IX. EL ARGUMENTO DE LA MISOGINIA: LA DIFERENCIA FEMENINA
En su ensayo Sobre las mujeres (de Parerga y Paralipómena) (1) la misoginia de Schopenhauer se pone, sin paliativos, al descubierto (2). En sus páginas se nos muestra no sólo como el mayor misántropo de la historia de la filosofía sino también como un misógino redomado, tal vez sin parangón en los anales del pensamiento occidental -no precisamente muy “feministas”- y un desvergonzado egoísta reaccionario, además de tacaño y desabrido (1).
Para justificar esa misoginia, argumenta Wanda Tommasi, se invocan, en general, motivos extrafilosóficos, como la violenta aversión hacia la madre, a la que acusaba de haber motivado el suicidio de su padre. Probablemente la relación conflictiva con su madre influyó efectivamente en las posiciones misóginas del filósofo, pero los motivos de esta actitud, tan fieramente enemiga de las mujeres, son más profundos y hunden sus raíces precisamente en el ideal ascético de la noluntas, respecto al cual la atracción sexual y las mujeres representan peligrosas tentaciones para el hombre.
En efecto, el hombre — el varón — es, para Schopenhauer, el modelo ideal de humanidad, el único en posición de sujeto dentro de su discurso: el sujeto del deseo amoroso y, en consecuencia, de la renuncia ascética que culmina en la noluntas (3). Podríamos afirmar que la misoginia de Schopenhauer, en el fondo, no es más que la percepción y enfatización de la diferencia femenina, siendo el hombre el tipo ejemplar de humanidad y todo lo que se separa de ese modelo, es decir, la mujer, se interpreta como inferior. Nada más comenzar su ensayo manifiesta ya Schopenhauer su escasa consideración hacia las mujeres, la despectiva opinión que le merecen:
“Sólo el aspecto de la mujer revela que no está destinada ni a los grandes trabajos de la inteligencia ni a los grandes trabajos materiales. Paga su deuda a la vida, no con la acción, sino con el sufrimiento, los dolores del parto, los inquietos cuidados de la infancia; tiene que obedecer al hombre, ser una compañera pacienzuda que le serene” (AMM, 89) (4).

Aunque las considera particularmente aptas para el cuidado y educación de la primera infancia, sin embargo, por estar a medio camino entre el niño y el ser humano completo (el hombre), continuaban siendo pueriles -como niños grandes toda su vida- estúpidas, imprudentes y faltas de inteligencia:
“Lo que hace a las mujeres particularmente aptas para cuidarnos y educarnos en la primera infancia, es que ellas continúan siendo pueriles, fútiles y limitadas de inteligencia. Permanecen toda su vida niños grandes, una especie de intermedio entre el niño y el hombre” (AMM, 89) […] “Las mujeres son toda su vida verdaderos niños” (AMM, 91)
La diferencia de la mujer con el hombre, tal como es percibida por el filósofo, es consecuencia de “su inferioridad”. Pero la más aguda percepción de la diferencia femenina y de su inferioridad está presente en los pasajes en que Schopenhauer critica a las mujeres aduciendo su falta de objetividad o que padecen de miopía intelectual. Las mujeres, sostenía, eran mentalmente retrasadas en todos los aspectos, deficitarias de razón y de verdadera moralidad por su infantilismo. Miopes e incapaces de ver con claridad más que lo que está muy cerca de ellas, todo lo ausente, lo pasado y lo futuro, quedaría fuera de su estrecho campo visual o mental. Su horizonte mental es muy pequeño por lo que se le escapan las cosas lejanas, con inteligencia sólo para lo inmediato: “No ven más que lo que tienen delante de los ojos, se fijan sólo en el presente, toman las apariencias por la realidad y prefieren las fruslerías a las cosas más importantes” (AMM, 91).

A causa de sus probadas incapacidad de objetividad y de abstracción, miopía intelectual y restringido horizonte intelectual, no es equivocado pedir consejo a las mujeres en circunstancias difíciles, porque su visión es más concreta, más atenta a lo que tienen delante, más absorbidas por el presente: su entendimiento intuitivo ve agudamente lo cercano y en cambio no comprende las cosas lejanas. En este caso, sus deficiencias intelectuales vienen a ser paradójicamente una cualidad. Éste es probablemente el único lugar en que nuestro filósofo reconoce en las mujeres algo positivo: sería posible interpretar estas características en sentido no misógino, como importancia del punto de vista subjetivo en la consideración de las cosas, al estar más abiertas al presente que los hombres pueden disfrutarlo más y ése es el origen de su típica alegría, “que la hace tan apta para reconfortar al hombre cuando está agobiado por las preocupaciones” (ATM, 41-42).
