Granada es una ciudad muy bella. La embellece la Alhambra con sus rojos torreones, los que Ángel Ganivet describía diciendo: “Qué silenciosos dormís torreones de la Alhambra, dormís soñando en la muerte, y la muerte está lejana”, la embellecen el eterno verdor de la Vega, con sus caserías, sus huertas y alquerías, y las blancas y frías cumbres de Sierra Nevada, esas que se tornan rosadas o violáceas bajo la suave luz de los atardeceres primaverales, ofreciendo un magnífico telón de fondo para una orografía espectacular.

A Granada también la embellecen sus cielos, esos cielos teñidos de rojo intenso formando infinitos arreboles o ese cielo “azul granada”, como dicen los pintores, pero también y en gran medida, a Granada la embellecen sus Cármenes, viviendas típicas con blancas tapias, fragantes patios y frondosos jardines, construidas en los barrios del Albaicín y del Realejo, en la zona del Mauror en la colina de Torres Bermejas, sin olvidar los Cármenes de la Antequeruela, y, cómo no, los que tímidos se esconden entre la frondosa arboleda del bosque de la Alhambra. ¿Y sus nombres? ¿Qué decir de sus nombres?: El Carmen de la Media Luna, el de Aynadamar, el de los Cipreses, el Carmen de la Victoria, el Carmen de Vistas Hermosas, o los Carmenes de las Tomasas y de Morayma. El Carmen de la Alcubilla del Caracol, el del Gallo, el de San Antonio, el del Mauror, el de Santa Margarita o el de la Purísima Buenavista, desde el que hoy escribo.

Hay Cármenes con extensos jardines y Cármenes pequeños y recoletos. Los hay ricos y los hay humildes, los hay con amplios y fáciles accesos, y los hay en estrechas y sinuosas callejas, pero nosotros, sus moradores, siempre sentimos el orgullo de vivir en un Carmen.
¿Quién no ha soñado alguna vez en su vida con vivir en un Carmen? ¿Quién no ha acariciado la fantasía de dormir escuchando el murmullo de un incansable chorrillo de agua cristalina y fresca de una fuente o un pilar? ¿Quién no ha deseado despertar cada mañana entre el verdor de las parras, las brillantes hojas de coloridos limoneros y los fragantes naranjos en flor? ¿Quién ha podido borrar de su memoria, si alguna vez lo ha experimentado, un atardecer ebrio por el intenso aroma del jazmín, las celindas y la madreselva? ¿Quién ha podido olvidar los suaves tonos de la glicinia y la bignonia, de las rosas de pitiminí o de las clavellinas y alhelies en parterres rodeados de arrayán? ¿Quién no se ha emocionado al contemplar la fría luna asomando entre los oscuros cipreses como lanzas al cielo, junto a sus blancas y resplandecientes tapias? ¿Quién no ha sucumbido ante el infinito placer de detenerse a escuchar los ruiseñores que anidan en los olmos y almeces de un jardín?

Vivir en un Carmen es eso y mucho más. Vivir en un Carmen es disfrutar de vistas privilegiadas. Es caminar cada día por calles empedradas con cuestas imposibles y poder contemplar desde cada esquina la ciudad allí abajo, porque los Cármenes suelen estar en zonas altas. Vivir en un Carmen es empeñarse en que la vida se alargue un día más para poder disfrutarlo, para poder estar un día más arropado por el silencio, solo roto por el tañido de alguna de las campanas que se escuchan a lo lejos. Pero vivir en un Carmen, y he aquí la cuestión, en muchas ocasiones tiene un elevado coste, y es el que pagamos algunos aún incluso sintiéndonos seres privilegiados.

Vivir en un Carmen implica la ansiedad de saber que llegará un día en que los mayores no podremos salir de nuestras casas debido a los crueles y desiguales empedrados que tanto nos han gustado en nuestra juventud. Es el temor ante una enfermedad o caída y la imposibilidad de llegar a nuestras casas caminando. Es la ansiedad al pensar que ante un incendio la ayuda tardará más de lo debido puesto que avanzar por estas estrechas y retorcidas calles presenta una gran dificultad, o incluso imposibilidad de llegar a muchos de ellos. Vivir en un Carmen es sentir con el paso de los años la ansiedad al ser consciente de que no podrá llegar una ambulancia con la premura de decidir entre la vida o la muerte. Pero, ¿qué importa? Morir en un Carmen presiento que será una buena muerte, una muerte sólo equiparable a la de Gustav Aschenbach, quien abandonó este mundo en la dorada playa del Lido de Venecia, donde Thomas Mann sitúa la trama de su novela “Muerte en Venecia”, llevada al cine en 1971 bajo la magistral dirección de Luchino Visconti.

Los granadinos, y no sólo los que por nacimiento ostentamos ese gentilicio, sino también los granadinos de adopción, tenemos los unos y los otros la obligación y el compromiso de mantener nuestros cármenes. La obligación de parapetarnos en nuestras fragantes atalayas y defenderlas con la propia vida. Tenemos el ineludible deber de gritar a los cuatro vientos que es necesario que estas zonas altas de los barrios se humanicen. Y corresponde a las autoridades municipales facilitar la vida en ellos. Que es necesario que se invierta en infraestructuras, limpieza y seguridad, para que no se conviertan sólo en morada de jóvenes y en negocios para turistas, ya que, si no nos arreglan las calles con sensatez y premura, el éxodo cruel de los mayores hacia las zonas llanas de la ciudad, es irrevocable, puesto que, es fácil comprender que no todos sus moradores estarían dispuestos a morir en su carmen, ya que, aparte de incómodo, además, si ese día llueve de forma torrencial, como a veces ocurre en Granada, corre el riesgo de bajar en su ataúd raudo y veloz por las callejas, casi flotando, como ocurrió el día en que enterraron a Zafra.
Texto e ilustraciones:
Miriam López-Burgos del Barrio
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