Isabel siempre había sido una mujer propensa a recordar. Sin embargo, fue a partir de los sesenta años, después de que su cuñado y su hermana ya hubieran muerto, cuando se iría acrecentando aquella tendencia suya a trasladarse a tiempos pretéritos, a zonas de su conciencia por las que no había transitado nunca. No lo hacía con el quebranto que produce el paso del tiempo en las almas, la certeza de que hay cosas que son ya irrecuperables. Era posible que su capacidad de memoria fuera más grande de lo común, ya que retenía escenas del pasado o sucesos incluso nimios que otras personas de su edad ya habían arrumbado en los desvanes del olvido, cubiertos de polvo y telarañas.
Aunque los sobrinos la visitaban con las mujeres y los niños de vez en cuando, proporcionándole una gran alegría, permanecía la mayor parte del tiempo sola en la casa que había habitado siempre, una casa vieja de pueblo con los cuartos destartalados y húmedos, algunos de ellos clausurados. Aun cuando nunca le habían faltado pretendientes, se había quedado por diversas circunstancias soltera, un estado que ella había acabado aceptando después de haber pasado por periodos de cierto inconformismo. Se mantenía con la exigua pensión que recibía desde su jubilación y con una pequeña renta que le pagaban por unas tierras de las de que todavía era propietaria, heredadas de los padres. Sus actividades, desde hacía años, habían ido disminuyendo a causa de los achaques que padecía, hasta quedar reducidas a las que le resultaban estrictamente necesarias: iba a misa cuando los dolores se lo permitían y salía a comprar alimentos y medicinas una o dos veces por semana. Antes había leído mucho: la lectura había sido, junto a la costura y la elaboración de postres, uno de sus grandes entretenimientos, pero debido al cansancio de la vista y a la falta de concentración, había pasado a convertirse en una acción secundaria, con la cual solo se recreaba unos instantes, unos minutos acaso.
Los lugares más frecuentados de la casa eran la cocina, el comedor y un dormitorio que había acondicionado en la planta baja. Al patio, que era de reducidas dimensiones, con dos arriates en los que aún criaba rosas y azucenas, salía cada vez menos.
Isabel, que había tenido una figura gallarda en su juventud, presentaba en la vejez un aspecto decrépito, hasta el punto de que era muy difícil reconocer en ella los rasgos de belleza y de donosura que en otro tiempo la habían distinguido. Se la veía a menudo recostada en una mecedora en el comedor, abstraída en sus recuerdos, en las escenas y en los hechos del pasado que con tanta fidelidad rememoraba. Los sobrinos y las vecinas que con ella a veces conversaban se sorprendían de que pudiese guardar en la cabeza tantos sucesos; oyéndola hablar, parecía como si no hubieran tenido lugar en una época lejana, sino en un día muy cercano. Se acordaba, por ejemplo, de momentos de una niñez ya muy remota; se trataba de vivencias que habían ocurrido cuando tenía dos o tres años y que debían haberse difuminado en la memoria.
La gente decía que podría escribir una historia del pueblo, una historia compuesta de muchos capítulos que se remontaría a los tiempos de sus bisabuelos, ya que todo lo que le habían contado sobre ellos también lo recordaba, aun cuando ella no lo hubiese vivido. Normalmente, se atribuía tal capacidad a un poder extraordinario, a un don del que estaba provista desde su nacimiento y que tal vez había aumentado con los años.
Según le refirió una vez a uno de sus sobrinos, era en las duermevelas cuando los recuerdos más acudían a su mente, confundidos muchos de ellos con sueños reveladores, con imágenes que no parecían proceder de ella misma, de lo que en su cerebro tuviese almacenado. En una de esas duermevelas pudo ver a su bisabuelo Antonio, muchas veces evocado por la abuela Angustias. Lo vio regresando al pueblo en un atardecer de invierno con una yunta de mulas con la que había estado arando. Era bajo, ancho de hombros, con el pelo rubio. Vestía un pantalón de tela atado a la cintura con un cordel y una camisa blanca muy sucia, sobre la que llevaba puesto un chaleco marrón muy percudido. Era, a pesar del gesto de cansancio con el que llegaba al pueblo, más guapo de lo que se lo habían pintado; tenía los ojos azules y las pestañas muy largas. En la esquina de una calle, a escasos metros ya de su casa, se detuvo a conversar con una joven de bella estampa que lo estaba esperando. Ella era un poco más alta que él; tenía los ojos muy grandes, el cabello recogido en un moño. La conversación, por ser privada, duró muy poco. La joven era la bisabuela Dolores, con quien al cabo de unos años se acabaría casando.
