Me atrevo a asegurar que lo que con más claridad se evoca de un docente es su voz. Casi puedo recordar cada una de las voces de los maestros y profesores que he conocido, aun cuando de algunos de ellos me haya quedado un leve recuerdo. Más que sus figuras o sus modos de enseñar o de proceder en las clases, puedo reproducir sus voces, de tal modo que las de muchos de ellos todavía parece que resuenan con nitidez en mi memoria, quizá porque la enseñanza se ejerce básicamente mediante la palabra hablada, al menos en los tiempos en los que yo era estudiante. En unos la voz era grave y engolada, de inflexiones estudiadas; en otros, de un timbre más dulce y de un tono que solo se alteraba en los momentos en que debían hablar con autoridad.
Igual que me ha ocurrido a mí con los maestros y profesores que me han impartido clase, les habrá sucedido a los alumnos que a lo largo del tiempo he tenido, porque yo desde hace ya una buena porción de años también he ejercido de profesor. Enseño Lengua Castellana y Literatura, que son las materias en las que me especialicé; son disciplinas, sin duda, muy importantes en la formación académica, ya que constituyen una herramienta imprescindible para el logro de muchos objetivos.
Después de más de veinte años de docencia no se puede tener la misma ilusión que al principio, entre otras cosas porque la edad es distinta. En un periodo tan largo es normal que se pase por distintas etapas, como a mí me ha ocurrido. Curtido por la experiencia que he ido acumulando, intento afrontar cada curso con un espíritu renovado, porque lo peor que le puede suceder al docente es caer en la rutina, en la repetición de una serie de métodos y de procedimientos didácticos. En unos destinos estuve mejor que en otros, ya que en cada uno de ellos el ambiente era diferente, en gran parte debido al medio social en el que el centro de trabajo estaba ubicado. La misma sociedad en su conjunto, además, había ido cambiando con los años, lo cual influía decisivamente en la actitud de los estudiantes. En mis primeros años de docencia me encontré a alumnos ejemplares, con un comportamiento exquisito; con ellos era muy fácil dar clase, ya que yo estaba seguro de que mis enseñanzas no eran en balde y que habían de producir los efectos deseados; el mismo interés con que aquellos alumnos seguían mis explicaciones me servía a mí de motivación, hasta el punto de que disfrutaba de mi labor docente. Fueron años en los que era todavía joven y albergaba muchos proyectos, como le pasa a cualquier enseñante que empieza o a cualquier profesional que comienza a desempeñar por verdadera vocación su oficio.
Lo peor vendría después, cuando el clima en las aulas se iría deteriorando por comportamientos inadecuados, al tiempo que el sistema educativo también cambiaba en un intento por adaptarlo a la nueva realidad que en el futuro se presentaría. Me vi entonces en centros donde se hacía necesaria una rígida disciplina, ya que de otro modo era imposible conseguir que los alumnos respetaran y atendieran al docente. Fueron para mí años difíciles, en los que casi llegaría a perder la vocación que inicialmente había tenido.
Sin embargo, no todo es malo en el mundo de la educación, puesto que basta que haya unos cuantos alumnos motivados y respetuosos para que el profesor se sienta recompensado de los malos ratos que pasa con ciertos grupos.
Son muchas las anécdotas o los ejemplos que podría referir al respecto, pero recuerdo especialmente una experiencia que tuve en uno de los institutos en los que había alumnos más conflictivos. Después de las vacaciones de Navidad, estaba yo completamente desanimado; el día anterior al de la reanudación de las clases me encontraba muy deprimido, sin ganas de volver al trabajo. En algún momento pensé incluso en solicitar una baja al médico de cabecera por depresión, como más de un compañero hacía. Me veía incapaz de retomar mi labor, de volverme a enfrentar a los alumnos. Más que alumnos, me parecían enemigos con los que hubiera de librar una encarnizada batalla. Por más que lo intentaba, no hallaba razones para motivarme, para levantar el ánimo. Con el paso del tiempo aumentaba mi tristeza, hasta un extremo que me resultaba casi insoportable. Por la noche, como era de esperar, dormí mal, con angustiosas pesadillas de las que despertaba sobresaltado; era, sin duda, la desazón que sentía lo que las provocaba, lo que hacía que me viera perseguido por fieras salvajes, a punto de ser asaltado por pérfidos guerreros, pertenecientes a un sanguinario ejército. En los ratos de vigilia temía volver a conciliar el sueño, pues no quería encontrarme de nuevo acosado por aquellos horrorosos seres.
Me levanté, como era costumbre cuando trabajaba, a las seis y media de la mañana. Tenía la sensación de haber dormido muchas horas; me notaba, quizá por la sucesión de pesadillas que había tenido, muy cansado, aunque con la ducha y el primer café me sentí un poco más aliviado. Estuve leyendo, como también era habitual, una media hora, aunque me costó concentrarme en la lectura. Como los hijos eran ya grandes, no tenía que llevarlos al colegio.