Sin embargo, está claro que no es esto lo que Schopenhauer quiere decir, porque en él, invariablemente, la diferencia femenina respecto al modelo de racionalidad masculina se presenta como algo inferior. Las mujeres, en fin, no tienen inteligencia, equidad ni virtud, carecen de juicio, e incluso les reprocha y atribuye -por su incapacidad para comprender principios generales- una falta del sentido de la justicia:
“Las mismas actitudes nativas explican la conmiseración, la humanidad, la simpatía que las mujeres manifiestan por los desgraciados. Pero son inferiores a los hombres en todo lo que atañe a la equidad, a la rectitud y a la probidad escrupulosa. A causa de lo débil de su razón, todo lo que es de presente, visible e inmediato ejerce en ellas un imperio contra el cual no pueden prevalecer las abstracciones, las máximas establecidas, las resoluciones enérgicas, ni ninguna consideración de lo pasado a lo venidero, de lo lejano a lo ausente… Por eso la injusticia es el defecto capital de las naturalezas femeninas” (AMM, 92) (5)

Al estar confinadas en el presente sienten una frecuente “inclinación a la prodigalidad”, que a veces roza la demencia: “En el fondo de su corazón, las mujeres se imaginan que los hombres han venido al mundo para ganar dinero y las mujeres para gastarlo” (AMM, 91). Llega al extremo de recomendar que las mujeres no deberían heredar ningún patrimonio, porque únicamente son capaces de dilapidarlo (6):
“Que la propiedad que los hombres adquieren con dificultad a costa de grandes esfuerzos y penalidades soportados durante largos años vaya a parar a manos de las mujeres, para que éstas, debido a su insensatez, se la gasten en poco tiempo o la dilapiden de la manera que sea, es un disparate tan grave como frecuente, al que se le debería poner coto limitando el derecho que tienen las mujeres a heredar. Considero que la solución más idónea sería disponer que las mujeres, ya fueran viudas o hijas, sólo pudiesen recibir como herencia una renta, respaldada de por vida mediante hipoteca; pero no, en cambio, bienes inmuebles o capital, a menos que carecieran de descendencia masculina” (ATM, 94-95).
Incluso donde se les ha reconocido el derecho a heredar propiedades, como sucede en Europa, tendrían que volverse atrás, y ceñirse a esos modelos de sociedad –modelos orientales por supuesto- en los que las mujeres nunca son mujeres libres y cada una está bajo la vigilancia del padre, del marido, del hermano o del hijo.
Pese a ello, la mujer parece haber sido dotada por la naturaleza mucho más generosamente que el hombre para la lucha por la supervivencia. Al carecer de buen sentido y de reflexión y al negarles la fuerza física, la naturaleza, sin embargo, las ha compensado, para proteger su debilidad, con las armas naturales — esto es: innatas en ella — de la astucia, el disimulo y la mentira, que utilizan sin problemas de conciencia, puesto que se les ha otorgado precisamente para la defensa de los intereses de la especie y no pueden obrar de otro modo:
“Al negarles fuerza, la naturaleza les ha dado como patrimonio la astucia para proteger su debilidad, y de ahí su falacia habitual y su invencible tendencia al embuste. El león tiene dientes y garras, el elefante y el jabalí colmillos de defensa, cuernos el toro, la jibia tiene su tinta con que enturbiar el agua en torno suyo; la naturaleza no ha dado a la mujer más que el disimulo para defenderse y protegerse” (AMM, 92-93).

En este sentido Eva Figes comenta que, si bien Schopenhauer era un misógino encarnizado, defensor de todos los estereotipos misóginos convencionales, fue, no obstante, original, al “no culpar a la mujer por su conducta infame”. Con idéntica falta de disposición se somete el hombre a su función de víctima de la especie, como lo hace la mujer a su papel de instrumento. Puede que las mujeres se sientan más inclinadas a la infidelidad corriente, pero esto podría deberse a que instintivamente sienten que “quebrantando su deber individual cumplen mejor su obligación hacia la especie”. Y si es una mujerzuela embustera, será a causa de que “la naturaleza ha provisto a la mujer del poder de engañar para con él protegerse” (7). Eva Figes recuerda, a este respecto, que Schopenhauer llegó a sostener que la naturaleza había dotado al hombre de barba (8) a fin de facilitarle la ocultación de los cambios de expresión frente a un adversario, mientras que la mujer no la necesitaba, pues en ella disimulo y dominio de la expresión eran innatos. De ahí “nacen la falsía, la infidelidad, la traición, la ingratitud” (AMM, 93) que adornan por naturaleza a todas las féminas:
“Como las mujeres únicamente han sido creadas para la propagación de la especie, y toda su vocación se concentra en este punto, viven más para la especie que para los individuos, y toman más a pecho los intereses de la especie que los intereses de los individuos. Esto es lo que da a todo su ser y a su conducta cierta ligereza y miras opuestas a las del hombre” (AMM, 94).