Isabel seguía siendo, a pesar del desgaste sufrido, una gran narradora que conseguía suscitar el interés del oyente y de incrementarlo incluso hasta el término del relato. Era una habilidad innata que sin duda había cultivado y desarrollado con sus frecuentes lecturas. Tal facilidad contribuía a que sus recuerdos tuviesen vigor y viveza y a que pareciesen haber ocurrido en un tiempo muy próximo.
Para ella era plácido abandonarse al flujo de instantes y de episodios que regresaban a su cabeza; igual que sucede en los sueños, de unos pasaba a otros casi sin que hubiera continuidad entre ellos; los que más satisfacción le procuraban eran aquellos en los que aparecía acompañada de su madre, a menudo sostenida y acunada por sus brazos. En sus evocaciones volvía a sentir su presencia, el tacto secreto de sus manos de ángel, el olor que desprendían sus ropas. La madre seguía amparándola con su presencia, con el aliento de su espíritu; no solo la acariciaba, sino que también le susurraba palabras de cariño. La veía con la cabeza inclinada hacia ella, mirándola con ojos sonrientes, con una dulzura que no habría de ver jamás impresa en ninguna otra mirada. Eran momentos que una vez y otra se reproducían en su recuerdo, tras los cuales surgían otros en los que se encontraba en el patio, caminando con paso inseguro entre los arriates, seguida muy de cerca por la madre, en un atardecer de verano que dejaba rosas de luz sobre los tejados.
Se acordaba también de una mañana en la que el padre las llevó a la hermana y a ella al campo. La hermana y ella se quedaron se quedaron sentadas al pie de un árbol, mientras el padre resolvía algún asunto con unos hombres que trabajaban en las hazas. Era una mañana de primavera en la que corría una brisa suave que oreaba los sembrados. Ellas se entretenían cortando y esparciendo briznas de hierba entre los terrones, mientras el padre continuaba dialogando con los hombres a no mucha distancia de donde se hallaban. Tenían aquellos labriegos el rostro atezado y los brazos musculosos; llevaban un sombrero de paja, manchado de sudor y de polvo. Isabel tuvo la impresión de que eran héroes, unos seres dotados de una fuerza extraordinaria, de un valor enorme.
El abuelo Miguel viajaba mucho, por lo que pasaba largas temporadas fuera de la casa. Una vez regresó de uno de los viajes mucho más tarde de lo previsto, aunque nunca aclaró el motivo de su retraso. Sin embargo, Isabel en una de sus duermevelas soñó que era asaltado en el camino de vuelta por unos bandoleros, quienes habían estado aguardándolo detrás unos árboles. En lugar de salir corriendo o de resistirse a entregarles el dinero que consigo llevaba, se puso a dialogar con ellos en tono distendido, como si no fuesen en ese momento rivales suyos. Como tenía mucha facilidad para hablar, con un espíritu persuasivo adquirido en su trato frecuente con clientes consiguió atemperar el ánimo de los bandoleros, presentándose ante ellos como un amigo, como un amigo que era capaz de entender el mundo en el que vivían y las necesidades que los movían a asaltar en los caminos a los viajeros, sobre todo si eran ricos o portaban objetos de valía. Los bandidos, de aspecto patibulario, después de conversar largo rato con él, se avinieron a aceptar su propuesta: a cambio de no hacerle nada ni de forzarlo a que les diera dinero, él se comprometía a animar a otros a ayudarles con una aportación económica y a defenderlos ante los representantes de la ley siempre que lo necesitasen.
En sus recuerdos y ensoñaciones no había ningún orden. Otro día, a la hora del anochecer, se acordó con absoluta precisión de la ocasión en la que uno de sus pretendientes le propuso, en un acceso de audacia, ser su novio. Se habían encontrado por casualidad en la puerta de una tienda, a la que ambos iban a comprar con frecuencia. Ella lo quería, pues era apuesto y reunía muchos méritos, por lo que en un principio estuvo a punto de darle su conformidad; sin embargo, unos instantes después, sin saber muy bien por qué, consideró que tal vez no sería del gusto de su familia y le pidió que le concediera un tiempo para pensarlo, ya que se trataba de una cuestión decisiva. La respuesta de ella, a causa de los temores y las dudas que tenía, se demoró tanto que el pretendiente, cansado de esperarla, acabó por cortejar a otra mujer del pueblo, con la cual terminaría contrayendo matrimonio.
