Celebración. Foto cortesía de Mari Luz Romero García.

El amanecer con humo. Benalúa de las Villas… Hijos Dulces de Dios (VI-D)

La historia, por no contada, (sólo lo contaban entre la familia), creo no es muy conocida pero real y verdadera: En una oscura noche de Benalúa debido, más que a los elementos, al escasísimo alumbrado público y a que transcurría la contienda fratricida del treinta seis; un vecino, y paisano, ya siendo casi las doce de la medianoche de aquella fatídica jornada en la que hubo revueltas callejeras y terribles acontecimientos, venía de visita a unas hermanas y familiares, que vivían cerca del pilar existente en el camino del cementerio y frente a la casa de “La Chencha” . A su casa regresaba tras la velada de charla y, hacia calle Madrid y Cantarranas se dirigía, por lo que tenía que pasar por la plaza y por delante de nuestro templo. El Mismo camino de ida, que hizo horas antes, aún de día.

Calles casi solas, por las tensiones del momento y silenciosas, muy silenciosas… parecían haber acabado las asonadas del día ahora y, a pesar del triste ambiente respirado, todo estaba tranquilo.

Por la plaza, caminando hacia su destino, envuelto en el negro velo de la oscura noche, con pasos ligeros, sin miedo pero receloso – era para estarlo -. En una de las veces, oteando la calle, levantó su cabeza junto a la tapia existente en la principal puerta de la iglesia y, en la calle, abajo, vio tendidos en el suelo “unos bultos”… según se acercaba, su estómago se retorcía, su corazón agitado, las pulsaciones disparó:

Parecen muertos”, exclamó entre dientes y se dijo así mismo, con voz cortada que a penas salió de su garganta:

¡¡No!! ¡¡Dios!!, son muertos… son cadáveres, y ¡hay varios!. Ha debido ser esta noche cuando los han matado… Dios y su Santísima Madre los hayan perdonado”, haciendo, a la vez, el signo de la cruz sobre su pecho y cabeza… sudaba, a pesar de la fresca noche…

“Pero, ¿qué es?”, se acercaba.

“No son muertos… pero, ¿qué es ésto? ¡que barbaridad, que destrozo y que maldad!… pero ¡si son los Santos de la iglesia!”.

Ahora sí sintió miedo y mucho recelo y, con sus ojos clavados en aquella barbaridad y, a pesar de la poquísima luz ambiental y, sin dejar de santiguarse y clamar en plegarias a Dios, aceleró sus pasos por calle Madrid hasta desaparecer en los callejones de Cantarranas. Todo nervioso y tremendamente asustado.

Santiguándose repetidas veces, como ya se dijo, y desencajados sus ojos con aquella visión, no reparó que alguien se acercaba a tan tétrico escenario.

Al igual que su vecino, quedó horrorizado y, como hiciera aquel y en acto reflejo, no dejaba de implorar a Dios y de pedir perdón por los malhechores de aquello.

Estaba clavado con sus pies al suelo, inmóvil y sin respiración y algo relució: unos ojos eran, de una cabeza…

“¡Pero si es la cabeza!”, exclamó hacia sus adentros, porque fue un grito ahogado en dolorosos sentimientos.

“¡La cabeza! ¡sólo la cabeza! de nuestra Señora, la Virgen de los Dolores”.

Su dolor, dentro de su cuerpo se agolpaba. Sus nervios le corroían, su respiración era agitada y hasta su alma estaba entristecida.

No sabía qué hacer… dudaba… era un volcán de preguntas lo que se hacía pero, en un acto reflejo, sin pensar, sin meditar y sin proponérselo, en un arrebato valiente, recogió aquella cabeza Virginal, la metió bajo su chaqueta y, con el brazo apretado, para evitar la caída, salió a paso ligero… pero ¿a dónde? No sabía a dónde iba. Paró, dudó y reanudó su marcha. En dos zancadas estaba bajando la cuesta que, al final de la calle de enfrente, desemboca en la carretera.

Aceleró el paso, miraba de reojo hacia atrás – y hacia todos lados – y, llegado junto al río, a su ribera izquierda, frente un barranco que baja de La Cará, lindero a la Vega de la Venta y, en unos ribereños álamos blancos, que a su pies tenían algo de maleza. Hizo, con mucho amor, una hondura en aquella hierba y, allí, depositó el secreto que transportó aquella noche. No dijo nada. Como era tarde se acostó. No podía dormir. No durmió.

