El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (48): José, el hombre justo

José, cuando se enteró por boca de María del suceso extraordinario que le había ocurrido, no le pudo dar crédito. Lo cierto era que ella se había quedado encinta sin haberlo conocido, sin haber estado todavía juntos.

Consideraba que era una invención suya todo lo que le había contado, una excusa que para él no tenía ninguna justificación. No entendía, de veras, aquello: era imposible que hubiese podido suceder. Se trataba, en cualquier caso, de un hecho anormal, producido de una forma que escapaba a la capacidad del razonamiento humano. Él nunca había creído que María pudiera engañarlo: la tenía por una mujer buena y virtuosa, con una fe muy arraigada en el Señor. Lo que le acababa de contar parecía un disparate, propio de alguien que ha perdido el juicio o que en el colmo de la insensatez ha dado en transformar la realidad a su antojo. Sin embargo, a pesar de todo, todavía la seguía queriendo: continuaba confiando en ella aunque su relato no tuviese ninguna lógica.

Ciertamente, no sabía qué hacer: otro, en su lugar, la habría repudiado públicamente, pero él no quería causarle ningún oprobio. Se sintió desgarrado, profundamente confundido. En un rapto de amor, decidió, antes de acostarse, que repudiaría a María en secreto y que la tomaría por mujer, como estaba previsto. Le costó mucho conciliar el sueño aquella noche: tenía pensamientos contradictorios, pues nada encajaba en su mente atribulada. Escuchaba a veces el silencio: era como un rumor sordo que lentamente penetrara en su cabeza, parecía lleno de presagios o quizá de voces que él no percibía, voces de otro mundo, de una lejanía inalcanzable.

La imagen de María volvía una y otra vez a su memoria: la recordaba como la había conocido en los primeros días, con su cara infantil de novia, de un mirar tranquilo que a él lo trastornaba, como si un mar de ternura se agitara de pronto en su pecho. Su paso grácil y desenvuelto por la calle era seguido por sus ojos desde la sombra. Se acordaba de instantes que había vivido, de instantes en los que habían cruzado miradas de inefable dulzura. Al final, después de darle muchas vueltas al asunto, se quedó dormido. Soñó que iba por un camino áspero, entre pobos y olivos, sin saber hacia dónde se dirigía.

A lo lejos se divisaba una montaña, casi esfumada entre las nieblas. De repente, delante de él, se dibujó la figura de un ser extraño, revestido de ropas resplandecientes. «Soy un ángel del Señor», le dijo. José entonces se detuvo. En el sueño pensó que soñaba. «No temas —continuó diciéndole el ángel—. He venido a traerte una buena nueva. María ha concebido un hijo por obra del Espíritu Santo. Le pondrás por nombre Jesús, pues él salvará a su pueblo de los pecados.» José no dudó, ya que al instante lo comprendió todo. Experimentó tanto gozo que se despertó de inmediato, sin que al principio tuviera noción de dónde se encontraba.

En la oscuridad de su cuarto creyó que todavía estaba escuchando las palabras del ángel. El Señor lo había escogido a él, un humilde carpintero de Nazaret, para ser padre de aquel niño, al cual había de llamar Jesús, tal como habían anunciado los profetas. No, María no lo había engañado. La confianza que siempre había depositado en ella tenía una justa recompensa. La vida era, sin duda, hermosa; el amor venía a ser su principal prueba. El Señor lo había dispuesto así para que los hombres no se perdieran, para que siguieran los caminos que él había trazado. Cualquier desvío era inicuo. Lo que conducía al bien era recto; no se adentraba en sinuosidades ni en terrenos escabrosos.

Las dificultades, si sobrevenían, debían ser vencidas con la fuerza que la fe concede a quien se abraza a ella, a quien la conserva como un tesoro. Era el tiempo del rescate, el momento de la liberación tantas veces esperado. Ningún miedo había de sobresaltarlo entonces; sabía cuál era su misión, de la cual no había de desertar nunca. Yahvé era su roca, por lo que nada podría doblegarlo. Ahora, con la revelación del ángel, lo había visto mucho más claro. Para no desfallecer solo le bastaba creer en sus palabras. Lo prometido se había cumplido: ya no necesitaba más signos para saber que se hallaba en lo cierto.

Todavía faltaba mucho para que amaneciera. El silencio era espeso; de vez en cuando se oía el crujido de alguna madera o de alguna pared que comenzara a resquebrajarse. Permaneció con el oído atento durante un rato, tratando de adivinar la procedencia de cada sonido. De ese modo se distraía, calculaba el tiempo que le restaba para levantarse. Sabía que ya no volvería a dormirse; lo que había soñado era tan importante que no quería que se le difuminara en la memoria, mezclado con otras imágenes que a continuación soñase. Por momentos intentaba revivirlo: cada vez que lo hacía cobraba más ánimo, como si la energía transmitida por la aparición del ángel fuera creciendo a medida que seguía recordándolo.

Lo que María le había contado coincidía perfectamente con el mensaje que a él se le había comunicado: tal coincidencia venía a demostrarle claramente que Yahvé había actuado a través de ellos y que a partir de entonces tendrían a su cargo una empresa de gran trascendencia, de la cual dependía en cierta manera la suerte del género humano. No debían tener, sin embargo, ningún temor. Ya todas las dudas se habían disipado: Jesús, el hijo que había de nacer, era el Salvador anunciado. María, la mujer con la que estaba desposado y a la que ya no repudiaría, era la virgen en la que se había concebido. Ella había sido la elegida. La verdad es que era asombroso. Por momentos volvía a sentir el mismo escalofrío que había sentido en presencia del ángel. Ahora solo cabía confiar en lo que él, como mensajero divino, le había dicho. Las vacilaciones son propias de los hombres; los designios que vienen de arriba son, en cambio, precisos. El Señor endereza lo torcido, allana lo que parecía dificultoso. Su poder no conoce límites: a lo largo de la historia lo había demostrado socorriendo a su pueblo, librándolo del enemigo cuando lo tenía acorralado.

La luz del amanecer tardó en aparecer. Cuando la vio insinuarse a través de las rendijas de los postigos, José se levantó de su lecho y lo primero que pensó fue que había de decirle a María que la acogería en su casa como esposa. Ella era la madre de Jesús, del Redentor del mundo.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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