El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (43): Literatura

Luisa esperaba que Pedro le devolviera el libro pronto. Se lo había prestado hacía más de dos semanas, por lo que había pasado ya suficiente tiempo para que lo hubiese leído. Estaba segura de que a él le gustaría y que eso les permitiría hablar un rato sobre aspectos relacionados con su lectura. Soñaba con que llegase ese momento: el hecho de que compartieran unos gustos y de que se hubieran emocionado por unos mismos motivos habría de contribuir a que se estableciera entre ellos una mayor confianza, frenada hasta entonces por la timidez de él y quizá también por la poca decisión de ella, que nunca se había atrevido verdaderamente a abordarlo. Sus conversaciones se habían limitado a un intercambio de frases más o menos convencionales, surgidas a partir de encuentros esporádicos que hubiesen tenido en la clase o en los pasillos del instituto.

Desde que empezó el curso, Luisa había comenzado a interesarse por Pedro. Le parecía un tipo curioso, con cualidades que lo diferenciaban del resto de compañeros. Su carácter reservado le otorgaba cierto aire de misterio que a ella no le podía pasar desapercibido. Su mirada, siempre pudibunda, mostraba a menudo un alma ausente. Debía de tener su propio mundo, en el cual se refugiaba cuando las cosas de la realidad no le satisfacían. Por las notas que sacaba en los exámenes o en los ejercicios de clase, Luisa había inferido que era muy inteligente y aplicado, aunque no era eso lo que más la atraía de él, sino la afición que había demostrado tener por la literatura. A muy pocos chicos les gustaba; tenían, por lo general, otras inclinaciones; daba la impresión de que fuese cosa de mujeres, siempre más propensas a sentir emociones.

Por influencia de una tía, que era gran amante de las letras, ella había comenzado a leer libros a una edad muy temprana. Primero habían sido, como era natural, historias infantiles y novelas de aventuras. Con trece años, aquel hábito se había convertido ya en una necesidad, hasta tal punto que no podía vivir sin la literatura, sin el mundo que en su imaginación recreaba cuando en los libros se sumergía. Por eso, que a Pedro le gustase también leer era lo que de él más apreciaba. Casi sin darse cuenta, durante los meses que habían transcurrido desde el inicio del curso, le había tomando cada vez más cariño, hasta que casi podía considerarse enamorada de él. Las relaciones que había tenido con otros chicos no habían acabado de cuajar, quizá por las diferencias que con ellos habían existido. Ahora, con diecisiete años, tenía conciencia de que se le había presentado la oportunidad de tratar a alguien con el que podría entenderse mejor. Estaba convencida, en efecto, de que la pasión por la literatura sería lo que terminaría uniéndola con Pedro, pues era una pasión que acerca las almas y que establece entre ellas vínculos profundos de afecto.

De un momento a otro él se acercaría para devolverle el libro. Se trataba de una novela de un autor hispanoamericano que a ella la había deslumbrado, posiblemente la mejor novela que había leído nunca. En clase, observaba con disimulo los movimientos de Pedro, pendiente de lo que ellos podían anunciarle: esperaba que en cualquier instante en su rostro se dibujase un gesto de turbación o tal vez de agradecimiento, por el cual pudiese deducir que se disponía a dirigirse a ella con el libro en las manos.

Sin embargo, a pesar de que habían pasado más de quince días, Pedro no daba señales de haberlo leído. Más bien parecía como si no lo hubiese acabado o como si, agobiado por los estudios, hubiera decidido dejar la lectura para más adelante, sin que le importase que ella tuviese que seguir esperando la devolución del libro. Sus miradas continuaban siendo huidizas; no había notado en ellas prácticamente nada nuevo, ninguna expresión por la que pudiera barruntar que ya no había entre ellos tanto distanciamiento.

A veces Luisa se desesperaba; lo daba a él por imposible, por un ser que por su propio apartamiento le resultaría a ella siempre inaccesible. Tampoco se atrevía durante aquel tiempo a forzar ninguna situación; respetaba su manera de actuar, pues temía que cualquier nuevo acercamiento podría ocasionar una reacción contraria a sus intereses. Era preferible, a pesar de su impaciencia, que las cosas transcurriesen de un modo natural y que fuese Pedro, libre de presiones, quien propiciase el encuentro que tanto estaba deseando. Tal postergación hacía que lo quisiese más y que viese en él al tipo más peculiar de cuantos había conocido.

Acabó por comprender Luisa que era un caso difícil. Otro, en su lugar, ya lo habría resuelto todo; sin embargo, Pedro, por la razón que fuese, quizá por la timidez que tanto lo cortaba, lo hacía bastante complicado. Ella no sabía a qué se debía aquel hermetismo; llegó a pensar que consistía en algo deliberado, en una estrategia para que la expectación de ella creciese hasta un extremo insoportable.

No había empezado la primavera aún, aunque ya había en el entorno claros indicios de ella. Los días eran azules y diáfanos. En el paisaje que se divisaba tras las verjas del instituto prorrumpían ya los verdes de los primeros sembrados, entreverados con los marrones de besanas y de tierras que no habían sido aún roturadas. Era un cuadro hermoso, en el que podían distinguirse también las líneas sinuosas de los caminos y de los balates y las manchas grisáceas de las choperas en una lejanía de tonos borrosos. Lo presidía todo el lienzo inmenso de la sierra, con sus cumbres todavía cubiertas de nieve. Ante un panorama tan bello Luisa veía cómo su espíritu se reanimaba con la esperanza de que su sueño se cumpliera: no podía ser de otro modo; su corazón, embargado de inefables promesas, la impulsaba a creerlo así. Pedro tenía que salir de su aparente hermetismo: con un semblante quizá sonriente, cualquier día de aquellos, se aproximaría a ella para decirle que el libro le había encantado. Tal vez le diera las gracias por haberle hecho leer una obra tan maravillosa, una novela que él no dudaría en subir a los altares de la literatura.

El mismo día en que empezaba la primavera, en vista de que nada ocurría, Luisa no aguantó más y, antes de que comenzara la primera clase, se aproximó con decisión al pupitre de Pedro y, sin que mediara saludo alguno, le preguntó si le había gustado el libro. El interpelado, como no podía ser de otro modo, la miró con sorpresa y, después de pensarlo un poco, dijo que después del Quijote era la mejor novela que había leído. Luisa, sin poderlo evitar, suspiró y él, con cierto apuro en la voz, añadió que la estaba leyendo por segunda vez y que tardaría todavía unos días en devolvérsela. Ella, muy contenta del efecto que en Pedro había causado la lectura, contestó que no le importaba esperar hasta que él acabara de leerla por segunda vez. La primera clase estaba a punto de empezar. Algunos compañeros entraron precipitadamente en el aula. Antes de que llegara el profesor, Pedro, en señal de agradecimiento, sonrió a Luisa con timidez.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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