Era muy temprano. En su mente una horrible escena, en su pensamiento una idea, y en su corazón un recuerdo, una plegaria para aquella Señora.

Se levantó, tras un ligero y rápido desayuno, comunicó a su mujer que salía. Ésta no se extrañó, ya que, muchas mañanas al igual que otros del pueblo, por costumbre y por necesidad lo hacían. No había cuarto de baño, y las afueras muy cerca estaban…

Pero, nuestro hombre, deseoso, puso rumbo a aquel punto, a aquel álamo blanco junto al río, donde horas antes había escondido su secreto, su tesoro… Ahora le ocupaba y preocupaba, no saber qué haría, en qué terminaría aquello.

Llegado al lugar, depositó un beso en el rostro de La Señora que, a pesar de ser su cabeza sólo, irradiaba amor divino que le hacía renacer a un buen hombre que entre sus manos la sostenía.

Casi todas las mañanas -y casi todas las tardes también-, hacía visita al álamo blanco, acompañado de miedo, pero con mucho fervor. En calle Madrid, cercana a la iglesia, vivía una señora, familia de aquel que, viéndole muchas mañanas y tardes adentrarse hacia su secreto, un día lo siguió y, tras abordarlo en el camino, aquel se derrumbó y, con un consolador abrazo, descargó de su alma aquel terrible peso que le atenazaba… En muy pocas palabras se lo narró todo a aquella mujer, familia que, además, era una gran devota y cristiana.

Urdieron una estratagema que, muy cautelosamente pusieron en práctica, con mucha astucia y valentía. Recordad que en plena contienda bélica estaba España.

La buena mujer, iría a lavar al río, con su gran canasta de trapos como otras veces y otras mujeres hacían. Tendería los trapos, recién lavados en las riberas del río, sobre la fresca hierba, aún húmeda por la temprana mañana, la escarcha y el rocío, que asemejaba un empedrado de perlas preciosas; Junto a los álamos blancos, los tendería, con el desparpajo y salero propios de nuestras paisanas y, bajo una chaqueta, cogería la cabeza de La Dolorosa de Benalúa y la pondría dentro de la canasta con trapos y, así, sería traída.

Seguro que fue para Ella la mejor y más piadosa procesión que jamás haya tenido. Y, esta vez, sí halló posada; esta vez, fue hospedada, recibida y venerada, durante todo el tiempo triste, que sufrió nuestra tierra Patria.

Terminada la innombrable etapa de guerra, su cuerpo fue reformado con tallos y varas de mimbre hábilmente entretejidas y, forradas éstas, con un manto aterciopelado, logrando así un cuerpo casi perfecto de nuestra Virgen María, La Dolorosa, por tantos años venerada en el pueblo de Benalúa.

Más de las nueve eran. El silencio absoluto y el recogimiento estremecedor. La luna en lo más alto del cielo, hacia el sureste, se encontraba. Asomada a los tejados de la frontal de la puerta, por donde Cristo salía de su templo.

Ni ruido, ni saeta, ni murmullo o eco alguno, sólo una plegaria que sale del corazón de aquel pueblo, que frente a su Cristo Crucificado, de recortada figura, sobre el cielo estrellado, dejaba en las pupilas una estampa bella.

Dos largas filas, formadas por niños, jóvenes y mujeres -éstas con cirios-, precedían al Cristo y, tras las Cruz Guía y dos ciriales, que seguían, por calle Madrid avanzaban, con sus velos y vestimentas negras. La tenue luz de la calle realzaba sus enigmáticas y pardas figuras por la vía principal del pueblo, y eran seguidas por la Madre Dolorosa.

Tras los Pasos Sacramentales, el sacerdote, con capa y estola negra ornamentado: a sus flancos los monaguillos y, en la mente de todos, una plegaria.

Cerraban tan larga procesión los hombres de la villa que, la mayoría con su sombrero en la mano -prenda muy usada entonces-, mantenían su cabeza baja y sus pasos firmes; acompañando, rezando y cumpliendo con aquel rito ya viejo que, cada año, llenaba y paseaba las calles.

