«No les pedimos papeles: les ofrecemos caminos»
El derecho a caminar es más antiguo que cualquier pasaporte. Caminar supone dar continuidad a una larga tradición de supervivencia y aprendizaje, porque, de alguna manera, todos los echados al camino somos al mismo tiempo emigrantes, aventureros, arrieros, excursionistas, exiliados o fugitivos. Porque el camino vuelve más habitable el planeta al priorizar la mesura, la reflexión y la toma de conciencia frente a la exclusión y el racismo.
Lo estamos viendo diariamente: niños que cruzan continentes sin más equipaje que un nombre, un recuerdo y una lengua que aquí nadie entiende. Llegan sin papeles, sin garantías, sin una historia oficial. Pero traen saberes, canciones, manos que han aprendido en el camino, ojos que ya han visto demasiado.
Y cuando entran en nuestras escuelas o centros de acogida —si logran llegar—, muchas veces se les hace sentir que no pertenecen, que no son de este mundo. Las administraciones públicas titubean, les niegan acogida y lugar de residencia. Los registros miran para otro lado y los protocolos se vuelven barreras. Un niño sin papeles se muestra, para el sistema, como un cuerpo que no tiene derecho a participar, a aprender, a enseñar.
La Pedagogía Andariega nace desde la experiencia, la escucha y el desplazamiento. Por eso, no podría tener mejor aliada que la infancia migrante: esa que camina sin permiso, que aprende con el cuerpo, que pregunta en más de una lengua y que busca afecto en lugar de desprecio.
En la lógica andariega, para andar por la vida, por el mundo, no se exige integración: se propone convivencia. No se impone una lengua: se celebran todas. No se clasifican los saberes: se cultivan. No se coloniza la infancia: se le da voz, tierra y sociedad de acogida. La Pedagogía Andariega convierte así el exilio en un trayecto compartido.

Y no porque dulcifiquemos la realidad, sino porque ofrecemos un espacio real de reconocimiento y afecto, más allá de los protocolos institucionales.
Donde la ley no llega, llega la comunidad. Donde se les niega la permanencia, se abre un itinerario por el que aprender juntos.
Nadie mejor que esos niños para enseñarnos el valor de nuestro cuerpo, de nuestros pies, de nuestra solidaridad, risa y memoria. Porque quien migra siendo niño conoce la intemperie.
La Pedagogía Andariega transforma esa memoria, esa actitud, en experiencia transformadora.
Aprender en la calle, en la plaza, en la huerta, en el bosque, en el taller… es también un modo de decirle al niño migrante: “Este mundo no te niega. Este mundo te nombra modelo de supervivencia.”
Cada itinerario andariego puede ser una forma de acoger sin preguntar de dónde vienes.
Las rutas educativas incluyen narraciones en distintas lenguas, cantos compartidos, cocinas abiertas, juegos del origen, canciones familiares…
El saber no tiene frontera. Y el derecho a formar parte de la comunidad de acogida no depende de un documento, sino de una puerta abierta a la oportunidad y a la ternura.
Debemos reconsiderar los dogmas y legislaciones actuales, cuestionar el condicionamiento social y cultural impuesto, y restablecer el contacto con nuestra verdadera naturaleza, construyendo sociedades cohesionadas, democráticas, sostenibles y justas, centradas en los derechos humanos y el bien común.
Este compromiso no puede recaer solo en los centros educativos o en los colectivos pedagógicos. La integración real de los niños y niñas migrantes sin papeles es una responsabilidad social compartida.

Pero ¡ojo! No caigamos en el eterno error: el de encerrar a estos niños y jóvenes en centros y aulas, ajenos al devenir del barrio y la comunidad en donde se hallan insertos. Cerrar las aulas —y aún más en este caso— es el único modo de abrir el mundo a quienes siempre han sido dejados fuera. Porque cada paso compartido es un gesto radical de pertenencia.
Los barrios, los pueblos, las instituciones locales, los grupos vecinales… pero también los artesanos, los agricultores, los oficios de siempre y los oficios nuevos: todos pueden y deben convertirse en parte activa del proceso educativo.
Desde la Pedagogía Andariega proponemos que el aprendizaje se extienda a los talleres, a los mercados, a los campos, a las bibliotecas, a las cocinas, y que en esos espacios se acoja a la infancia sin papeles no como carga, sino como semilla.
Los empresarios comprometidos pueden ser aliados clave en esta transformación: abriendo sus espacios para el aprendizaje-apadrinamiento, donde los niños migrantes acompañen, observen, ayuden y aprendan. Rompiendo el imaginario del “extranjero como amenaza” y mostrando con hechos que el aprendizaje compartido enriquece a todos. Generando iniciativas locales que reconozcan saberes prácticos, culturales y comunitarios traídos por la migración.
Y es que, la infancia migrante, también es futuro. Y negarle el derecho a participar es negarnos como sociedad. Porque, a la postre, esa misma sociedad —al igual que la Pedagogía Andariega o cualquier sistema pedagógico que se precie— necesita generar nuevos caminos y manos que los mantengan abiertos.