Después de vestirme y de desayunar en la cocina, me dirigí con la cartera al aparcamiento. Debido a que el instituto estaba a treinta kilómetros de donde vivía, tenía que trasladarme a él en coche. Antes, cuando los traslados eran más largos, había compartido coche con algunos compañeros. Durante el trayecto iba pensando en los alumnos a los que habría de impartir clase a primera hora; no era un grupo muy problemático, aunque no me encontraba muy a gusto con él, ya que debía mantener el orden con llamadas de atención casi constantes. Seguía desanimado, aún más incluso que el día anterior, quizá influido por los malos sueños en los que durante la noche me había sumido. Tardé algo más de veinte minutos en llegar al instituto. Con la cartera en la mano, me encaminé a la sala de profesores, donde solo hallé a dos o tres compañeros, a quienes saludé con afectada cordialidad, tratando de disimular el estado en que había llegado. Me situé en un rincón de la sala, con la cartera colocada sobre una mesa camilla. Al poco fueron llegando nuevos compañeros, saludando de forma efusiva a los que allí estábamos. Cuando sonó la sirena que indicaba el comienzo de la jornada, cogí la cartera y salí con ella en dirección al aula donde daría la primera clase. Era un grupo del segundo curso de ESO. El aula no se hallaba cerca de la sala de profesores. Para llegar a ella, tuve que subir por una escalera y atravesar un largo pasillo que estaba abarrotado de alumnos, a los que se los veía contentos, al menos en apariencia. Una vez que hube atravesado aquel pasillo, doblé a la derecha y tomé un pasillo más corto, que era donde estaba ubicada el aula. Había delante de la puerta cinco o seis alumnos, quienes al verme entraron enseguida en la clase. Yo entré detrás de ellos, balanceando levemente la cartera. Había mucho alboroto, que no se calmó con mi presencia. La mayoría de los alumnos estaban de pie, sin haber ocupado todavía sus asientos.
Como hacía siempre, me situé detrás de mi mesa y coloqué sobre ella la cartera, de la que extraje el libro de texto y un cuaderno de notas. Tras las ventanas había una claridad plomiza, ya que en enero amanecía muy tarde. No sabía qué decir, pues no encontraba en aquel momento las palabras oportunas para pedir a los alumnos que se sentaran con el objeto de comenzar la clase. Aguardé con calma, acostumbrado como estaba a afrontar situaciones muy parecidas a aquella. Los alumnos tardaron todavía unos minutos en sentarse. Cuando los vi sentados, les di los buenos días y les deseé, como era preceptivo, un buen año. Les hablé de los contenidos que se impartirían en el segundo trimestre; en cierto sentido, sería una continuación de lo que se había estudiado en el anterior, ya que el aprendizaje de la lengua y la literatura es continuo y progresivo. Mi tono de voz era bajo; no sé si ellos, los alumnos, habían detectado en él el sentimiento de tristeza que a mí todavía me invadía. No hablaba, como era evidente, con el entusiasmo de otras veces; lo hacía sin ninguna convicción, por una suerte de inercia a la que se abandonan con bastante frecuencia los profesores. Estaba de pie, con las manos apoyadas en el filo de la mesa, sin fijar la vista en un punto determinado.
Ya he dicho que la voz es lo que más se recuerda de un profesor, lo que queda aleteando siempre en algún desván de la memoria, aun cuando hayan pasado muchos años. Aquel día mi voz era insegura, acaso algo temblorosa; tenía un timbre un poco bronco que ni yo mismo reconocía, como si se tratase de algo impostado. No habían pasado más de diez minutos cuando me puse a explicar el primer tema del segundo trimestre, que versaba sobre el complemento directo. Yo notaba que los alumnos poco a poco se habían ido callando y que incluso algunos me atendían. Al comprobar que su actitud había cambiado, comencé a reparar en sus rostros. Una niña que estaba sentada en segunda fila me prestaba suma atención, mirándome con ojos sonrientes. Parecía agradecida de mi labor, de todo lo que yo procuraba enseñarles en aquellos instantes. Era, en efecto, la suya una mirada de agradecimiento, una mirada clara con la que me demostraba lo orgullosa que se sentía de que yo fuera su profesor. En aquellos ojos había luz, una luz que irradiaba hacia mí y que me transmitía fuerza y ánimo para continuar explicando, para seguir ejerciendo mi profesión.
La verdad es que nunca me había ocurrido nada parecido; por efecto de la sonrisa que iluminaba los ojos de aquella alumna yo recuperé la ilusión perdida. Ciertamente, no hay nada tan estimulante para un docente como la mirada complacida de un alumno o una alumna que lo atiende con interés. De pronto, sin yo esperarlo, todo cambió para mí; me convertí en un profesor motivado, convencido de los beneficios que podría proporcionar con su trabajo a los alumnos. Me parecía increíble que se hubiera producido un cambio tan rápido; había sido obra de unos minutos, de unos segundos más bien. Mi voz empezó a ser más firme, más enérgica, de un timbre vibrante, de un tono mucho más alto que el que al principio había tenido. Era la voz con la que en el pasado muchas veces había procurado que los oyentes apreciaran la asignatura que con ardiente afán les impartía. Seguramente aquella niña que estaba sentada en segunda fila, atenta a mi discurso, habría de recordarla siempre, como yo recuerdo las voces de los maestros y de los profesores que me dieron clase.