En un cajón de la cómoda de su dormitorio guardaba Isabel muchas fotografías en blanco y negro de la familia. Las tenía metidas en varias cajas de cartón. Algunos días, para entretenerse, las sacaba y se ponía a mirarlas durante horas en la mesa camilla del comedor. No sentía, como les ocurre a otras personas, la punzada aguda de la nostalgia cuando se repasan fotografías desteñidas por el tiempo, en las que se rememoran instantes de una vida anterior. Se acordaba del momento en el que fueron tomadas, del motivo por el que fueron hechas; repasándolas, era capaz de reproducir el estado de ánimo en el que se hallaban las figuras que aparecían en cada retrato: le bastaba fijarse en un simple gesto, en el modo de mirar a la cámara o en la forma de posar las manos, para saber lo que estaba pensando o sintiendo el miembro de la familia que figuraba en la fotografía. Si era ella la retratada, a veces acompañada de la hermana o de la madre, le era aún más fácil adivinar lo que en su interior ocultaba, aun cuando fuera muy pequeña, como sucedía en algunas fotografías en las que solo tendría dos o tres años. Tenía la sensación de que recuperaba aquel tiempo, de que volvía a vivir cada una de aquellas escenas. Se daba cuenta de que predominaba en muchas ocasiones una alegría falsa, de que en la mayoría de los casos se pretendía mostrar un rostro amable y contento, como si se sintiese cierto pudor por revelar la verdad, los sentimientos de inquietud o de culpa que en el interior latían, algunos de ellos enconados, convertidos en lacerantes huellas que agrietaban el alma. Había, en realidad, pocas fotografías en las que restallase una alegría auténtica, provocada por un hecho feliz; la de su primera comunión era una de ellas: su cara, especialmente por la expresión de los ojos, irradiaba felicidad.
De vez en cuando Isabel recordaba un momento de la niñez perdido, olvidado durante muchos años; reaparecía en su memoria de pronto, traído por un olor o por el color de una nube, por un rayo de sol que acaso entrase alteando por la rendija de un postigo. Una tarde, movida por una de esas sutiles sensaciones, evocó el día en el que se perdió en el campo. Había ido con sus padres de paseo. Caminaban los tres por un sendero de la vega, flanqueado de balates invadidos de hierba borde. Isabel iba cogida de la mano de la madre, pero hubo un instante en el que por algún motivo se apartó de ella y se vio casi de repente caminando sola por medio de un haza, entre matas de maíz no muy elevadas. Se encontró sola, en un lugar que de pronto se le había vuelto extraño. Tenía la conciencia de que se había perdido, aunque no sentía angustia, pues a pesar de todo sabía que los padres la encontrarían. Anduvo con dificultad entre las matas de maíz, sujetándose a veces a ellas para no caer. No se le ocurrió llamar a los padres, como hubiera sido lo natural. Después de mucho andar, salió a un terreno erizado de matorrales, por medio del cual discurrían las aguas aceradas de una acequia. Sin saber lo que hacer, permaneció detenida, mirando con perplejidad a un lado y a otro, hasta que un hombre que llevaba un costal al hombro, después de apercibirse de su presencia, la condujo junto a los padres, quienes se hallaban muy sofocados por su pérdida.
La sensación de alivio que experimentó entonces quedaría grabada para siempre en algún rincón de su memoria, en un rincón acaso pequeño y oscuro en el que permanecía mezclada con las huellas que habían dejado experiencias y sueños que en el curso de los años había tenido.
Isabel vivía en el pasado, atrapada por una red de recuerdos y de emociones antiguas. El presente, para ella, no era más que un punto, un momento inestable que formaba parte enseguida de ese pasado, de ese cúmulo de vivencias que ella a lo largo del día rememoraba. Los seres queridos que habían fallecido continuaban con ella; sentía su pulso, el latido de su espíritu; muchas veces incluso se ponía a dialogar mentalmente con ellos, igual que lo hacía cuando estaban vivos; eran conversaciones sobre cosas cotidianas, sobre asuntos rutinarios.
En una ocasión, uno de los sobrinos le preguntó si no le temía a la muerte, y ella, mirándolo a los ojos, como si fuera a decirle algo muy importante, igual que ocurría cuando era pequeño, le respondió que en otro tiempo le había temido a la muerte pero que después de haber pensado tantas veces en ella ya la veía como cosa natural, como un hecho que tarde o temprano habría de suceder, quizá cuando menos lo esperase, en un momento en el que estuviese soñando con algo que había pasado alguna vez.