En lo femenino no están las características propias de lo humano. Toda inteligencia y toda virtud han sido sustituidas por la astucia. Por ello, la mujer no es exactamente inmoral, sino que, al ser absolutamente natural, es amoral, no moral. De ahí que las mujeres no puedan ser ciudadanas: son perjuras. Varones y mujeres son, pues, esencias absolutamente separadas, modos de ser en el mundo diversos, divergentes e incompatibles que se unen exclusivamente a efectos de reproducir la especie. Y si la mujer es más materia que espíritu, y su función la de propagar la especie, haría mejor no haciéndolo, pero es lo único que se ve condenada a hacer. Las mujeres son seres libres de angustia. En su visión del mundo no interpretan ni calculan fines. Confirma varias veces esta inferioridad para rechazar totalmente la idea de igualdad con el hombre: la naturaleza, al separar la especie humana en dos categorías, no ha hecho iguales las partes (9):
“Las mujeres son el sexus sequior, el segundo sexo, desde todos los puntos de vista, hecho para estar a un lado, en un segundo término. Cierto que se deben tener consideraciones a su debilidad; pero es ridículo rendirles pleito homenaje, y eso mismo nos degrada a sus ojos” (AMM, 97-98)

Ninguna mujer puede escapar a esta caracterización porque las mujeres son el sexo idéntico –las idénticas–. No hay entre ellas diferencias, no tienen principio de individuación, porque tanto para Schopenhauer como para Kierkegaard “la individuación es la característica del reino del espíritu y la mujer no es espíritu: su esencia está próxima a lo vegetativo”, como también sostendrá Juan el seductor de Kierkegaard, cuyos ecos misóginos, a través de Simmel, “llegarán hasta nuestro Ortega y Gasset, quien no vacilará en afirmar que “la mujer es un genérico” (10). Lo femenino guarda la especie, cumple con ella traicionando al individuo. Los varones la multiplican. Las mujeres saben inconscientemente que ese pervivirse de la especie no lo pueden realizar sin ellos, pero ni siquiera esta conciencia es positiva: pues, ya se sabe, no tienen capacidad de abstracción.
En las relaciones entre las mujeres lo natural es la animadversión y la rivalidad. Todas las mujeres son enemigas entre sí y ello depende de su ser natural, porque todas ellas no tienen más que un mismo oficio y un mismo negocio, la procreación y la continuidad de la especie:
“Los hombres son naturalmente indiferentes entre sí; las mujeres son enemigas por naturaleza. Esto debe depender de que el odium figulinum, la rivalidad, que está restringida entre los hombres a los de cada oficio, abarca en las mujeres a toda la especie, porque todas ellas no tienen más que un mismo oficio y un mismo negocio. Basta que se encuentren en la calle, para que crucen miradas de güelfos y gibelinos. Salta a los ojos que en la primera entrevista de dos mujeres hay más contención, disimulo y reserva que en una primera entrevista entre hombres” (AMM, 94-95).

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Una traducción completa de la obra es Parerga y Paralipomena. Escritos filosóficos menores, traducción de E. González Blanco y Antonio Zozaya, tres vols., Agora, Málaga, 1997. El extraño título de esta obra (“Parerga y Paralipómena”) procede de dos vocablos griegos y significa literalmente: “Suplementos y Omisiones”. Publicado en 1851, en él reúne en dos volúmenes numerosos ensayos (entre ellos este ensayo “Sobre las mujeres”). El primer volumen trata de moral, de psicología y de metafísica. El segundo, más misceláneo, trata, además del citado sobre las mujeres, de diversos temas relativos a la bondad de los animales, los profesores universitarios, el espiritismo, el magnetismo etc. Le dieron en vida una celebridad que su gran obra El Mundo como voluntad y representación no le había proporcionado
2) La obra de Fernando Savater, El traspié. Una tarde con Schopenhauer, una comedia filosófica escrita para la TVE hace casi cuatro décadas (en 1988), puso de actualidad en nuestro país la obra y el pensamiento del gran filósofo germano Arthur Schopenhauer (1788-1860), cuyas doctrinas, pese al largo siglo y medio que nos separan de ellas, siguen gozando de amplia actualidad y vigencia en estos tiempos de pesimismo y posmodernidad.
3) Wanda Tommasi, Filósofos y mujeres, Narcea, Madrid, 2002, p. 156.
