Descolonizar la educación es volver a caminar con la tierra, con las voces vecinales, con las preguntas no domesticadas. Es recordar que no nacimos para estar quietos, ni separados, ni mudos.
La Pedagogía Andariega nace del impulso de llegar al aprendizaje caminando. De cerrar las escuelas (y con ello la rigidez de los pupitres, los libros de texto y las pantallas digitales) para abrazar el territorio, la experiencia y el encuentro. En su esencia, lleva a cabo una crítica demoledora contra el modelo escolar imperante, sedentario y descontextualizado, heredero de estructuras coloniales (religiosas, oligárquicas, dominantes…) que han impuesto un modo único de saber, de enseñar y de existir.
Como les sucede a las pedagogías descoloniales, también la Pedagogía Andariega busca descentrar ese modelo hegemónico y abrir espacio a otras formas de conocer: aquellas que nacen del cuerpo, del vínculo con la ciudadanía, del lugar, del hacer. Su apuesta por transformar el entorno natural y social en fuente principal de aprendizaje, en lugar de encerrarse en métodos técnicos o contenidos estandarizados, la sitúa en una sintonía profunda con los saberes prácticos, científicos y cambiantes.

Los saberes, lejos de ser una rémora que nos mantiene sentados como objetos pasivos, son sistemas vivos de conocimiento que han persistido silenciosos, sosteniendo la vida de pueblos y comunidades a través de prácticas contrastadas en la agricultura, la medicina, la ciencia, la música comunal, el respeto por los ciclos naturales y el arte como expresión del alma colectiva.
La Pedagogía Andariega los acoge y los revaloriza no como ornamentos culturales, sino como fuentes legítimas de aprendizaje, que dialogan con las necesidades del presente. Caminar con la tierra es también escuchar lo que ella enseña, observar sus ritmos, aprender de los mayores, recuperar la narración oral, los gestos de cuidado, la sabiduría que se transmite en el trabajo compartido.
Las concomitancias entre la Pedagogía Andariega y las pedagogías descoloniales son múltiples y fecundas. Entre ellas:
-La desobediencia al aula como centro del conocimiento. Ambas proponen desplazarse: física, afectiva y epistemológicamente. En vez de imponer, se disponen a escuchar lo que cuenta la calle. Esa “puta calle”, como la denominan los que ven en ella un peligro, una subversión.
-La centralidad del territorio. El saber no se extrae: se cultiva. El entorno no es contexto, sino maestro. Aprender en la huerta, en el río, en la plaza, en la cocina, en la fábrica, en la oficina…, es una forma de recuperar la educación útil, la que interesa.
-El valor de la experiencia encarnada. Andariegos y descoloniales coinciden en que se aprende con los pies, con las manos, con el corazón. No basta con saber sobre algo: hay que vivirlo, sentirlo, comprometerse.

-La horizontalidad como base del vínculo educativo. Frente a la autoridad vertical del sistema escolar moderno y ese otro tecnológico que nos atenaza, ambas pedagogías promueven un aprendizaje relacional, donde el adulto no es dueño del saber, sino compañero de camino.
-La recuperación de la memoria colectiva. Las historias silenciadas, los nombres borrados, las lenguas negadas reaparecen como fuente de dignidad y de sentido. La Pedagogía Andariega se une así a los esfuerzos por restituir el relato plural de lo humano. También el paisaje y el mundo animal tienen mucho que contar…
La Pedagogía Andariega no pretende sustituir un currículo por otro, ni simplemente “incluir” contenidos ancestrales o descoloniales en la escuela. Su propuesta es más radical: reimaginar la educación como una experiencia compartida de búsqueda, reciprocidad y transformación, donde cada territorio, cada comunidad, cada niño y cada docente puedan encontrar su palabra, su número de calzado y su paso.
Esto implica transformar el papel del docente, que ya no se define por lo que explica, sino por cómo acompaña, por cómo facilita la comunicación, cómo conecta los intereses de los que saben y de los que quieren saber. Y transformar también la idea misma de evaluación, que deja de ser medida y se vuelve conversación, gesto y trabajo colaborativo.

Las pedagogías descoloniales nos recuerdan que otro mundo didáctico ya existe: late en las prácticas de resistencia, en las actitudes positivas y solidarias, en las voces que aún no han sido domesticadas. La Pedagogía Andariega, con su andar lento, curioso y afectivo, (como el de la burrita Molinera que nos acompaña) se encuentra con ese mundo y lo abraza, no desde la nostalgia o el postureo, sino desde la posibilidad y el futuro.
Juntas, ambas pedagogías ofrecen un horizonte común: una educación arraigada, plural, viva, que no tenga miedo de salirse del camino trazado para descubrir los senderos ocultos que llevan a lo esencial.
En definitiva, y para concluir, podemos asegurar por propia experiencia que caminar no es sólo desplazarse. Es escuchar, observar, encontrarse. Caminar es una forma de aprender y también una forma de resistir. En la Pedagogía Andariega, caminar se vuelve un acto cotidiano de descolonización: porque nos devuelve al cuerpo, a la comunidad, al paisaje y a la pregunta. Porque nos recuerda que enseñar no es moldear, sino liberar. Y que el aprendizaje no se lleva a cabo por decreto, ni se impone: se recorre.
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