Cándida, Miguel, Manolo y Paqui Romero Cano, los hijos Manuel y Paquita del Cortijo Río

El amanecer con humo. Benalúa de las Villas… Hijos Dulces de Dios (VIII-C)

Don Antonio, el maestro que tomando el sol en la puerta del bar de Juan Pedro, permanecía charlando con otros mayores del lugar que, atentamente, oían sus comentarios que, como más culto, exponía como único maestro que era de la única escuela de niños y otra de niñas que había.

Los señores maestros, en Benalúa, siempre fueron muy queridos y muy respetados; de hecho, pertenecen a ese grupo que suele existir en todo movimiento o comunidad humana y al que se conoce como las “fuerzas vivas” del lugar.

En un momento dado, el maestro se levantó, apartó la silla y hacia la escuela se dirigió… todos los niños y jóvenes, al unísono, tras él marcharon a clase, a seguir su instrucción. El recreo, por hoy, ha acabado, pero hoy, miércoles, de tarde no había escuela. Así estaba estipulado. Por el contrario, los sábados todo el día la había. Ya seguirán el recreo en las horas venideras del día.

Nuestro hombre, el vendedor de las plantas de huerta, a las que pregonaba con recia voz, venía por calle Real a la altura de la gran casa de “Antonio el de la Venta” de donde salió la buena María, de apodo “La Mariona”. Así la nombraban y así todos la conocían, por ser grande y enorme mujer; dedicada a cuidar y servir al amo -como ella decía-, Antonio la Venta.

Al de las plantas de batatas, le compró varios manojos, así como otros de distintas hortalizas, que plantaría el mozo en el cortijo Marinavega.

Ya se pasaba. Recordó que había de llegar a cobrar las plantas que en el camino había vendido, “su compañera” la bicicleta apoyada en la pared dejó y dando un corto paseo se acercó a la casa de aquel labrador donde le abonaron lo que les había vendido.

A la vuelta, a su par le seguía Pepico, pidiendo un cigarro, o mejor, un purico… ”¡anda! tío las bataaaatas, ¡dame un purico!”, le suplicaba y rogaba… y le volvió a pedir, con su voz peculiar, que ruego y quejido ésta parecía. Introduciendo dosis de lastima para conseguir un cigarro o un “porico” como nuestro y entrañable “Pepico el Compaye” nombraba al trofeo que él conseguía.

Celebrando con voces, y algún grito, qué simpático éste, de una corría se acercaba a “su sitio”: al sol sentado, en donde veía y observaba pasar a las gentes pasar la vida, agotando otro día.

No abandonaba su empeño: insistir e insistir era su secreto y, como con su benévola y simpática actitud a nadie molestaba, a nadie enfadaba y todos le querían, lograba su objetivo. “El tío las batatas” le dio dos cigarros que él celebró con su repetido jolgorio, siempre agradecido, a su manera, se despidió del benefactor.

Hubo un tiempo, cuando a Benalúa llegaba uno, que se echaba en falta a Pepico el Compaye; el pobre, había muerto y, seguro, con Dios marchó. Las calles del pueblo echaban en falta tan insigne y particular personaje, querido por todos y presente siempre en todo evento que hubiera en la urbe. Así, agradecidos por su gentil y divertida presencia, las gentes del municipio mostraron el deseo de poner a una calle su nombre, pero el de “guerra”, que era el ya dicho, y no el de pila, que José Arroyo era. No sé si así se hizo, y nuestro insigne Pepico el Compaye ha quedado en una calle reflejado su nombre y perpetuado su recuerdo, de no ser así, debiera hacerse.

Estado actual del Cortijo de La Angostura. Octubre 2020.

Como en todos los actos se hallaba, también a todas las bodas asistía y, muy recatado, desde la puerta rogaba le sirvieran viandas del banquete. Siempre le atendían pero, alguna vez (o muchas), algún desaprensivo con pocas luces, le daba botellas de alcohol que consumía hasta ponerse borracho y hasta, alguna vez, temer por su vida.

Curiosa estampa mostraba cuando, a la sierra y con motivo de acompañar a pastores y cabreros, subía y, en recíproca ayuda y colaboración, éstos le hacían un buen haz de leña que cargaba a su espalda y, en el largo camino que tenía hasta llegar a su casa, el pesado haz de leña, por gravedad se le descolgaba y, el pobre, caminando, en difícil postura y fatigosos movimientos, de tal forma estiraba su cuello, mostrando el trabajo que acarrear la leña le costaba.

Esto ocurría hasta que, alguien, a su encuentro salía y, dándole aliento y ánimos, de un gratificante empujón le subía la leña y se la reacomodaba en su espalda. Siguiendo el camino, feliz y contento, hasta el próximo encuentro en que algún samaritano paisano le ayudase.

La tarde caía, sobre los pardos tejados de las casas que ahora, con tejas morunas forman cubiertas y tinados, de esos que antaño chamizos eran. Las calles y casas, ya renovadas de aquellas viviendas. Presentan alargadas sombras provocadas por el vespertino sol que, cruzado el espacio y su jornada acabada, caía sobre el horizonte inclinando sus rayos, motivando que la luz fuera apagando su brillo, que en rojizos arreboles transformaba las nubes que, prestas, se disponían a despedir al gran astro.