El trayecto era definido y, por antiguo, en las mentes grabado: salida del templo, giro a la derecha, calle Madrid, hacia las casas nuevas (así le decían a las dos últimas construidas al final de dicha vía). Bajada una pequeña pendiente, giro a la izquierda y paso por delante de la panadería de la Señora Aurora y de una almazara cercana de su propiedad, se discurría por la carretera paralela a Cantarranas.

Por allí, por ese lugar, de fondo, la ribera negra de las alamedas del río, de profunda y aterciopelada oscuridad. De frente, las redondeadas y altas lomas de La Cará que ,con su acentuada línea de horizonte, raya el cielo estrellado. Se recreaba un espectacular escenario que invitaba a la reflexión. Todo ser, caminando, enmudecido por el momento, hasta se “escucha el silencio”.

El rastrear de los pies de los portadores de Cristo y de su madre, era lo único, que a los oídos llegaba… ¡Allí nació la saeta!… ¡allí, con el eco de la alameda aumentado; allí, desde la calle de arriba, el Canto le decían, el sentimiento rompió de aquella garganta agradecida al Cristo, que, delante de sí y a su misma altura, pendía de la Cruz.

Era un vecino, uno más que, por todos conocido, ofreció al Crucificado la oración que, sin ser consumado artista, era de su corazón un dictado. Terminó la saeta, terminó la oración, no hubo aplauso, no por falta de merecimiento, sino por el gran recogimiento de todas las gentes del acto.

Llegados a la Placeta de La Posá, giro a la izquierda y subida por la Calle Paseo para volver a girar a la izquierda a la Calle Real, pasada la Plaza España con su ayuntamiento presidiendo, se terminaba en el templo.

Fue también este punto, lugar saetero que, en un altillo de la plaza, bajo su viejo árbol, rompía espontáneo y, su grito rasgado de saeta que en la noche inundaba el espacio, dejó su oración ofrecida a aquella imagen de Cruz y a su Madre Dolorida.

Era costumbre, en Benalúa de las Villas que, cuando algún desfile procesional paseaba sus calles, la gentes abrieran balcones y ventanas de par en par, para que entrara y reinara en el hogar, la Gracia Divina de la Santa Imagen que pasaba ante ellos. Eso decían y creían -y yo así lo creo-, al menos, bonito y cristiano era, o sé si seguirá siendo; por desgracia, hace tiempo que no desfiló y procesionó en ningún acto de mi pueblo. He de corregir dicha insatisfacción.

Sábado de Gloria, le decían, al Sábado Santo de la Gran Semana, que nos regalaría una jornada de sol y buen tiempo,… al menos, así se esperaba.

Tímidamente, la corona solar asomaba por el horizonte de El Morrón, de nuestra vecina sierra y, sus primeros rayos lanzados a las casas blancas de la aldea, de aquel pueblo. Cuna y hogar nuestro, inundaban de luz y agradable templanza el ambiente. El pueblo descansaba, la procesión de anoche terminó algo tarde, cerca de la madrugada y esta bonita mañana de Sábado Santo amanecía sola, sin vecino alguno aún disfrutándola. Dormían.

Tres señoras, ya, eran de las primeras que ocupaban las calles, camino de la iglesia, cargando ramos de flores, casi todas blancas y algunas macetas.

Dos de las tres, jóvenes y bonitas vecinas que, junto a la otra, algo mayor y que llevaba la voz cantante, se disponían a ornamentar el altar mayor y demás rincones de nuestro santuario parroquial.

Aún se imponía el silencio; el recogimiento propio de tan digna celebración, las campanas permanecen mudas y todo ruido se trataba de evitar. He ahí el motivo por el que, las tres, caminaban hablando más despacio y más bajo de lo habitual. Comentaban cómo harían su trabajo y preparación de la Vigilia Pascual.

Gregorio Martín García

Ver todos los artículos de


Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

IDEAL En Clase

© CMA Comunicación. Responsable Legal: Corporación de Medios de Andalucía S.A.. C.I.F.: A78865458. Dirección: C/ Huelva 2, Polígono de ASEGRA 18210 Peligros (Granada). Contacto: idealdigital@ideal.es . Tlf: +34 958 809 809. Datos Registrales: Registro Mercantil de Granada, folio 117, tomo 304 general, libro 204, sección 3ª sociedades, inscripción 4