para mi hermana y para mí la tertulia, la charla familiar y el estar calentitos todos junto a la chimenea, por aquella noche se había acabado, ello nos enfadaba pero el mandato paterno se imponía.

Típicos borrachuelos de Benalúa.

No había televisión, no había otra distracción, sólo una enorme radio que, por falta de mejores técnicas, apenas se oía. El candil para prevenir apagones y una espléndida lumbre en la chimenea, punto central de la actividad social y familiar… y éramos felices y la vida era agradable a pesar de las muchas carencias que desde la vista del siglo veintiuno tenemos.

La distracción mayor de mi hermana y mía era nuestra caja de tebeos y las charlas, cuentos y relatos de mis padres. Y la vida así transcurría y la vida era vida bien vivida y el estar incurso en ella suponía un tranquilo alivio de paz. Quedé muy blandito acurrucado bajo los cobertores y, apenas asomando la boca para respirar, el frío de la casa intentaba imponer su ley tal como reinaba en cualquier hogar de la Benalúa de aquellos años, por la falta de cualquier clase de calefacción. Como mucho, algún viejo brasero podía calentar alguna estancia con ascuas cogidas de la pava -con el consiguiente peligro de asfixia-.

Así, los vecinos del pueblo eran fuertes y resistentes a los crudos fríos que, durante los largos inviernos, cristalizaban calles, charcos y hasta el río.

Deporte muy apreciado por los chavales era el romper charcos helados con gruesos carámbanos que, si se resistían al embite, se pasaba a la artillería pesada con alguna gruesa piedra hasta lograr su fractura.

Nevada en Benalúa del 3 de marzo de 2005

Comenzaba a dormirme, mis párpados pesaban, la cama entraba en calor y sentaba bien. Antes, comprobé que el repiqueteo de la lluvia sobre mi ventana, había cesado al levantar levemente mi cabeza, justo cuando mi madre entraba a darnos el último beso de aquella noche…

Acercó su cara a mi mejilla y, susurrando tras dame el beso, me dijo: “Duerme bien… que mañana habrá sorpresa”.

Durante unos brevísimos segundos, antes de cerrar mis ojos, pensé “¿de qué se tratará? ¿que será?”.

Ya dormía… mientras, en la calle estaba nevando copiosamente.

El silencio más absoluto se hizo y la oscuridad aunque era muy densa no era total. Por las rendijas de la puerta, un débil resplandor inundaba la estancia de triste luz y embrujadas sombras.

Todo era calma, todo obtuso silencio. La calle, al otro lado de las ventanas, parecía no existir por su recatado y guardado silencio. Caía la nieve, sus esponjosos y bellos copos suavemente aterrizaban formando gruesa y blanca capa que cubría todo. La noche era más blanca, el pueblo apaciguado, las calles parecían más anchas y el cielo aplomado derramaba la nieve sobre todo… quieto… cansado… descansando sus gentes de la jornada pasada y preparando la que entraba.

La espesa cortina de copos que caían se reflejaban con la tristona luz de la esquina de la calle semejando una preciosa catarata y emitiendo hermosos reflejos.

Así discurría la fría, nevosa y sosegada noche de Benalúa. Sólo rompió el silencio el ladrido lejano de un perro que discutía con la noche; ladraba al silencio y con su gruñido rompía la magia.

Un fuerte “crack”, y su eco, sonaron fuerte en la callada noche.

Una gruesa rama de uno de los viejos árboles de la calle Paseo había sucumbido al peso de la fría nieve. Las demás ramas se curvaban y así aguantaban el espeso manto. Los olivos no eran ajenos a tal sufrimiento, arqueaban sus tallos en un doble intento de aguantar el peso y, de tal forma ayudar, a caer la nieve tras por ellas resbalar, librando del daño a sus ramas.

El espectáculo era muy bello. El manto de nieve suavizaba las aristas y curvas del terreno y del suelo. La blancura de la nieve esclarecía la noche. La quietud y silencio la valoraban e invadía de paz, el amplio espacio que la noche cubría.

La campana de la vieja torre sonó y dio el primer toque, llamando a su sede a los vecinos que, a la temprana misa de siete, acudieron.

El eco redoblado de la campana pueblerina, llamada Santa María, retornó con sus ondas amortiguadas en el espesor de la blanca y gruesa capa que cubría La Cará4; los montes de poniente de la villa y nuestra sierra de siempre.

Todo era maravilloso, la tenue luz del día comenzaba a herir la noche y abrir paso entre sus tinieblas, comenzaba un nuevo y bello día, estaba “raso” -como se dice en mi pueblo, sin nubes.

Se esperaba un sol radiante que estrellaría sus rayos cegadores contra la blancura extrema.

Ya, a tan temprana hora, algún benaluense se atrevió a dejar el visillo de sus ventanas y contemplar más en directo tan espléndido escenario, no sin temer que tal nevada, con ser tan hermosa y bella, no hubiera dañado los campos del pueblo. Había poco olivar pero se temía una helada; temor que ha acompañado a nuestros campesinos desde siempre en el lugar. Los cambios bruscos de temperatura que dan al traste con las cosechas, árboles y, sobre todo, con el olivar.

Serían no más de las nueve. La puerta de mi cuarto se abrió de par en par y hete aquí a mi madre que, alegre y contenta, venía a desvelar la sorpresa que dejó predicha en la velada.