Los hortelanos que, en la vega arroyos y surcos preparaban, ahora, cansados y sudorosos, con sus azadas al hombro, caminando despacio, disfrutando un cigarro y gozando de su buen trabajo, a casa volvían.

Aquella tarde alguno de ellos habría de asistir a la junta de Gobierno de la Comunidad de regantes. Para su asistencia, previamente se asearía y se pondría su ropa de las tardes, con su gorra en la mano, pues estaba recién peinado y no quería poner en guerra su cabellera.

Sobre las ocho partió de su casa a la del Sr. Presidente de la Comunidad de Regantes. Ya alguno, llegado antes que él, le esperaba.

Echando un cigarro con su conversación de rigor. Era todo un verdadero ritual, una “ceremonia” para lo que ni normas ni costumbres escritas había. Alguno de ellos, con movimiento pausado, ya aprendido y cómo gozando del mismo, de su petaca, el tabaco picado sacó del bolsillo de su chaqueta el librito de papel, otro ofrecía y repartía… y aquel, buscaba presto su chisque que, guardado en una curiosa bolsa confeccionada por su mujer, tenía con su eslabón que, al chocarlo con medida fuerza, contra el trocito de piedra pedernal, prendía la yesca que encendería su cigarro; de éste ofrece y de él, todos y cada uno al suyo arrimaba y así de tan peculiar proceder, la yesca no se estropeaba, ni excesivamente se consumía.

Todos fumaban en cualquier parte y lugar y que nadie osara llamar su atención, porque ellos cumplían con “cosas de hombres” y de uso y costumbre arraigada aceptada en la sociedad. De tal forma que todos aguantan las verdaderas nubes de humo que se formaban en lugares cerrados. Pero tan es así que hasta se admiraba el “arte del buen fumar”. Se gustaba de ello y se jactaban de ver quién mejor su cigarrillo hacía y liaba, con aquel diminuto papel que remataban mojando con la lengua su borde engomado, quedando una “obra de arte” con habilidad y soltura conseguida.

Yo mismo, siendo un crío, en aquellos tiempos, me gustaba observar muy atento, la maniobra ejercida con maestría y la fuerza adecuada, para lograr encender, de un solo golpe la yesca que, sobre el pedernal, con un dedo pisaba arrimado a donde el eslabón estrellaba. Una ráfaga de vivas chispas brillantes y blancas en un haz, cual cometa, desparramaba.

El Sr. Presidente llamó. Quórum había. Se procedió a la lectura del acta anterior. Tras el presidente abrir la sesión y, con acuerdo de todos, se aprobó. Pasando al orden del día que de varios puntos constaba.

Con largas conversaciones y enrevesadas discusiones, con los protocolos cumplían. Que, si decimos verdad, de ellos poco conocían pero, en su buen hacer y sus genes de antaño heredados, tenían aprendidos y bien usados y, con su gestión lograban organizar el riego del pueblo, con regular reparto de sus aguas, para sus fértiles huertas.

Algo escasas las tierras de riego en aquella época eran. No obstante, suficientes, para recolectar de ellas buenas hortalizas.

La escasez de regadío en Benalúa, obligó a proyectar varios ramales de acequias que, trazados por distintos parajes, todos ellos paralelos al río Moro y por lo tanto formados de limazos y arrastres de éste, contenían, y contienen, tierras fértiles, regadas por inundación y, con acequias de tierra, que transporta el agua por gravedad y con infinidad de apelativos, según lugar y función (Cieca, hijuela, canal, caz, acequia, lieva, atarjea, azacaya, brazal, torna, tashkiva y muchas más) .

Estado actual del Cortijo Río. Octubre 2020.

Eran conocidos varios trazados y ramales. Algunos desaparecidos enteros, otros por tramos y ay los que, naciendo en el término de Benalúa, entran en el de Colomera, como son:

Presa por desvío o derivación, construida en el río, cerca del Cortijo Las Vegas que, partiendo su acequia de dicha presa; más bien azud, ya que sus aguas no remansa y detiene, sino que las deriva hacia el canal y riega el Cortijuelo, Molino de Arriba, las solanas y vegas cerca del pueblo, ya casi todas edificadas, Vega la Venta, terminando muy cerca de otra existente en la “Jondonada”. Paraje muy conocido, lugar que se usaba como lavadero y su presa como gran piscina, llena todo el verano de bañistas, algunos de día entero. Esta presa, como casi todas las demás, no eran de cantería, sino de piedras muy grandes sabiamente colocadas, con ramas y maleza, entrelazada de tal forma, con maña y experiencia, depositando infinidad de espuertas de tierra, sobre ellas, hábilmente apisonada, se conseguía un dique, que muy bien cumplía con su misión de desvío del agua. Así duraba, hasta que una tormenta de verano con su consecuente riada, arrasaba la hábil obra conseguida y de inmediato habían de reconstruir, para salvar la cosecha.

Para la reconstrucción del azud, aportaba cada agricultor, que de sus aguas regaba, tantas peonadas como tierra tenía. Obra de colaboración propia de comunidades minifundistas que, valiéndose de esta organización, lograban un bien común.

Gregorio Martín García

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