A medida que transcurrían los años, aquella inclinación a recordar era más acusada; se había convertido en una costumbre, en un hábito al que dedicaba casi todo el tiempo, como si no tuviera ya otra misión que cumplir en la vida, aunque había circunstancias que contribuían a que fuera aún más intensa, como era frecuente que ocurriera en los días de lluvia o en los atardeceres melancólicos de invierno. La lluvia, lejos de entristecerla, encendía su espíritu, induciéndolo a sumergirse en el mar del pasado, en las aguas soñolientas de una época antigua. La lluvia la enternecía, la volvía más sensible; cada vez que veía resbalar las gotas por el cristal de la ventana del comedor o que oía su voz melodiosa en el patio de la casa, se daba a recordar, a revivir otros momentos parecidos. Era un impulso ciego, una llamada honda lo que sentía entonces, un deseo íntimo de entregarse a la corriente pausada de su memoria, de manera similar a como le sucedía en las tardes de invierno, cuando la luz se tornaba fría y lejana, de un tono sonrosado, como si procediera de un sueño, de una historia añeja. Recordaba amaneceres turbios, entrevistos tras los visillos de un balcón; el suelo de losetas muy gastadas de su cuarto, con los dibujos casi borrados; la silla con el respaldo muy alto en la que estaba muchas horas sentada; la mesa de madera llena de muescas y de inscripciones que había en la cocina; la cámara polvorienta en la que se acumulaban los trastos más viejos; el enjambre de sucios tejados, tras el que se alzaba el cerro ceniciento a cuyo pie se hallaba asentado el pueblo. Recordaba el corral de la casa, cercado de tapias de barro y de paredones tristes; las cuadras mugrientas, impregnadas de olores agrios; la muñeca de trapo con la que jugaba entre los arriates del patio; las manos grandes y ásperas de su padre que la tomaban con cuidado y la alzaban y la posaban sobre los hombros; la algarabía de los gorriones que se refugiaban en un ciprés muy alto en los crepúsculos de bordes rosados; el ladrido lejano de unos perros en las mañanas azules de primavera; el grito agudo de una lechuza en un día lluvioso de otoño; el rebuzno largo de un asno con los serones cargados de bultos. Lo recordaba todo como si hubiera ocurrido hacía poco, de un modo preciso. Las impresiones se sucedían en su mente sin ningún orden, una tras otra, como si obedeciesen a una voluntad secreta, a un designio inescrutable. El pasado se volvía presente en su cabeza soñolienta, en su espíritu resignado. No, la muerte no podía causarle ningún temor, ya que sería solo un paso, un tránsito sereno hacia una realidad nueva, hacia un estado en el que se acabarían anulando todas las distancias, en el que reinará una paz eterna. Isabel ya no pertenecía a este mundo, pensaban algunas vecinas después de una visita; su vida ya no tenía otro sentido que recorrer la escasa distancia que la separaba del cielo, una distancia que podía consistir en el espacio de unos días, de unos instantes tan solo. El cielo estaba próximo, tan próximo que a veces creía que ya hubiera llegado a él, antes de la hora prevista. En algún duermevela se le había aparecido la madre, con el mismo rostro y el mismo cuerpo con los que ella la había conocida de niña; la madre la acunaba en los brazos, la sentaba sobre sus rodillas, acariciándole el pelo; su presencia, igual que entonces, le transmitía seguridad, una confianza cierta; sabía que ella amaba y que la continuaría amando siempre, más allá de la muerte.
Isabel no se cansaba de recordar; casi podría decirse que se había convertido en su principal actividad, en la única que le reportaba consuelo en la vejez. Ningún recuerdo era ya ingrato para ella, aun cuando en él se reprodujese un dolor o un momento de angustia. Como le dijo a una vecina, había saldado ya todas las deudas que tenía con la vida, por lo que nada podría causarle daño. Soportaba los dolores corporales con estoicismo, como si los tuviera plenamente asumidos.
Como iba muy poco a misa, le pedía a Dios que la auxiliase con su gracia, con la fuerza de su Espíritu, porque era ya la única forma que le había quedado de adorarlo, tal vez la más auténtica de todas. Dios la quería, se le entregaba en sus oraciones, en los ratos en los que meditaba. Era la roca en la que se apoyaba, una roca firme, como se proclama en los Salmos. Siempre había sido así, aunque ahora lo comprendía de un modo más claro, con la rotundidad que conceden los años.






Comentarios
Una respuesta a «El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (49): Nostalgia»
Extraordinario este escrito.