Por un instante simulé hacerme el dormido, después de besarme acercó su boca a mi oído y, suavito, me susurró: “ven, vamos a la ventana. Verás que hermosura de nevazo hay”.

Interior de la antigua iglesia de Benalúa de las Villas. Foto cortesía de Mari Luz Romero García.

Me incorporé de inmediato y asido su cuello con mis manos, corriendo y contentos me puso sobre el poyo de la ventana, de la cual, previamente, sus postigos fueron abiertos.

Delante de mí y, a través de los empañados cristales, se me presentaba la vista más maravillosa que jamás hubiera soñado. Las líneas del horizonte redondeadas; el espacio, ante mí, hacía que pareciera más grande e infinito. La panorámica, la nieve en un espeso manto todo lo cubría. Inmaculada, limpia, brillante y sin la menor hoyadura en su perfecto manto.

Era temprano y nadie ni nada, aún, había roto con sus huellas tan linda estampa. Mi hermana, enmudecida por tanta belleza, ya está a mi lado, callada, expectante y pensativa en lo que para ella y para mí era algo tan grande…

De pronto, mi hermana gritó: “¡¡mira!! ¡¡mira!! ese hombre la va rompiendo, ¡está rompiendo la nieve!!”.

Un conocido vecino (no sé dónde iría), se atrevió, sin el más mínimo recato, a estropear el retrato que nos divertía. Dejó, tras de sí, un rastro que rompía la armonía y el encanto, pero pronto fueron otros los que dejaron su impronta en tan bello escenario.

Enseguida había multitud de huellas y algún que otro vecino salió a la calle a hacer sus primeras bolas.

Los jóvenes mayores del pueblo hicieron una gran bola de nieve por la cuesta de Manolito -el que fuera después alcalde- y la precipitaron por la tapia de Las Piqueras a la huerta. Una gran bola, enorme, que, al romperse abajo de la tapia, dejó un gran montón de nieve.

Los mismos jovenzuelos, ya puestos en su empeño y tras el lanzamiento de bolas blancas cual batalla guerrera, se dispusieron a la faena de formar un gran y enorme monolito en la puerta de la iglesia, exactamente en la puerta de la tienda de La Carmen.

Fue tan grande el monolito que tras muchos días, y ya desaparecido el bello manto nevado, aún permanecía con casi todo su volumen en el centro de la calle…

¡Que no! ¡que no estorbaba!, ni obstaculizada paso a vehículo alguno, ya que no los había. Si acaso algún vetusto carromato.

Dieron las diez -hora del desayuno- y, en contra de nuestros deseos, nos retiraron de la ventana; la función había terminado. Prisa no había porque el colegio sus puertas no abriría para evitar caídas por las calles de los críos y por el frío tan intenso que fuera, e incluso dentro del aula, habría.

Comimos unas ricas migas de harina, con todos su aderezos, que mi padre, en la reciente y enorme pava encendida, había cocinado. Tras éstas, un gran tazón de leche con café azucarado con miel blanca de las colmenas que en nuestro corral teníamos.

Desayunados, y para hacer guerra al frío, mi hermana y yo junto a la pava de la chimenea, emprendimos, sin proponérnoslo, una serie de juegos no programados, leer el TBO o jugar con los cromos. Mientras, en la calle, un resplandeciente día con un gran sol estrellaba sus rayos contra la nieve, intentando, con su tenue calor, derretirla. Mi padre y algún vecino conversaban entre puertas, haciendo cábalas si la nevada habría, o no, dañado en algo el campo.

Mi hermano sacó los mulos y, como hoy no habría trabajo, los acercó al pilar a que bebieran y, tras ello, retornarlos a la cuadra donde mi padre les pondría, en sus pesebres, su primer pienso.

Una historia de antaño con sus vicisitudes, anécdotas y situaciones que, a pesar de la escasez de medios, poca técnica y nada de adelanto, tenía su encanto, su paz y sosiego.

La vida discurría lenta, la vida discurría sin estrés, aún faltaban muchos años para las riadas de coches, para los ruidos callejeros, para los tractores en los campos, para el teléfono móvil, el dichoso y famoso internet y ¿qué me decís de la falta de la televisión?… pues se pasaba sin todo ello.

Los manoseados y disfrutados TBOs de aquellos años.

La mente y capacidad de adaptación del ser humano hacía que, aquellas viejas y añejas vidas, en aquel momento de la Historia fueran tan deseadas, tan importantes y asumidas con felicidad como lo puedan ser las de ahora.

Mi madre entró con un cubo lleno de nieve y, con la leche que ya había preparado, nos alegró la mañana al comunicarnos que haríamos helados. ¡Que ricos nos parecían! y ¡que ricos estaban!; hechos en ambiente familiar y en la calidez del hogar. Mi madre llenó dos vasos de aquel sabroso helado rociándolo con canela, con el mismo amor con que lo habíamos hecho. Entre chupetones y juegos una familiar y fría mañana, que podía haber sido vivida por cualquier otra familia de mi querido pueblo.

NOTAS
1 Panza burra: Color gris claro que, según la cultura popular, augura nevadas inminentes.
2Mancho: manojo de esparto
3Borrachuelos: típico dulce vegueño consistente en una masa que se fríe y se reboza con azúcar y canela
4La Cará: monte entre Benalúa de las Villas y Alcalá la Real.

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Gregorio Martín García

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