4) Todas las citas referidas a la mujer que siguen se hacen siguiendo la recopilación de ensayos de Schopenhauer titulada El amor, las mujeres y la muerte (abreviado AMM), edición de Biblioteca Edaf (traducción de Miguel Urquiola, prólogo y cronología de Dolores Castrillo), Madrid, 1993. Citamos con la sigla AMM, seguida de la página, y la más reciente antología de sus textos sobre la mujer: “Arthur Schopenhauer, El arte de tratar a las mujeres”, (traducción de Fabio Morales; introducción y notas de Franco Volpi), Alianza Editorial, Madrid, 2008) también con la abreviatura ATM, seguida de página. Ambas obras recogen los textos sobre la mujer procedentes de El mundo como voluntad y representación (Metafísica del amor sexual”, capítulo 44 de los Suplementos, 1844) y de Parerga y Paralipomena (ensayo Sobre las mujeres, 1851). En ATM se incluyen, además, textos sobre la mujer procedentes de otros escritos de su obra póstuma.
5) Llega, incluso, a sostener que “la mera idea de una mujer en el cargo de juez provoca risa” (ATM, 105). Cuando ha pasado casi un siglo y medio queda manifiesta la capacidad predictiva del filósofo…
6) En numerosas ocasiones Schopenhauer advierte de la prodigalidad y tendencia al despilfarro de las mujeres. Véase este texto: “Todas las mujeres, con escasas excepciones, son proclives al despilfarro. Por ello, todo patrimonio, exceptuando los rarísimos casos en que ellas mismas lo han adquirido, debería ser puesto a salvo de su irresponsabilidad” (ATM, 50). O este otro: “Las mujeres siempre creen en el fondo de su corazón que la misión del hombre es ganar dinero, mientras que la suya es gastarlo; gastarlo en vida del esposo, si ello fuera posible; pero al menos tras su muerte, en caso contrario. El hecho de que el hombre le entregue su sueldo para el mantenimiento del hogar la afianza en esta convicción” (ATM, p. 50).
7) Eva Figes, Actitudes Patriarcales: las mujeres en la sociedad, Alianza, Madrid, 1972, p. 132. Celia Amorós matiza que al considerar que “sin embargo, podría decirse que es una engañadora en el registro ético por ser, ontológicamente, más verdadera que el varón. Pues, en definitiva, la voluntad de vivir de la especie es burladora de los individuos, y la mujer, inmediatez de la voluntad, no tiene principio de individuación. Es traidora al individuo y a todo lo individual por excelencia, para vehicular los derechos de la especie” (Tiempo de feminismo, op. cit., p. 243).
8) Ibid, p. 133. Con referencia a la barba y su simbología sexual, escribe: “La barba debería estar prohibida por la policía, ya que es casi una máscara. Además, en tanto que símbolo sexual plantado en medio de la cara, resulta obscena; de ahí que les guste tanto a las mujeres” (ATM, 73).
9) Dice Schopenhauer: “Cuando la naturaleza dividió en dos al género humano, no trazó el corte precisamente por la mitad. A pesar de toda su polaridad, la diferencia entre el polo positivo y el negativo no es sólo cualitativa sino también cuantitativa. Así concibieron a las féminas nuestros ancestros y los pueblos orientales y comprendieron qué posición les corresponde mucho mejor que nosotros, que en cambio estamos influenciados por la galantería francesa de viejo cuño y nuestra insulsa veneración hacia las mujeres, punto culminante de la estulticia cristiano-germánica cuyo único resultado ha sido hacerlas tan arrogantes y desconsideradas que a veces le recuerdan a uno los monos sagrados de Benarés, los cuales, conscientes de su santidad e intangibilidad, se sienten con derecho a todo” (ATM, 37-38).
10) Celia Amorós, Tiempo de feminismo, op. cit., p. 215.
ÍNDICE
I. LA FORMACIÓN DE UN FILÓSOFO MISÁNTROPO Y PESIMISTA
II. SCHOPENHAUER: PERSONALIDAD Y PROYECCIÓN HISTÓRICA
III. LAS MUJERES EN LA VIDA DE SCHOPENHAUER
IV. METAFÍSICA DEL AMOR EN SCHOPENHAUER
V. El AMOR AL SERVICIO DE LA VOLUNTAD DE VIVIR
VI. LA ELECCION EN EL AMOR Y LA CONCORDANCIA DE LOS SEXOS
VII. DE LA IMPOSIBLE FELICIDAD EN EL AMOR PASIONAL
VIII. El SEXO Y LA MUJER O LA ASTUCIA DE LA NATURALEZA





