El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (50): El sueño cumplido de Daniel

Cuando Daniel regresó a la casa, sus padres ya se habían acostado. Aunque no era demasiado tarde, ellos habían tomado la costumbre de acostarse temprano, cuando la mayoría de los vecinos aún se resistían a abandonar después de la cena el comedor donde se encontrasen departiendo sobre algún suceso cotidiano. Llegó exultante, con el corazón alborotado de dicha. Como hubiera imaginado, un acontecimiento feliz había cambiado su vida. El sueño que a lo largo de aquella jornada de duro trabajo albergara se había cumplido: era el inicio prometedor de una nueva etapa, de un proyecto que tendría que ir madurando con el tiempo; era, en verdad, el comienzo de una relación con la que había soñado desde que Beatriz dio muestras de quererlo.

Daniel había acudido al lugar en el que ella solía estar reunida con las amigas, en la esquina de la plaza de la iglesia en la que todas las tardes se citaban para dar un animado paseo por las calles principales del pueblo. El sol de primavera, que había lucido espléndido, se había ocultado ya, por lo que aparecía todo envuelto en cendales de penumbra. A la puerta de los bares se concentraban numerosos parroquianos, entre los que se hallaban algunos amigos suyos. Él había visto desde lejos a Beatriz en el sitio de siempre; por su gesto de alegría y de expectación había inferido que ella también se había apercibido de su presencia, de su llegada silenciosa. Ese gesto lo animó, pues era una clara invitación al optimismo. Se dirigió al grupo de amigas con paso decidido, tratando de sonreír. Ellas, al verlo llegar, no pudieron disimular su sorpresa, ya que nunca lo habían visto comportarse con tal resolución.

«Buenas tardes», les dijo con una seguridad que resultaba inusual en él, fruto del exceso de confianza que aquel día lo embriagaba. Al contrario de otras veces, no había permitido que un acceso de duda lo refrenase, obligándolo a desistir de la empresa que se hubiera propuesto. Se conocía, en realidad, muy bien, así que sabía que no debía pensarlo demasiado: si había decidido declarar abiertamente a Beatriz que deseaba entablar relaciones con ella, tenía que actuar con determinación, como si se tratase de un hombre nuevo, con un espíritu firme y arrojado.

«Buenas tardes», oyó que le respondía Beatriz con una voz clara y jovial, anticipándose a las dos amigas que estaban a la sazón con ella. Era la respuesta que él había esperado; daba la impresión, por cierto, de que hubiera existido un acuerdo previo para que fuera ella precisamente la que contestase a su saludo.

Vestía Daniel, a pesar de que todavía era `primavera, ropa de verano, en tanto que Beatriz llevaba un traje largo de color azul con ribetes de encaje, de una hechura muy parecido al de las amigas. Durante unos segundos se quedó parado a escasa distancia de ellas, con semblante sonriente. «Será hoy para mí un placer pasear con vosotras», dijo tras aquella breve pausa con la misma rotundidad de antes. «Podrás acompañarnos siempre que quieras», repuso Beatriz, intercambiando una mirada fugaz de complicidad con las amigas.

Tras aquellas primeras frases, principió el consabido paseo del grupo, al que se había agregado de modo inopinado Daniel. Las farolas de las calles ya se habían encendido, arrojando haces de luz macilenta. Aunque era ya casi de noche, algunos jornaleros del campo regresaban de las hazas, donde habían estado faenando. Por las aceras, recién pavimentadas, transitaban algunos vecinos. En el cielo pálido del crepúsculo quedaban restos de una claridad difusa. Era grato pasear entonces, al tiempo que se conversaba sobre interesantes asuntos. Daniel, contento de haber sido tan bien acogido, contó lo que había hecho en el campo; había estado escardando hierbas con otros hombres durante muchas horas seguidas, con el cuerpo doblado y las manos doloridas debido a la ejecución de tan ardua tarea. Ellas se mostraban satisfechas de que las acompañase, de que las viese la gente con él, con un joven de gallardo aspecto que tenía muy buena reputación en el pueblo.

La conversación se prolongó mientras paseaban por las calles ya anochecidas, débilmente iluminadas por la luz ajada de las farolas. Él iba al lado de Beatriz, en uno de los extremos del grupo, acordando sus pasos con los de ellas. En un momento dado, las dos amigas se adelantaron un poco tal vez de forma deliberada para que Beatriz y Daniel caminasen juntos y pudieran hablar en privado entre ellos, como así hicieron en los minutos siguientes. Hablaron de gustos personales y de quehaceres íntimos, hasta que Daniel, sin dudarlo, con ciertas resquebrajaduras en la voz, le declaró a Beatriz que le gustaba y que había decidido, si lo aceptaba, hacerse novio suyo, a lo que ella respondió, con una sonrisa dibujada en el rostro, que eso era lo que había deseado desde hacía mucho tiempo. A Daniel le pareció en aquel instante más guapa que nunca: sus ojos verdes, con un brillo nuevo despuntando en ellos, lo miraban con inmensa ternura, como si se tratase de un anticipo del modo en que habría de mirarlo siempre.

Verdaderamente, era maravilloso. Después de haberse despedido de Beatriz y de las amigas, Daniel regresó a la casa con la sensación de que no era real lo que había vivido, quizá porque el amor correspondido venía a convertirlo todo en un sueño, dentro del cual se anulaban las aristas y las sombras de las que está llena la existencia. Los trabajos del campo, gracias a él, dejarían de ser ingratos; la rutina de los días, hasta entonces anodina, tendría un sentido preciso, como lo había tenido en aquella jornada en la que por fin se había atrevido a confesar a Beatriz lo que sentía.

Todos los esfuerzos, ciertamente, eran recompensados con un premio si se sabía esperar, si se aprovechaba la ocasión oportuna para alcanzarlo. La ilusión abría cauces de euforia en su pecho mientras se dirigía a la casa, donde sus padres ya posiblemente estuviesen acostados. En principio, no les diría nada, pero era probable que al día siguiente advirtieran que algo extraordinario acababa de sucederle, sobre todo su madre, a quien nunca se le ocultaba el estado de ánimo en el que él se encontraba. En su mente aún continuaban sonando las palabras de Beatriz, con las cuales había respondido a su solicitud; recordaba su sonrisa, el fulgor de sus ojos, la manera tan tierna y delicada de mirarlo. Se consideraba el hombre más feliz del mundo, dueño de una fortuna que jamás podría arrebatársele, ya que era una fortuna que proporcionaba la certeza de saberse amado por Beatriz, por la mujer que le había sido destinada para que él la quisiera.

Todos los demás bienes dejaban de ser importantes comparados con aquel, con el bien del que ahora gozaba, propiciado por la confluencia de dos almas que se amaban, por un hombre y una mujer que se habían comprometido a emprender un camino juntos. Parecía un milagro, un prodigio de la vida, igual que lo eran otras obras de la naturaleza. En el campo, al cual regresaría en la mañana siguiente, apenas naciera el sol, encontraría motivos para verlo así, para contemplarlo todo como un reflejo del amor que dentro de él había irrumpido. Sería un campesino enamorado de su trabajo, del lugar tan bello en el que lo ejercía, de la luz que bañaba las hazas, de los olores que exhalaba la tierra, del canto menudo de las aguas en las acequias y en los ramales.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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Comentarios

Una respuesta a «El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (50): El sueño cumplido de Daniel»

  1. CECILIO MARTIN

    Extraordinario Pedro. Creo que todos nos sentimos identificados. Tiempos de juventud.

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