El autor, dialogando con Molinera, su burra.

Isidro García Cigüenza: «Estímulo, esfuerzo y reconocimiento en clave Andariega»

En los caminos de la educación viva que practicamos el aula no tiene muros y el saber brota del contacto con la calle. Los conceptos de estímulo, esfuerzo y reconocimiento adquieren un sentido nuevo, más humano, más justo y más fecundo. La Pedagogía Andariega, en sintonía con las corrientes psicopedagógicas más avanzadas, propone una manera de aprender en movimiento, desde la experiencia, la relación, la corporalidad y el arraigo en el territorio.

Las pedagogías tradicionales han vinculado el esfuerzo con la obediencia, la repetición y el sacrificio. Sin embargo, desde una perspectiva constructivista (Piaget, Vygotsky) y significativa (Ausubel), el esfuerzo no es eficaz si no está mediado por el sentido: aprendemos con mayor dedicación cuando comprendemos la utilidad, la belleza o la relevancia social de lo que hacemos.

En la Pedagogía Andariega, el esfuerzo se transforma en implicación activa en la experiencia vivida. No es un deber impuesto desde fuera, sino una energía que surge cuando lo que se aprende está conectado con el cuerpo, el entorno y la vida cotidiana. Como señala David Kolb, el aprendizaje se fortalece cuando nace de una experiencia concreta, que luego se reflexiona, se conceptualiza y se aplica.

Además, el esfuerzo se vuelve compartido y sostenible cuando el grupo camina junto, cuando nadie se queda atrás y todos nos sentimos acompañados.

En lugar de sobreestimular con incentivos artificiales (notas, premios o recompensas inmediatas), la Pedagogía Andariega propone un estímulo profundo, sereno y enraizado. Se trata de provocar el deseo de saber a través de la sorpresa, la emoción, la curiosidad y la observación directa del mundo que nos rodea.

Este enfoque conecta con la teoría de la autodeterminación (Deci y Ryan), que afirma que la motivación interna crece cuando se nutren tres necesidades básicas: Autonomía (sentirse con poder de decisión), Competencia (experimentar progreso) y Vínculo (sentirse reconocido y sostenido).

El juego, elemento motivador

La Pedagogía Andariega alimenta estas necesidades: se invita a elegir rutas, a explorar con libertad, a aprender en compañía y a construir juntos. Se despierta la curiosidad y se alienta la motivación desde el asombro y el contacto con lo que preocupa a nuestros padres y vecinos.

Además, el estímulo se adapta a la pluralidad de formas de aprender: hay espacio para lo corporal, lo lógico, lo musical, lo naturalista, lo interpersonal y lo profesional… La estimulación es rica, variada y afectiva porque la vida —y la infancia— también lo son.

Premiar al “mejor” ha sido una fórmula dominante en la escuela tradicional. Pero esta lógica meritocrática ha demostrado generar frustración, desigualdad y desafección. Solo uno gana; muchos quedan silenciados.

La Pedagogía Andariega propone una lógica inversa: el reconocimiento no como podio, sino como círculo. Se reconocen los talentos diversos, los procesos invisibles, los logros colectivos. No hay galardones individuales, sino relatos compartidos, exposición de resultados, celebraciones comunes. No se premia al más rápido, sino que se celebra lo andado.

Este enfoque se vincula con las pedagogías del reconocimiento y la ética del cuidado. Aprender no es destacar, sino sentirse parte. Y el docente deja de ser juez para convertirse en testigo y acompañante de procesos vitales.

En otros artículos ya hemos demostrado que el cuerpo es central en la construcción del conocimiento. Aprendemos con el movimiento, con los sentidos, con la relación con los objetos y los espacios. Y es que, la Pedagogía Andariega convierte el andar en una herramienta pedagógica. El cuerpo que camina es cuerpo que observa, que se orienta, que pregunta, que juega. El territorio se vuelve mapa vivo, laboratorio afectivo, espejo cultural. Así, se construye un saber afectivo y comprometido con los medios natural y social.

En suma, la Pedagogía Andariega no descarta el esfuerzo, el estímulo ni el reconocimiento. Lo que hace es despojarlos de la lógica del rendimiento y del premio, y reconfigurarlos desde la vida, el cuidado, la experiencia y la comunidad.

Porque educar no es formar vencedores, sino formar caminantes. No es premiar a quien llega antes, sino dar sentido al hecho de caminar juntos. Entrar en los talleres, las fábricas, las oficinas o los comercios es lo bueno que tiene este trajinar por calles y paisajes: que favorecen el diálogo con nuestros padres, vecinos y responsables políticos, a partir de una premisa: el esfuerzo por mejorar las condiciones de vida de la gente y los valores más humanitarios y estéticos.

Y en ese andar compartido, todos —niños, docentes, comunidades— crecemos y aprendemos reconociéndonos como parte de algo más grande: una educación que respeta los ritmos, que cultiva la esperanza y que reconoce el saber que nace de vivir el mundo con todos los sentidos despiertos.

Isidro García Cigüenza

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